La Romana (53 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

—Vete... Aquí está Astarita... Pronto, sal.

Salió por la cocina, dejando la puerta entreabierta. Me enjugué apresuradamente los ojos, volví a poner en su sitio las sillas y fui al recibidor. Me sentía otra vez perfectamente tranquila y segura de mí misma, y en la oscuridad del recibidor llegué a pensar que podía decir a Astarita que me hallaba encinta. Así me dejaría en paz y si no quería hacerme por amor el favor que le pedía, lo haría por piedad.

Abrí la puerta y di un paso atrás. En vez de Astarita, en el umbral estaba Sonzogno.

Llevaba las manos en los bolsillos y al gesto, casi instintivo, que hice de intentar cerrar la puerta, él se opuso abriéndola del todo con un ligero empujón y entró. Yo lo seguí hasta la sala. Se situó junto a la mesa, en la parte que daba a la ventana. Como de costumbre, iba sin sombrero, y apenas entré, sentí sobre mí aquellos ojos fijos y obstinados. Cerré la puerta y pregunté, fingiendo indiferencia:

—¿Por qué has venido?

—Tú me has denunciado, ¿eh?

Me encogí de hombros y me senté al extremo de la mesa diciendo:

—Yo no te he denunciado.

—Te fuiste y bajaste a llamar a la Policía.

Me sentía tranquila. Si en aquel momento sentía algo, más bien era un movimiento de ira que de temor. Él no me imponía ningún temor. Por el contrario, me inspiraba una enorme cólera, lo mismo que todos los que, como él, me impedían ser feliz. Dije:

—Te dejé y me fui a la calle porque amo a otro y no quiero tener nada que ver contigo, pero no llamé a la Policía... Yo no soy una delatora... Los agentes vinieron por su cuenta... Buscaban a otro.

Se acercó a mí, me cogió la cara entre dos dedos a la altura de las mejillas, y me la apretó con una fuerza terrible obligándome a abrir la boca y al mismo tiempo acercándosela a él.

—Da gracias a tu Dios por ser una mujer —dijo.

Seguía atenazándome el rostro, obligándome con dolor a hacer una mueca que debía de ser horrible y ridícula. Sentí un tremendo furor y de un salto me puse de pie, rechazándolo y gritando:

—¡Vete, imbécil!

Volvió a meterse las manos en los bolsillos y se acercó más mirándome con su habitual fijeza en los ojos. Volví a gritar:

—¡Eres un imbécil, con tus músculos, con tus ojitos azules y con tu cabeza rapada! ¡Vete, quítate de delante, cretino!

Pensé que era verdaderamente un imbécil al ver que no decía nada, con una ligera sonrisa en los labios sutiles y torcidos, las manos en los bolsillos, acercándose y mirándome fijamente. Corrí al otro extremo de la mesa, cogí una plancha de las más pesadas que usan las modistas, y grité:

—¡Vete, cretino, o te doy con esto en el hocico!

Vaciló un momento, deteniéndose. En el mismo instante, la puerta de la sala se abrió a mis espaldas y Astarita apareció en el umbral. Evidentemente, había encontrado abierta la puerta del piso y había entrado. Me volví hacia él y grité:

—Di a este individuo que se vaya... No sé qué quiere de mí... ¡Dile que se vaya!

No sé por qué, experimenté un gran placer al observar la elegancia del traje de Astarita. Llevaba un abrigo que parecía nuevo, cruzado por delante, gris. La camisa parecía de seda, con rayas rojas sobre fondo blanco. Una bella corbata gris plateada y con rayas de través, se introducía entre las solapas de su traje azul turquí. Me miró a mí, que todavía blandía la plancha, miró después a Sonzogno, y dijo con una voz tranquila:

—La señorita te dice que te vayas. Bueno, ¿qué esperas?

—La señorita y yo —replicó Sonzogno en voz muy baja— tenemos que hablar de algo... Será mejor que se vaya usted.

Al entrar, Astarita se había quitado el sombrero, un fieltro negro de bordes orlados de seda. Sin prisa lo dejó sobre la mesa y después fue hacia Sonzogno. Me asombró su actitud. Los ojos, habitualmente melancólicos y negros, parecían haberse iluminado con un centelleo combativo y la boca, grande, se estiraba y encogía en una risa de complacencia y desafío. Enseñando los dientes y martilleando las sílabas:

—Conque no quieres irte... Pues ya lo ves, yo te digo que te irás en seguida.

El otro sacudió la cabeza con una negativa, pero con gran asombro por mi parte, retrocedió un paso. Y entonces volvió a mí la idea de lo que era Sonzogno. Y tuve miedo, no por mí sino por Astarita, que lo provocaba con tan ingenua intrepidez. Sentí la misma angustia que, siendo niña, despertaba en mi ánimo en el circo la presencia de un pequeño domador que, con un látigo, hostigaba a un enorme león de dientes amenazadores. Hubiera querido gritar que aquel hombre era un asesino, un monstruo. Pero no tuve fuerza para hablar. Astarita repitió:

—Bien, ¿quieres irte? ¿Sí o no?

Sonzogno volvió a negar con la cabeza y dio otro paso atrás. Astarita avanzó. Estaban frente a frente, los dos de una altura casi igual.

—¿Quién eres? —preguntó Astarita sin dejar de sonreír socarronamente—. Tu nombre... y pronto. Tampoco contestó Sonzogno.

—No quieres decirlo, ¿eh? —repitió Astarita con un tono casi voluptuoso, como si el silencio de Sonzogno le produjera placer—. No quieres decirlo, ni quieres irte, ¿no es así?

Esperó un momento y después levantó la mano y abofeteó a Sonzogno dos veces, primero en una mejilla y luego en la otra. Yo me llevé un puño a la boca y lo mordí. «Ahora lo mata» —pensé cerrando los ojos. Pero oí la voz de Astarita, que decía:

—Y ahora, desfila... ¡Rápido!

Cuando abrí otra vez los ojos vi que Astarita empujaba a Sonzogno hacia la puerta agarrándolo por la solapa. Sonzogno tenía las mejillas aún enrojecidas por las bofetadas, pero no parecía rebelarse. Se dejaba conducir, como si estuviera pensando en otra cosa. Astarita lo echó fuera de la estancia y después oí un portazo en la escalera y Astarita reapareció en el umbral.

—Pero ¿quién era? —preguntó quitándose maquinalmente la pelusa de la solapa del gabán y dirigiéndose una mirada como si temiera haber descompuesto su elegancia con aquel violento esfuerzo.

—Nunca he sabido su apellido... Sólo sé que se llama Carlo —mentí.

—Carlo —repitió con una risita y moviendo la cabeza.

Después vino a mi lado. Me había puesto al pie de la ventana y miraba a través de los cristales. Astarita me pasó un brazo por la cintura y me preguntó con una voz y una expresión ya cambiadas:

—¿Cómo te encuentras?

—Estoy bien —respondí sin mirarlo.

Él me miraba con fijeza y me ciñó a su cuerpo, con fuerza, sin decir nada. Lo rechacé con dulzura y añadí:

—Has sido muy amable conmigo. Te he llamado para pedirte otro favor.

—Vamos a ver —dijo.

No apartaba sus ojos de mí y no parecía escucharme.

—Aquel joven a quien interrogaste...

—¡Ah, sí! —repuso con una mueca—. Siempre el mismo... No es que haya sido un héroe...

Tuve curiosidad de saber la verdad sobre el interrogatorio de Mino.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Es que tuvo miedo? Astarita contestó moviendo la cabeza:

—Ignoro si tuvo miedo o si no lo tuvo, pero a la primera pregunta lo dijo todo... Si hubiera negado, no hubiese podido hacerle nada porque no había pruebas.

Pensé que todo había ocurrido como decía Mino. Una especie de ausencia repentina, como un hundimiento sin razón alguna, sin que se lo pidieran ni provocaran.

—Bueno —dije—, supongo que cuanto os dijo lo tendréis escrito... Yo querría que hicieras desaparecer todo lo que hayáis escrito.

Sonrió.

—Te manda él, ¿eh?

—No, soy yo —repliqué. Y juré con solemnidad:

—Que me muera ahora mismo si no es verdad.

—Todos querrían que desapareciesen los interrogatorios —dijo Astarita—. Los archivos de la Policía son su mala conciencia. Desaparecido el papel, desaparecido el remordimiento. Me acordé de Mino y contesté:

—Ojalá fuera verdad, pero esta vez temo que te equivoques. Me atrajo otra vez hacia él, mi vientre contra el suyo, y me preguntó turbado y balbuciente:

—¿Y tú qué me das a cambio?

—Nada —contesté con sencillez—. Esta vez, realmente nada.

—¿Y si yo me negara?

—Me causarías un gran dolor, porque quiero a ese hombre... y todo lo que le pasa a él es como si me pasara a mí.

—Pero me habías dicho que serías buena conmigo.

—Te lo dije, pero he cambiado de idea.

—¿Por qué?

—Pues... porque sí.

Me apretó de nuevo contra sí y tartamudeando con rapidez y hablándome al oído empezó a suplicarme que, por lo menos por última vez, complaciera su desesperado deseo. No puedo decir lo que me dijo porque, mezcladas con las súplicas, profería enormidades que no sabría escribir, de las que suelen decirse a las mujeres como yo y las que éstas dicen a sus amantes. Las enumeraba con no sé qué meticulosa y abundante precisión, pero sin la alegría desvergonzada que habitualmente acompaña a tales desahogos. Al contrario, lo hacía con una complacencia sombría, como un obsesionado.

He visto una vez a un loco homicida en el manicomio describir al enfermero las torturas a que lo someterían el día que cayera en sus manos, con el mismo tono, nada fanfarrón, escrupuloso y serio, con el que Astarita me susurraba sus obscenidades. En realidad, era su amor lo que me describía de aquel modo, un amor al mismo tiempo lujurioso y tétrico, que a otros hubiera podido parecer simple libido y que yo, en cambio, sabía profundo, completo y, en cierta manera, puro como cualquier otro. Como siempre, me causaba sobre todo compasión, porque en el fondo de aquellas enormidades sentía su soledad y su absoluta incapacidad para salir de ella. Dejé que se desahogara y después dije:

—No quería decírtelo, pero tú me obligas... Haz lo que creas conveniente, pero yo no puedo ser ya la de antes porque estoy encinta.

No pareció asombrarse; ni siquiera se desvió un segundo de su idea fija:

—Bien, ¿y eso qué tiene que ver?

Le había revelado mi estado más que nada para consolarlo de mi negativa. Pero mientras hablaba me di cuenta de que decía realmente lo que estaba pensando y que mis palabras procedían del corazón:

—Cuando me conociste quería casarme... y no fue culpa mía no poder hacerlo.

Seguía rodeándome la cintura con el brazo, pero ahora lo hacía con más flojedad. Esta vez se apartó del todo de mí y dijo:

—¡Maldito sea el día que te encontré!

—¿Por qué? Me has amado.

Escupió a un lado y repitió:

—¡Maldito sea el día que te encontré y maldito el día que nací!

No gritaba ni parecía expresar ningún sentimiento violento. Hablaba con calma y convicción.

—Tu amigo no tiene nada que temer. No se ha transcrito ningún interrogatorio ni se han tenido en cuenta sus informaciones... En los documentos sigue apareciendo nada más como un político peligroso... Adiós, Adriana.

Me había quedado junto a la ventana y le devolví el saludo mirándolo mientras se alejaba. Cogió el sombrero de encima de la mesa y salió sin volverse.

Inmediatamente se abrió la puerta que daba a la cocina y apareció Mino con el revólver en la mano. Lo miré atónita, vacía, sin decir nada.

—Estaba decidido a matar a Astarita —dijo sonriendo—. ¿Crees que me importaba de verdad que mi interrogatorio desapareciera?

—¿Y por qué no lo has hecho? —pregunté.

Mino movió la cabeza:

—Ha maldecido el día en que nació... Dejémosle maldecir unos años más.

Me daba cuenta de que había algo que me angustiaba, pero por muchos esfuerzos que hiciese, no lograba ver qué era.

—De todos modos —dije—, he obtenido lo que quería... En los documentos no aparece nada.

—Ya lo he oído —me interrumpió—. Lo he oído todo. Estaba detrás de la puerta entreabierta... También he visto que es un hombre valiente. Le ha soltado a Sonzogno dos bofetadas realmente magistrales... Hasta en el modo de dar bofetadas hay maneras y maneras y ésas han sido unas bofetadas de superior a inferior, de amo, o de quien se cree amo, a criado... ¡Y cómo las ha aguantado ese Sonzogno! ¡No ha respirado siquiera!

Se echó a reír y se volvió a meter el revólver en el bolsillo.

Me sentí un tanto desconcertada al oír aquel singular elogio de Astarita y pregunté insegura:

—¿Y qué crees que hará Sonzogno?

—¡Bah! ¿Quién sabe?

Había anochecido y la sala estaba sumida en una densa penumbra. Mino se inclinó sobre la mesa, encendió la lámpara de contrapeso y se hizo la oscuridad alrededor de la lámpara. Sobre la mesa estaban las gafas de mi madre y las cartas con las que hacía solitarios. Mino se sentó, cogió las cartas y las miró. Después dijo:

—¿Quieres que juguemos una partida hasta el momento de cenar?

—¡Qué idea! —exclamé—. ¿Una partida de cartas?

—Sí, a la brisca... Anda, ven.

Obedecí. Me senté delante de él y cogí maquinalmente las cartas que me daba. Tenía la cabeza confusa y las manos me temblaban sin saber por qué. Empecé a jugar. Las figuras de la baraja me parecían tener un carácter maligno y poco tranquilizador: la sota de pique, negra, siniestra, con el ojo negro y una flor negra en la mano; la reina de corazones, lujuriosa, deshecha, encendida; el rey de cuadros, panzudo, frío, impasible, inhumano. Al jugar me parecía que entre nosotros había una apuesta muy importante, pero ignoraba cuál era. Me sentí mortalmente triste y de vez en cuando, sin dejar el juego, exhalaba un breve suspiro para comprobar si seguía el peso que me oprimía el pecho. Y me daba cuenta que no sólo no había desaparecido, sino que iba en aumento.

Minó ganó la primera partida y la segunda.

—Pero, ¿qué te pasa? —me preguntó mientras barajaba—. Juegas realmente mal.

Dejé las cartas y exclamé:

—No me atormentes así, Mino... Verdaderamente no me encuentro en el estado de ánimo necesario para jugar.

—¿Por qué?

—No lo sé.

Me levanté y di unos pasos por la sala retorciéndome furtivamente las manos. Después propuse:

—Vamos a mi cuarto, ¿quieres?

—Vamos.

Pasamos al recibidor y allí, en la oscuridad, él me cogió por la cintura y me besó en el cuello. Entonces, quizá por primera vez en mi vida, me pareció considerar el amor como él lo consideraba: un medio para aturdirse y no pensar, ni más agradable ni más importante que cualquier otro medio. Le cogí la cabeza entre las manos y lo besé con furor. Y así, abrazados, entramos en mi cuarto. Estaba sumergido en la oscuridad, pero no lo noté. Un resplandor rojo como la sangre me llenaba los ojos y cada uno de nuestros gestos tenía el resplandor de una llama que flameara rápida y repentina escapando del incendio que nos abrasaba.

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