La Rosa de Alejandría (19 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalban

Tags: #novela negra

—Ahora las cosas han cambiado.

—Han cambiado y para bien. Ya no hay aquel salvajismo y aquel miedo de la posguerra.

Se quejó Carvalho de lo difícil que le iba a ser encontrar él solo el camino del nacimiento del río Mundo.Le pidió la alcaldesa que le diera tiempo para dar instrucciones al de la calefacción y con mucho gusto le acompañaría, porque su marido estaba en la capital de la comunidad autónoma, como miembro que era de la junta del gobierno autonómico de Castilla- La Mancha. Media hora después estaba la alcaldesa-guía instalada en el coche que avanzaba hacia Riopar. Se llamaba Elena, le dijo, y no, no añoraba la luz del Mediterráneo, aunque le había costado adaptarse a la tierra adentro y al frío de la serranía, donde primero había vivido con su marido, en una casa que aún estaban arreglando y a la que algún día volverían para siempre, porque esta sierra ya no la veía como pasado o presente, sino como futuro.

—¿Sabe usted lo que significa que aquí, en Molinicos, se estén dando clases de música? El ayuntamiento ha contratado una profesora para los niños.

De Riopar salía la carretera de montaña que se iba en busca de la sierra de Alcaraz y que de pronto ofrecía una desviación hacia Los Chorros, el nacimiento del Mundo. Y donde terminaba el camino asfaltado empezaba una ancha vía de pedriza entre frescores de alta montaña, pinos abetos en descenso hacia el primer remanso del río ya adivinado por el canto del agua en su caída. Y más allá de un recodo, la aparición repentina de un acantilado jiboso del que brotaba, como abriéndose paso, la cuchilla de agua del que sería río Mundo unos kilómetros más abajo y ahora chorros de agua lamientes sobre una jiba de roca tapizada por el verdín, contemplándose en las primeras aguas aquietadas. Era imposible no escuchar el canto propicio del centro de la tierra enviando a la superficie sus aguas preferidas para formar un río que, nadie sabía cómo ni por qué, pero se llamaba Mundo, había adquirido la responsabilidad de llamarse Mundo, en un rincón de una sierra de Albacete.

—¿Sabe usted por qué se llama Mundo?

—No.

Pasarelas de troncos subrayaban el camino de descenso de las veredas hacia remansos inferiores y allá abajo se veía ya la presencia convencional del río iniciando el descenso hacia sus muertes.

—¿Llega al mar?

—De momento va a parar al embalse de Caramillas, en el límite con Murcia, y luego debe ir al Segura, que es un río importante. -La alcaldesa señaló la cortina de agua-. Detrás del chorro hay una cueva. Se sabe dónde empieza pero no dónde termina.Hace años se metió dentro un francés y nunca más ha salido. Cuidado que han entrado expediciones en su busca, pero ni rastro. Y por aquel camino arriba se llega a La Casica, ya ve usted las barras de hierro y la cadena que impide el paso. Tendrá que dejar el coche aquí. ¿Quiere que le acompañe?

—No es necesario. Mi visita no será larga. Si me retraso más de media hora toque usted la bocina, así podré pretextar una urgencia y tendré excusa para marcharme.

—Haga su trabajo con calma, que no tengo prisa.

Era inevitable caminar sin dejar de mirar el prodigio de las aguas nacientes de una ranura abierta en los altos peñascales, que ultimaban contra el cielo una escenografía de primer día de la Creación, a la medida de un país sin aires ni espacios para permitirse unas cataratas Victoria o simplemente las del Niágara. Camino arriba, en un recodo, desaparecía la presencia de Los Chorros para reaparecer diez metros más allá, al tiempo que se veía el final de la ancha senda: dos pilares de piedra entre los que encajaba una alta puerta de hierro y la leyenda en placa metálica lacada y desconchada: “ La Casica.” Y tras la puerta mal cerrada por un candado momificado por el óxido, el esplendor recoleto de un patio cuadrado, resguardo de calor y de luz para una mágica vegetación de laureles, naranjos bordes y la inevitable noguera en su vejez desnuda. Claustro con las cuatro esquinas sostenidas por columnas de piedra de capital corintio, vigas de maderas eternas, como la balconada bajo un alero de tejas melladas, adelantada a un corredor al que se cerraban más que abrían puertas anchas y ojivales. Aquí y allá la enramada hibernada de los glicinios y la omnipotencia de la luz de montaña forzando los ojos a la invasión del contorno más puro de las cosas. Nada que no fuera la maravilla del lugar se oponía al avance de Carvalho hacia una puerta lateral abierta a una amplia escalera de piedra perdida en las oscuridades altas de la casona. Carraspeó Carvalho, dio voces convencionales que había aprendido en los libros y, al no llegarle respuesta, subió los peldaños con humilde cautela, para que cualquier observador disculpara la osadía de un intruso que intentaba no serlo. Al final de la escalera, los ojos acostumbrados a la oscuridad adivinaron un distribuidor con el suelo de ladrillo, un arca trapezoidal de madera claveteada y un ángel polícromo con las pinturas entre el desconchado y el polvo. Junto al ángel una puerta y, tras la puerta, un salón con chimenea de piedra labrada en la que ardían troncos, una mesa central, sillas oscuras y a contraluz de una ventana que se abría a la distante sierra de Alcaraz, dos hombres y una mujer. La mujer, la “Morocha ”, uno de los hombres, el animero del guitarrico y más allá, con una escopeta entre las manos, un mocetón con cara de perro que miraba a Carvalho y luego al animero como si esperara una orden suya para empezar a disparar.

28

—Adelante, hombre, adelante. Como si estuviera en su casa.

—Más bien parece la suya.

—¿Se puede saber qué se le ha perdido por aquí?

Era la “Morocha ” la más encrespada y el animero le tiró de un brazo para que no se fuera hacia Carvalho.

—Pues he venido a ver a un amigo, el alcalde de Molinico, y me he dicho, acércate a ver si por casualidad está allí don Luis Miguel. Me ha acompañado la alcaldesa y se ha quedado al pie de Los Chorros esperándome.

Se miraron el mocetón y el viejo.No fueron necesarias las palabras.Se despegó el joven del muro, rebasó a Carvalho y salió de la estancia.El viejo se pasó una mano por la cara y lanzó el aire del desaliento que al parecer llevaba dentro.

—Señor, señor. Con lo sencillas que son las cosas y cómo nos complicamos a veces la vida. Usted se complica la vida y nos la complica a los demás.

—Yo sólo quiero ver a una persona y usted hace lo imposible para que no la vea.

—Si usted se sincerase. Si me dijera, mira, “Lebrijano”, se trata de esto o de aquello, y yo le contestaría, pues hombre, esto sí, aquello no, o aquello también. ¿Me entiende?

—Déjalo papá que éste es de los de colmillo retorcido.

La palabra papá en labios de la “Morocha ” daba otra dimensión al “Lebrijano”. A la espalda de Carvalho ya estaba de vuelta el mocetón, adivinó su respiración de corredor antes de que dijera:

—Sí. Hay una mujer donde arranca el camino. Y un coche.

—¿Por qué no la ha hecho usted subir? ¿Por qué hacerla esperar ahí fuera con este frío?

Carvalho se encogió de hombros.Era odio lo que le enviaban los ojos negros de la “Morocha ”, y el animero paseaba ahora en círculo, como dando vueltas en torno de sí mismo.

—Don Luis Miguel está aquí. Yo quiero verle.

—Tú no le ves porque a mí no me sale del carnet de identidad -dijo la “Morocha ” llevándose la mano al pubis.

Había un cierto contraste entre la delicadeza morena de sus hechuras y el canallismo de la voz de mujer rabiosa.

—Vamos a ver, amigo. Vamos a ver si usted nos aclara el asunto. Porque las cosas pueden ser simples, muy simples. ¿Qué quiere usted de don Luis Miguel?

—Que me hable de su mujer.

—¿De qué mujer, tío borde? ¿De qué mujer hablas? ¿De aquella asquerosa que acabó como se merecía? ¿Era ella su mujer?

—Carmen, cálmate.

La “Morocha ” se llamaba Carmen, anotó mentalmente Carvalho como un dato circunstancial perfectamente inútil.

—No quiero. ¿Qué se ha creído este tío? Que puede llegar aquí y acojonarnos a todos, eso es lo que quiere. Aquí no hay más mujer de Luis Miguel que yo.

Pasó el animero a primer plano e indicó a Carvalho que le siguiera.Los dos hombres salieron de la habitación perseguidos por el discurso histérico de la mujer, en el que de cada cuatro palabras una era un insulto contra el forastero o contra la vida. La estancia contigua era un pequeño comedor, cercano a la cocina, adivinada más allá de un torno con mostrador de mármol.

—Vamos a hablar de hombre a hombre.

Se sentó el animero en una silla con el respaldo por delante y se sacó un mondadientes usado del bolsillo superior de la chaqueta de pana.Jugueteó con el palillo bailarín entre los labios, mientras discurría sobre la situación y las posibilidades de futuro.

—Imagínese usted que ve a don Luis Miguel. ¿Y qué? ¿Qué va a sacar usted de eso? Lo pasado pasado está y más vale no remover la mierda.La policía ya hizo lo que pudo entonces, hace meses, y las cosas están como están. Un día u otro encontrarán al asesino, peor para él, el que a hierro mata a hierro muere y una historia desgraciada más, que nunca debió comenzar. Aquél fue un matrimonio desgraciado. Aquella pobre chica acabó siendo un mal bicho, probablemente a pesar de ella, vaya usted a saber, pero amargó la vida del hombre con el que vivía. ¿Que él era un putero y eso no le gusta a una joven casada?Bueno, eso se pude discutir. Pero que al final le tratara como a un perro, eso no, que al final fuera mi hija la que tuviera que cargar con el muerto, eso no estaba bien y ella aún se regodeaba maltratándonos de palabra en cuanto nos poníamos delante, sobre todo yo, y sin ninguna consideración para el niño… porque hay un niño…vaya si hay un niño, con los papeles por delante y Dios por testigo que hay un niño. ¿No lo sabía usted?

Sacó el animero la cartera del bolsillo trasero de su pantalón, le quitó la goma que reforzaba su cerrazón y de sus pliegues sacó la foto de un niño vestido de almirante en su primera comunión.

—Mi Luisito, el hijo de mi hija, mi nieto. Hijo de mi hija y del señorito Luis Miguel, ya ve usted que estoy dispuesto a decírselo todo porque de hombre a hombre nos entenderemos.

El niño era un morenito melancólico, con los ojos tristes y una cierta belleza relacionada con la de su madre.

—Lo hemos tenido internado al pobrecico en Hellín, porque en Albacete hubiera ido la historia de boca en boca y no habría podido levantar la cara de vergüenza el angelico. Ya ve usted, amigo, lo que es el destino, a mis años me dejaría matar y mataría para asegurarle el porvenir a este angelico que ninguna culpa tiene de que su madre sea lo que sea y su padre esté como esté. Pasaré por encima de todo lo que impida normalizar la vida de este niño, ahora que ya no hay obstáculos legales. He de comunicarle que mi hija y el señorito Luis Miguel están a punto de contraer matrimonio, por la vía rápida, en un apaño justo a los ojos de Dios, que está tramitando un primo mío, padre escolapio de Albacete.

—¿Y el señorito Luis Miguel, como usted le llama, sabe que su novia sigue trabajando en El Corral?

—Hay que cubrir las apariencias hasta que todo se haya arreglado. La boda debe llegar por sorpresa, sin que se aperciba ningún miembro de la familia y mucho menos los hermanos del señor, que son unos interesados.

—¿Cómo se enteraron de que la vieja me había dicho que su hijo estaba aquí?

—Le hemos tenido que seguir a todas partes y en El Bonillo bastaron cuatro hostias para que el administrador cantara “La Parrala” en cuanto usted se marchó. Ése de la escopeta es mi hijo, el cojo del pasaje Lodares es mi hermano, y los otros dos que estaban con él, mis sobrinos.

—Han formado una empresa familiar.

—En mi familia siempre hemos sido así, uno para todos y todos para uno.

—Y el negocio consiste en casar al señorito.

—De negocio tiene poco ya, porque poco le queda. Pero lo poco que le queda, bien llevado y con gente trabajadora por medio como nosotros, tirará adelante. Lo más importante es lo del niño. Me ha quitado el sueño desde que nació hace diez años. Y cuando se murió la señora, en paz descanse, porque mal sí le deseé más de una vez, pero a Dios pongo por testigo y que me muera yo y mi hija y mi hijo y el angelico ése si miento, si moví ni un dedo para hacerle daño. Fue la providencia la que se cruzó en su camino para hacer justicia.

Tenía el viejo dos dedos cruzados y los besaba como si fueran la cruz misma del calvario.

—¿Qué sabe usted del asesinato de Encarna?

—Lo que se escribió, que gracias a la influencia de la familia fue poco en la prensa de la provincia, y lo que se habló. Pero hacía tiempo que podía sospecharse un final tan malo, porque no era lógico que ella fuera tanto de viaje a Barcelona. Ya sabemos por aquí que en Barcelona hay buenos médicos, pero es que a ella le salía algo malo cada tres meses y hala, a Barcelona, que si los ovarios, que si el riñón, que si el hígado y venga viajes y venga facturas, que aquí lo tenemos todo clasificado y yo mismo he metido la nariz en la contabilidad por ver de salvar lo que se pueda.

—¿Hay facturas comprobantes de esas visitas?

—Las hay.

—Entonces puede ser cierto lo de la enfermedad.

—Tenía algo delicado el hígado y la habían operado de no sé qué. Pero cuando la policía investigó, los doctores esos de Barcelona dijeron que no le habían encontrado nada grave y que la tenían por la clásica chalada que se inventa males. Pero eso sí, cada tres meses, Albacete-Barcelona, como si las enfermedades le vinieran con regularidad, como si tuviera un menstruo cada tres meses.

—¿Y el marido cómo se lo tomaba?

—Al principio le daba igual porque se sentía más libre, las visitas a Barcelona duraban sus buenos quince días, que ésa es otra, ya me dirá usted si iba de consulta médica en consulta médica, para pasarse quince días en una ciudad que no era la suya.

Y en la que ni siquiera veía a sus parientes, pensó Carvalho, ni a su hermana; sólo fue al entierro de su madre y llegó como una rica extranjera, viajera desde el país del chic y la riqueza.

—Le daba igual porque así él, mientras tanto, podía hacer de las suyas. Pero luego las cosas cambiaron y ella le trataba como a un trapo.

—¿Por qué cambiaron?

—¿Que por qué cambiaron?

El viejo sonreía y su mudo sarcasmo podía dirigirse contra Carvalho, contra sí mismo o quizá contra algo que aún no había aparecido, algo que retenía hasta el momento adecuado y en sus ojos burlones se veía la vacilante consideración de si ese momento había llegado o no.

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