La Rosa de Alejandría (15 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalban

Tags: #novela negra

—¿Le envía el señor cura?

—¿Por qué me iba a enviar el cura?

—Pensaba que usted practicaba el apostolado por las casas de putas.Hay locos que van por las casas de putas pidiendo a los pecadores que se arrepientan.

—¿Te vas a quedar conmigo?

El conmigo había resonado al mismo tiempo que el estallido de la hoja de una navaja automática ante los ojos de Carvalho. Las rodillas del viejo contra las suyas, la navaja a dos centímetros de su cara y el cuerpo entregado a la blandura movediza del colchón, Carvalho se sintió atrapado y sin otra salida que una sonrisa y un poco de cándida sorpresa en la expresión que ofrecía a las ganas de creérsela que tuviera el viejo. Alguna serenidad había recuperado el bandurriero porque apartó la navaja, cabeceó como molesto consigo mismo y ofreció de nuevo el usted a Carvalho como un elemento de respeto.

—No me obligue usted a hacer cosas que ni quiero ni debo hacer. Pero está usted alborotando el gallinero.No se puede ir de casa de putas en casa de putas con el nombre de don Luis en la boca. En dos horas ha soliviantado usted al personal. Primero se han creído que era usted policía, pero usted no es policía… Ni viajante.

—Según se mire.

—La documentación, por favor.

—¿Por qué habría de dársela?

—De aquí no sale sin enseñarla.Por las buenas o por las malas.

La navaja señalaba a la puerta.Nuevas navajas podían asomarse. Los ojillos rómbicos vigilaron al milímetro el viaje de la mano de Carvalho al bolsillo interior de su chaqueta y la oferta del billetero con la documentación. Un chasquido se tragó la hoja de acero y las manos del viejo quedaron libres para manosear lo que Carvalho le ofrecía.

—Detective privado. Hombre, esto se pone interesante.

—Ya sabe de qué se trata. ¿Va usted al cine?

—Pues no voy al cine desde que pusieron aquélla de romanos en la que salía Nerón.

—”¿Quo Vadis?”

—Ésa. Y puede saberse qué busca un detective privado en Albacete.

Carvalho pensó: le dirás que buscas la fórmula secreta del queso manchego, pero el viejo tenía mala leche, era evidente.

—A Luis Rodríguez de Montiel.

—¿Por qué?

—Eso ya no me incumbe. Mis clientes me han encargado que le encuentre y eso es todo. No sé qué harán ellos luego con la información.

—¿Quiénes son sus clientes?

—Familiares de Encarnación, la mujer de don Luis.

—¿Y para qué quieren ésos encontrar a don Luis?

—Supongo que es algo relacionado con herencias o seguros. No sé nada.

—Ni herencias ni seguros. Ésa no tenía dónde caerse muerta.

Había dicho el ésa con una inquina mayor que su vejez.

—Bien. Doy por bueno lo que me ha dicho y lo daré por definitivo si mañana coge la carretera y se va por donde ha venido. Don Luis no está ni en Albacete, ni en Madrid, ni en España. Se fue a un largo viaje porque quedó destrozado, compréndale.

—Lo comprendo perfectamente. Yo en su lugar hubiera hecho lo mismo.

—Eso es ponerse en razón. Mañana carretera palante y hasta Alicante.

Rió el viejo el pareado, se puso en pie, apartó la silla y dio la espalda a Carvalho. Se volvió ya con una mano en el pomo de la puerta.

Repito. Descanse. Duerma en paz y mañana a casita.

—¿He de interpretar que no va a venir la “Morocha ”?

El viejo apretó los labios.

—Tengamos la fiesta en paz.

Y desapareció, aunque en el pasillo quedó el eco de un pelotón de pisadas que poco a poco se fueron alejando.Carvalho se dejó caer sobre la cama.El eco de la luz de la lamparilla dibujaba en el techo una luna menguante y enjaulada. Más allá de la puerta, el silencio. Se levantó para asomarse al pasillo y comprobar que el silencio traducía soledad. En el recibidor, ya no estaban las dos viejas, ni el gato, sólo el televisor dormido ratificaba la escena que había vivido minutos antes. Solitaria la escalera de granito y la puerta de madera que comunicaba el “meublè” con el bar le devolvió al panorama del local semivacío. La cajera seguía ilustrando a dos pupilas, otra pegaba la hebra con el último cliente y el loco electrónico seguía corriéndose delante de la máquina de marcianitos. Ni rastro de la rubita, ni de la “Morocha ”, ni del viejo y sus sombras amenazadoras.

—¿Ha visto usted al tío bandurrias?

La cajera y sus coloquiantes se echaron al desconcierto y al cruce de miradas de sorpresa.

—De quién habla usted.

—Es que no sé el apellido. Pero es un señor que va con guitarrico, canta mayos y me dijo que era animero por los pueblos de la sierra.

—Ah, el “Lebrijano”. Le llaman el “Lebrijano”, vive por aquí desde pequeñico, pero no es de Albacete, es de Lebrija y no sé yo muy bien ahora dónde está Lebrija. Es animero.

—No hace al caso. Pero me ha parecido verle arriba por el pasillo, y cuando he salido ya se había marchado.

—Pues por aquí no ha pasado. Tal vez se haya ido directo arriba.

—Y qué es un animero, si es usted tan amable de ilustrarme.

—Pues el “Lebrijano”, me parece a mí que es el jefe de una cofradía de animeros, de allí por la sierra, y ahora no sabría decirle si por Yeste o por Elche de la Sierra o Molinicos, en fin, por allí. Una cofradía de animeros pues es eso, una cofradía de animeros, ocho, diez personas que llevan todo el festejo de los días de Navidad, las nueve misas de gozo que empiezan con la del gallo. ¿Verdad tú?

—¿Y qué sabré yo que soy de Villarrobledo y muy joven?

—¿Y qué te crees tú que soy yo, mojama? Los animeros existían antes y ahora. Lo de las nueve misas es por los nueve meses que el niño Manuel estuvo en el vientre de su madre, María la Virgen. Los animeros cantan canciones muy bonitas mientras se hace la misa:

Con ese agua bendita

en que lavas las manos

saca las almas de pena

y la mía de pecado.

¿A que es bonito?

—Muy bonito, sí, señora. Y el “Lebrijano” canta eso.

—Canta y dirige la cosa, porque no todo son misas y cantos. También está el pasacalle con la campana, por las aldeas y los cortijos. Hacen sonar la campana y dicen: ¡Ave María Purísima! Los de la casa han de contestar: ¿quién va?, y el cofrade ha de decir: las Ánimas, ¿se canta o se reza? Y el dueño de la casa, si todo ha ido bien durante el año, contesta: se canta. Y si ha habido algo malo pues dice: se reza. Es muy bonito todo, mira que me acuerdo de mi infancia y se me saltan las lágrimas.

Ya no podía para la evocación folklórica de la cajera. Los animeros son invitados a penetrar en cada casa a la que llaman y les dan suspiros, el suspiro es un dulce típico, ¿sabe usted?, rosquillas, confituras y buenos “mochazos” de aguardiente, coñac o anís y a veces bailan con las mozas de la familia y se les regala cosas, o propinas o cosas así, de un cierto valor. En mis tiempos los animeros iban en acémilas y en las aguaderas se llevaban los regalos, y era típico que los de la casa cantaran canciones subidos a las nogueras, a una noguera, sí, a un nogal que por la sierra hay muchos, y así recuerdo a mi padre, subido a un nogal y cantando malagueñas, jotas o seguidillas. Y se iba a poner a cantar la cajera cuando Carvalho le enderezó el coloquio.

—¿Dónde podría encontrar yo al animero?

—Es de mal encontrar, porque despacha asuntos en Albacete, pero luego se va por ahí. Es un culo de mal asiento. Mire, mire, escuche qué coplilla he recordado ahora que cantaba mi padre:

A las Ánimas benditas

no se les cierra la puerta

se les dice que perdonen

y ellas se van tan contentas .

22

Tourón arrojó la servilleta y clavó la mirada en la mancha marrón extendida sobre el bolsillo de la chaqueta blanca del camarero. Luego llevó los ojos hasta los del sirviente, estableciendo un pulso que el otro aceptó interrumpiendo el servicio.

—¿Le parece bonito servir la mesa con la chaqueta recién salida de una cloaca?

—Perdone, pero es que no he tenido tiempo de…

—¡Quítesela inmediatamente! No se sirve a los oficiales como si se sirviera en un tugurio de mala muerte.

Se quitó el camarero la chaquetilla blanca y la arrojó sobre un taburete.Llevaba la camisa arremangada y Tourón examinó críticamente los medios brazos desnudos.

—Abotónese los puños de la camisa.

El camarero miró a los restantes oficiales en busca de ayuda, pero sólo Juan Basora se removía inquieto, como dispuesto a intervenir. Se abotonó los puños el camarero y sirvió el potaje de judías con chorizo. El capitán cogió el plato con las dos manos y lo alzó hasta la altura de su nariz, lo olisqueó.

—Seguro que lo han hecho con ese chorizo asturiano que me repite.

Pero dejó el plato en su sitio y empuñó la cuchara. Servidos los platos, ausente el camarero, Basora intervino:

—No le he dicho nada porque no quiero darle agallas a un subalterno en plena travesía, pero no está bien que me lo achante en público.

—¡Llevaba una mancha ignominiosa!

—Ya la he visto. Pero luego se le reprende o se lo dice usted a Germán, que para eso está, él es el responsable del personal.

—Las manchas me dan asco.

Y se obsesionó con el potaje, que a decir de todos estaba bueno, lástima que ya lo hubieran comido igual hacía tres, seis, nueve días. A ver si te preocupas de la intendencia, Germán, que estamos a plato único. El capitán sonreía, pero no les escuchaba, seguía un viaje mental alejado de aquel comedor de oficiales, del que regresó para advertir:

—Corrijan la derrota en cuanto lleguemos al mar de los Sargazos, quiero bordearlo.

—Con taparse los oídos para no oír a las sirenas y llevar una navajita para cortarle los cojones a los pulpos gigantes, visto y no visto. No hay peligro.

—No sea tan gracioso, Basora. El mar de los Sargazos tiene otros peligros no tan mitológicos. ¿Sabía usted que la flota soviética está allí, siempre, agazapada, estudiando la naturaleza de las algas, su origen y esperando la ocasión de intervenir en el Caribe? Hemos de ir a buscar la corriente del Golfo y del Atlántico norte hasta avistar las Azores. Y si ven bancos de algas, cuidado, pueden estar sembrados de minas.

—A mí lo que más miedo me dan son los piratas malayos. Esto está lleno de piratas malayos. El otro día vi a uno siguiéndonos a nado con una daga entre los dientes, pero le tiré un cubo lleno de pescado podrido y ya no le he visto más.

Germán le pegó un codazo a Juan Basora. El capitán o no le había escuchado o no quería darse por enterado. Ahora, el camarero, con una chaqueta nueva, servía filetes de pescado empanado.

—Así me gusta. Así me gusta. ¿Ve usted cómo cambian las cosas? De una chaqueta limpia a una chaqueta sucia cambia todo. Yo el primer plato me lo he comido con asco por culpa de aquella mancha, ya ve usted. En cambio éste me lo comeré a gusto porque lleva una chaqueta preciosa.

Era un “preciosa” más aplicable a una interpretación filarmónica, desmesurado adjetivo para el conato de chaqueta de pijama que se había enfundado el camarero, como era excesiva la sonrisa y la dedicación complaciente del gesto del capitán, vuelto hacia la maravilla del vestuario del camarero.

—¿Lo ven? La pulcritud es una virtud y más en un mundo tan pequeño como éste.

Ginés pretextó haber acabado el apetito y salió al puente para descargar el cuerpo y el ánimo en el pasamanos. Al rato oyó los pasos de alguien que bajaba la escala y Germán se puso a su lado entre resoplidos.

—Joder, cómo está el patio. Está chota, chota perdido. Ahora se ha liado en una conversación con el camarero. Le está contando su vida. A ése lo tenemos que desembarcar con camisa de fuerza. Está peor que el “Cojoncitos”, el fogonero. Pilló una perra entre Maracaibo y La Guayra porque dice que había visto a una tía a bordo, una tía con abanico, por más señas, y en pleno mar. Y no serán las ganas, porque acabábamos de salir de Maracaibo. Me voy a revisar la carga. Se ha puesto pesado porque dice que nos espera mala mar más allá de las Bermudas, y no te extrañe si manda esparcir arena por la cubierta.Tiene más miedo que vergüenza.

Ginés se quedó solo, pero no miraba el mar. Le empezaba a ocurrir lo normal en las largas travesías, sólo existía el barco, el mundo era el barco y el mar acaba olvidándose, como un telón de fondo que sólo merecía atención si se enfurecía, y aun entonces eran los cuatro puntos cardinales del barco los que contaban. Marchó a hacer una revisión rutinaria de los aparatos de medición meteorológica y, en plena comprobación de los índices de humedad, le llegó un aviso del capitán de que le esperaba en el castillo de proa. Avanzó a través de la ruta de los puntales de carga y divisó en la punta del barco a Tourón agarrado a la escala.

—¿Ya le ha dicho Germán que esperamos mala mar?

—Ya lo sabía. Ha llegado en el parte del día.

—¿Por qué no se me ha dicho?

—Se lo he hecho llegar.

—Tenía que habérmelo traído usted en persona para comentarlo. En fin.No tiene importancia. Pero anda usted muy distraído últimamente. Un día de éstos hemos de hablar.“Cherchez la femme?” ¿Quién es la dama?

La no respuesta de Ginés no fue obstáculo para que el capitán iniciara un discurso que apenas le tenía en cuenta.

—Yo le he visto a usted con la dama por Barcelona. Hace ya tiempo.

Creo que fue en la última escala del ochenta y uno o en la primera del ochenta y dos. Eso es. La primera del ochenta y dos, porque era pleno invierno, creo recordar. Me compré un tabardo muy bonito en las rebajas del Corte Inglés, un tabardo azul marino, de lana gruesa, con el forro a cuadros escoceses. Valen la pena las rebajas, sobre todo cuando prácticamente se vive solo como nosotros.Tenemos que cuidarnos de nosotros mismos. ¿Verdad, Ginés? Los puertos están llenos de mujeres que se quedan.Nosotros pasamos. Somos nosotros quienes contamos. Ninguna mujer vale una obsesión. Lo digo por mí mismo y por usted, Le hablo como un padre, mejor dicho, como un hermano mayor.Vi a su novia, en fin, a su asunto, en Barcelona, entonces, y era una mujer muy guapa, muy nuestra, muy española, sí, muy española. Y aunque usted no lo sepa les volví a ver juntos no hace mucho, o sí, sí, ya hace bastante. Fue en la escala del verano del ochenta y dos. Es más. Les he visto otras veces y es que ustedes se exhibían sin recato, por las Ramblas, en los restaurantes, por ahí, por ahí, y yo me los encontraba sin ganas y me daba apuro, porque, me decía, qué hago, les saludo, no les saludo. Es una papeleta. Por eso me gusta ir embarcado. Nunca te encuentras con sorpresas. Siempre ves las mismas caras y ya sabes a qué atenerte. Y no me aburro. Todos los mundos los tengo en este mundo.

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