La Rosa de Alejandría (12 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalban

Tags: #novela negra

—Siempre hay un último viaje.Pero primero he de pasar por Barcelona.

—A ver si lo entiendo. Quieres ir al Bósforo, pero primero has de pasar por Barcelona. Dime de qué va por si me hace gracia a mí también.

—El Bósforo es un último viaje, pero puede no serlo. Necesito saber si alguna vez puedo volver.

—¿A dónde?

—A Barcelona, a esto, a todo.

El vaso de Ginés pedía más banana daiquiri y Germán se lo sirvió.

—¿Encarna?

—Encarna -asumió Ginés desviando los ojos.

17

El timonel mantuvo el barco rumbo a lo largo del pasillo marino formado por las Barbados y las islas de Barlovento. Nada más dejar atrás las Bocas del Dragón habían amainado los vientos hasta desaparecer, como si el obstinado azote se hubiera cebado con Trinidad o con Ginés. Mientras comprobaba la derrota fijada por el capitán, consciente de que su atención y sus gestos obedecían más a un ritual que a la necesidad de comprobar lo tantas veces comprobado, se evadió de la conversación entre Tourón y Germán sobre la proximidad de la isla de Granada y la posibilidad de que encontrasen buques de guerra americanos de patrullaje. Cuando el capitán abandonó el puente de mando para revisar lo que no necesitaba revisar, Germán cantó teatralmente y a voz en grito:

“Adiós Granaaaaaaada

Gra na da míaaaaaaaa”

Trataba de entablar una conversación sobre lo que estaba ocurriendo en la gran laguna del Caribe, pero como si el Atlántico le reclamara atenciones fundamentales una vez salvado el obstáculo visual de las Barbados, Ginés miraba a estribor y Germán seguía razonando para nadie con la vista vuelta hacia babor, hacia las islas de Barlovento.

—¿Pero tanto te interesa la carta?En enero nunca pasa nada por estos mares. Lo único que hay que hacer en esta travesía es ponerse un jersey al llegar al paralelo 30.

Utilizaba la contemplación inútil de la derrota trazada para justificar la poca atención que ponía en lo que hablaba Germán.

—Habrá mar gruesa cuando bordeemos el mar de los Sargazos.

—Como siempre, no te jode. Desviamos la derrota y ya está. ¿Se te ha olvidado el oficio? Toma la “Pilot Chart ” de enero y que te aproveche.

Le dejó Germán ante un océano de papel, cuadriculado, molecularmente compartimentado en cuadrados de cinco grados de latitud y longitud. Ni previsión de temporales, ni depresiones, ni niebla, al menos hasta más allá de la latitud de las Bermudas cuando la derrota empezara a buscar la curva de la corriente del Golfo. En cuanto estuvo solo dejó de preocuparse por lo que no le preocupaba y enfocó los prismáticos hacia la rebasada punta Norte de la Barbados Mayor. El mar se ondulaba con una falsa libertad que terminaba en el horizonte. Era un límite, simplemente un límite falso, una línea sin esperanza. Les empujaban suaves alisios hacia la fingida frontera del Trópico de Cáncer, hacia la real frontera del invierno.Dejó la sala de gobierno y bajó parsimoniosamente por la escala del puente hasta la cubierta superior solitaria y avanzó hacia la proa por entre las lumbreras abiertas al ajetreo del trabajo oculto del buque. A medida que avanzaba hacia la proa implacable y prepotente se imaginaba a sí mismo como un objeto liviano a lomos de aguas precipitadas hacia el sumidero, lo que había podido ser días atrás en Maracas Bay si no hubiera atendido los reclamos del silbato de los vigías. De espaldas al mar, apoyado en la alzada tapa metálica de la escotilla de proa, más allá del inmediato palo de carga, el puente de mando parecía ser el final del buque, como la cabeza de un animal que oculta la continuidad del cuerpo, era su lugar de trabajo su oficina, el final de un recorrido cotidiano entre el más allá de la toldilla de popa donde dormía y el recorrido a través de los entrepuentes, de palo de carga a palo de carga, de escotilla en escotilla hasta llegar a la oficina, papeles, botones, cuadros de mando rectilíneos y electrónicos, terminales de un proceso de cálculo y gestión ensimismados, que ya no pertenecían a una oficialidad reducida al papel de tutores de una autónoma bestia electrónica.

—Llegará un día en que los barcos podrán ser teledirigidos desde tierra por un cerebro electrónico único central, uno solo para todos los barcos del océano.

—Y si ese cerebro se estropea todos los barcos del mundo naufragarán.Chocarán entre sí o contra los rompeolas y los acantilados. Y lo más jodido será que para entonces todo el mar será un inmenso charco de mierda.El final de la aventura. Un asqueroso final para una hermosa aventura que hace siglos acuñó la frase: vivir no es necesario, navegar sí.

—Frente al pesimismo de Juan Basora, piloto y escritor, Germán señalaba el cielo como el taxista hindú de Port Spain. Allí, allí continuaba la aventura.

—¿Qué aventura?

—La carrera espacial.

—¿Una aventura ese viaje programado por una computadora y con esos tipejos vestidos de buzo que no sacan la titola ni para mear?

—Tú no tienes cojones de colgarte allá arriba, cabeza abajo.

—Te la juegas más en un huracán, con vientos por encima de los ochenta y tú en un pesquero persiguiendo sardinas.

—¿Y cuándo has ido tú en un pesquero persiguiendo sardinas?

—¿Y tú qué sabes de mí, tío? ¿Estás casado conmigo?

—Las únicas sardinas que tú has visto en tu vida han sido las de Santurce y bien asadas.

Una travesía daba para cien escenas como ésta, que le crecía en la memoria como si hubiera ocurrido por la mañana en el comedor de oficiales presidido por un televisor y un vídeo que la compañía les había regalado. O tal vez la discusión se había producido cuatro meses atrás. O no se había producido aún, pero se plantearía en cualquier momento, cuando se afronta la hora de la verdad del Atlántico y el mar es un cristal opaco día tras día, bajo un techo de estratocúmulos que silencian las estrellas desde las Bermudas hasta las Azores y las manos están cansadas de jugar a las cartas o de pasarse sobre los ojos tratando de borrar sobras de tedio y migraña.

—Espuma por todas partes, en el aire, en el mar. Espuma que se lleva el viento con rabia sobre un mar blanco como una sábana sucia. Ahí quisiera ver yo a esos meones del espacio.

Creyó ver la sombra de Santa Lucía hacia estribor, pero era improbable que la caediza luminosidad del crepúsculo permitiera vislumbrar la isla a la distancia que mantenían. Se entregó a la ensoñación del hombre vestido de blanco con sombrero de paja y barba de días saltando de isla en isla como si pudiera ensartarlas con una lancha y desde la altura de la lancha borrar con una mano la huella de su estela en el mar.

—¿De paseo?

El capitán Tourón había aparecido de detrás del palo de carga de proa.

Y sin esperar respuesta se puso a andar en la confianza de que Ginés le siguiera.

—¿Aún no ha paseado usted bastante? Temíamos que nos dejara colgados.Algo me dijo Germán de que quería quedarse por aquí, en busca de un carguero pequeño que pudiera capitanear.

—Estoy un poco cansado de “La Rosa de Alejandría”. Siempre es lo mismo.

—Y eso que es usted soltero. Para un casado es mucho peor. Un marino casado las pasa muy putas, Larios, muy putas.

Le molestaba la afabilidad de Tourón casi tanto como sus periódicas indignaciones histéricas a medida que la travesía se hiciera irreversible.

Había un punto sin retorno, aún lejanas las Azores, en que Tourón se convertía en un perro ladrador insoportable, al que sólo Juan Basora se atrevía a enviar a tomar viento.

—Pero se tienen las compensaciones de las llegadas. Yo le he visto a usted pasárselo en grande.

—¿Dónde?

—En Barcelona, por ejemplo.

—Es posible.

—Jodido oficio -masculló Tourón contemplando el océano como si fuera un enemigo.

—Pues yo le he visto a usted pasárselo muy bien en Barcelona, Larios, que muy bien.

Y se reía como sólo se puede reír un idiota cómplice de alguna idiotez.De pronto puso una mano sobre el hombro derecho de Ginés y bajó la voz como si no quisiera que los peces o los albatros se enteraran de su confidencia.

—Hasta que no salgamos de las Antillas no me sentiré a gusto. Aquí va a ver tomate como los americanos se líen la manta a la cabeza, y cuanto más lejos de un zafarrancho mejor. A mí me tocó vivir la guerra de los judíos y los egipcios desde el puente de mando de un petrolero que acababa de meterse en el mar Rojo. No se lo deseo ni a mi cuñado, y cuidado que no lo puedo tragar. Tenía la garganta tan ocupada por los huevos que no probé bocado hasta que di marcha atrás y me planté en Yibuti a toda máquina.Por si acaso he puesto a Pons en la serviola con la orden de que me dé parte hasta de los mosquitos que vea.Y que no le quiten ojo al radar hasta que nos pongamos el jersey. Y la banderita a punto, porque no será el primer caso que primero te pegan el bombazo y luego te dan excusas. Por estos mares hay más tráfico de armas que de cacahuetes.

Y se rió su propia gracia, mientras la noche subía de tono y eximía a Ginés incluso de la complicidad de una sonrisa.

—Imagínese usted…

Tourón hablaba, pero en realidad se comentaba algo así mismo.

—Imagínese usted…

—¿Qué?

Tourón le miraba ahora como si valorase a priori su capacidad de comprensión o como si estuviera fascinado ante las dimensiones de lo que estaba imaginando.

—Imagínese usted que tiran una bomba atómica.

—¿Dónde?

—Por aquí. Un día u otro la van a tirar. Esto está que hierve. He hecho mis cálculos y en el caso de que la bomba caiga a menos de dos millas del buque no queda de nosotros ni para los peces. Entre las dos y las cuatro millas nos dejan malparados y ya veríamos. No olvide lo que le digo, ya se lo he advertido a Germán y se lo comunico a usted porque si a mí y a Germán nos pasa algo usted es el llamado a responsabilizarse del barco, no lo olvide. En el caso de que la bomba caiga a una distancia no catastrófica en sí misma, desde luego, pero suficiente para que la radiación térmica provoque una onda de aire y una enorme ola, hay que poner la popa al Punto Cero, en dirección al punto donde se produce la explosión. Una bomba de cien kilotones provoca una primera ola que a los doce segundos tiene 53 metros de altura y ha llegado a seiscientos metros del Punto Cero, y después de esta primera ola vienen otras cada vez más pequeñas, pero cuidado, porque vete a saber cómo ha quedado el barco después de la primera. A los dos minutos y medio de la explosión la altura media de las olas es de seis metros. No lo olvide, Larios, en cuanto se enteren del bombazo, la popa hacia la explosión y a verlas venir.

18

En el alto de Almansa se abrieron las puertas del viento y en el descenso hacia Albacete y La Mancha, ante el coche de Carvalho se cruzaron secas zarzas desesperadas y al capricho del vendaval. De cinc invernal los cielos y la tierra prometían frío y necesidades de calor, intimidad, sueño, vino espeso. Todo el paisaje parecía resignado a esperar el milagro de la aún lejana primavera y rechazaba la mirada del forastero en busca de un rasgo de ternura de la naturaleza. Desnudos los escasos árboles, ateridos los matorrales, de piel de gallina la tierra entre el ocre y el gris, tejados pardos, muros blancos agrisados por la luz de invierno y así un pasillo largo de horizontes iguales a sí mismos hasta llegar a la promesa de Albacete, a la mismísima Albacete prematuramente atardecida por el cielo encapotado. El Bristol Gran Hotel tenía una habitación para él y el incentivo del restaurante regentado por su dueño, El Rincón de Ortega, laboratorio de la nueva cocina manchega según había oído en cierta ocasión por la radio, qué radio no importaba. En la recepción, un cliente con aspecto de viajante retiraba con precipitación las entradas para un partido de fútbol. Era domingo. Domingo en Albacete, se avisó a sí mismo cuando se hizo cargo de las cuatro paredes de una habitación individual con ventana que daba a un patio interior y una almohada que daba a un techo. Y en el techo los ojos de Carvalho se empaparon de depresión y de ganas de salir corriendo a cualquier parte.

—¿Quién juega?

El desconcierto del recepcionista duró unos segundos, antes de hacer una silenciosa indagación dentro de sí mismo y deducir que jugaban el Albacete y el Jerez.

—Se me han acabado las entradas.Pero si se da prisa en el campo le venderán.

Siguió las indicaciones del recepcionista, calle Marqués de Molins arriba, y en el parque de los Mártires pilló la rezagada retaguardia apresurada de la hinchada albaceteña. Iban abrigados como samoyedos y se lo merecía la tarde. Parecían los únicos supervivientes de la ciudad dividida entre el televisor estufa y el partido de fútbol de segunda B, segundo grupo. Fueran las dimensiones del terreno de juego o la inmediatez de las gradas, Carvalho tuvo la impresión de volver a ser protagonista de un partido de fútbol de su infancia, aquellos partidos de fútbol de treinta contra treinta, una pelota de papel de periódico y cordel o de goma reventada por zapatos de posguerra con puntera reforzada con chapa. De segunda división para abajo los jugadores van más por la pelota, dedujo esta verdad objetiva de la cantidad de piernas que se afanaban por darle al bichito que rodaba de aquí para allá, como tratando de escapar de aquella jauría de músculos. Se oía el ruido de las pisadas de los jugadores, de las patadas contra el cuero de la pelota y contra las piernas ajenas, el resoplar de los extremos corredores y las imprecaciones ante la brutalidad o el fracaso. Hasta se oyó un: “Me cago en tus muertos”, que Carvalho no supo atribuir, aunque le pareció que surgía de las filas del Jerez. La tribuna principal se dividía en dos zonas, la más céntrica, semiocupada por el patriciado de la ciudad, desganado y poco entusiasmado por el espectáculo, y la restante, donde se amontonaba la hinchada mesocrática, solidez de origen agrario en los cuerpos y la muy loada contención manchega en las actitudes. De los rótulos publicitarios que bordeaban el terreno de juego a Carvalho se le impuso el mensaje que emitía: Informática Albacete. Sin duda ya habría calculadores en disposición de dar la proporción exacta de leches para que los quesos manchegos salieran redondos.

—Mansilla no tiene su día.

La voz había salido de detrás de una bufanda y el propietario se frotaba las manos y pateaba el suelo de cemento de la grada como si esperara una respuesta de calor desde las profundidades de la tierra.

—No. No tiene su día.

—Y cuando quiere puede.

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