La Rosa de Asturias (64 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

—Hay un hombre que aún está con vida, majestad. Se llama Philibert de Roisel, uno de los caballeros armados del conde Eward. Un par de pastores lo acogieron y lo curaron. Ya había sido herido con anterioridad, así que cuando empezó el ataque, fingió estar muerto y logró engañar a los enemigos.

—¡Un sobreviviente! He de hablar con él.

El rey se dirigió apresuradamente a la puerta, pero la voz del mensajero lo detuvo.

—Nos vimos obligados a dejar a Philibert con los pastores; estaba demasiado débil para viajar.

El rey se volvió hacia el hombre.

—¡He dicho que debo hablar con ese hombre! ¿A cuánta distancia de aquí se encuentra la choza? ¿A cuatro o cinco días a caballo?

—Más bien a seis, majestad.

—¡Hemos de llegar con mayor rapidez! Partiremos en media hora. Me acompañarán quinientos hombres montados en los caballos más veloces; el resto del ejército continuará su camino según lo planeado.

—¿Y si los sarracenos atraviesan el paso con un gran ejército y amenazan Aquitania, majestad?

Carlos le lanzó una mirada airada a su interlocutor.

—Si el emir de Córdoba hubiese reunido huestes más numerosas en el norte lo sabríamos. ¿Acaso crees que no tengo espías en España? Es de suponer que las levas del conde de Gascuña podrán enfrentarse a una patrulla, ¿no?

—¿Y si se produjera una rebelión? —adujo el joven con voz temerosa.

Aunque Carlos no tenía ganas de perder el tiempo discutiendo, igualmente respondió a su pregunta.

—Si los gascones realmente osaran rebelarse contra nosotros, en cuanto hayamos acabado con los sajones regresaremos a estas tierras y nos encargaremos de que en toda Aquitania nadie vuelva a elevar la voz contra los francos. ¡Y ahora ven! Los caballos aguardan.

Tras esas palabras, Carlos abandonó la casa en la que se había alojado. Entonces el hecho de haber concedido unos días de descanso a su ejército supuso una ventaja y, debido a ello, el camino hacia el sur no resultaba tan largo como si hubieran seguido adelante a marchas forzadas. No obstante, tardaría al menos dos semanas en volver a reunirse con sus guerreros, y eso solo si no se producían otras incidencias en el sur. Ante la casa se había reunido una multitud acalorada, entre la cual también se encontraban algunos de los guerreros más próximos a Carlos, que ahora trataban de abrirse paso hasta él. El rey alzó la mano con gesto autoritario.

—¡Conservad la calma, hijos míos! Veréis que todo saldrá bien.

—¿Es verdad que el prefecto Roland ha sido aniquilado junto con todo su ejército? —osó preguntar uno de ellos pese a las palabras tranquilizadoras del rey.

—Por ahora solo es un rumor. E incluso si fuera verdad, de ninguna manera puede hablarse de un ejército aniquilado, sino solo de un pequeño grupo. He de reprocharme no haber dejado una cantidad suficiente de guerreros con Roland, debido a que quería atacar con fuerzas más poderosas a los sajones. Fueron ellos quienes al romper sus sagrados juramentos nos obligaron a interrumpir la campaña militar en España, así que también son los culpables de lo ocurrido. ¡Si fuera verdad que en el desfiladero de Roncesvalles se ha vertido buena sangre franca, los sajones lo pagarán! Continuad vuestro camino, guerreros míos, y dirigid vuestra justa ira contra ese pueblo. ¡Que cada mandoble que les asestéis sea una venganza por Roland y sus guerreros!

Durante unos instantes reinó el silencio, tras el cual se alzó un grito salvaje.

—¡Venganza para Roland! ¡Muerte a los sajones!

El rey asintió con expresión satisfecha. Este ya no era el ejército que había fracasado ante las puertas de Zaragoza y que tuvo que emprender la marcha al otro extremo del reino como un perro apaleado. Una cólera ardiente se había apoderado de esos hombres, así como el deseo de venganza.

—Los sajones pagarán por su traición y por nuestros muertos —dijo Carlos en voz baja, al tiempo que indicaba al conde Gerold, su cuñado, que se acercara—. Tú comandarás el ejército durante mi ausencia. Marchad con rapidez para que los sajones vean nuestras espadas cuanto antes. ¡Y ahora, con Dios!

Dicho esto, Carlos echó a correr hacia su escudero, que le traía su semental y sostenía el estribo. Mientras montaba, Carlos dedicó un breve pensamiento a su hijo Ludovico, al que Hildegarda había dado a luz hacía poco. Ese año no solo le había proporcionado desgracias, sino también alegrías.

Antes de partir alzó la mano brevemente.

—¡Guerreros míos! Mañana cabalgaréis bajo el mando del hermano de mi mujer para derrotar a los sajones. Pero antes de hacerlo, bebed una copa de vino a la salud de mi hijo Ludovico. ¡Creo que un día se convertirá en un buen rey para Aquitania!

—Pues aún tendrá que crecer un poco —exclamó uno de los hombres—. ¡De momento el pequeño todavía cabe en una panera!

Resonaron carcajadas y, pese a la tensión, el rey tuvo que sonreír. La idea de proclamar a Ludovico rey de Aquitania se le había ocurrido de un modo espontáneo, para halagar el orgullo de los nobles de esa tierra, así que unos cuantos se preguntarían si sería mejor unirse a una rebelión o tomar partido por los francos. Todo hombre que en Gascuña no empuñaba las armas contra él suponía un beneficio.

2

El rey cabalgaba con rapidez. Una avanzadilla se encargaba de que él y su tropa siempre dispusieran de caballos frescos y que no hubieran de esperar más de lo necesario para comer o pernoctar. A pesar de las prisas, Carlos se mantenía atento, pero para su gran alivio no había indicios de una rebelión. Los nobles en cuyos castillos se alojaba le informaron de que algunos jinetes recorrían la comarca de noche incitando a la rebelión, pero que eran muy pocos los que les abrían las puertas.

Aunque el rumor de la derrota de Roland ya había circulado, la pronta aparición del rey y sus caballeros hizo que varios nobles gascones decidieran aguardar hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Frente a Carlos negaron la participación de sus hombres en la batalla con mucha vehemencia y afirmaron que el ataque había sido llevado a cabo por tropas sarracenas.

Carlos los escuchó, fingió creerles y no dejó de repetir que entregaría el reino de Aquitania a Ludovico, su hijo recién nacido. Pero en el fondo de su corazón tenía prisa por alcanzar la choza en la que recibía cuidados Philibert de Roisel para averiguar qué había ocurrido realmente.

Cuando por fin alcanzó la meta, lo primero que vio fueron dos pastores que parecían dudar entre ocultarse en el bosque o aproximarse.

Carlos los saludó y vio que sus rostros preocupados se relajaban. Uno de ellos se acercó arrastrando los pies y se detuvo ante él.

—Eres el rey, ¿verdad? Te vi hace unos meses, cuando te dirigías a España.

Como el pastor no estaba acostumbrado a tratar con un soberano, se dirigió a él como si fuera el cabecilla de una tribu.

—¿Cómo se encuentra Philibert de Roisel? —preguntó el rey, haciendo caso omiso de las palabras del hombre.

Este entrecerró los ojos.

—No sabíamos que se trataba de un señor de alcurnia. Viajaba en compañía de un muchacho. Lo encontré y lo traje aquí con la ayuda de mi amigo.

—¿Dices que lo acompañaba un muchacho?

El pastor asintió.

—Sí, pero tras un par de días, le ordenó que se marchara. Creo que el chico debía dirigirse a España en busca de alguien.

—Así que ha sobrevivido alguien más —murmuró Carlos, íntimamente aliviado pese a que la cifra había de ser muy escasa. Si más guerreros hubiesen logrado huir, ya haría tiempo que los habrían encontrado—. ¡Deseo ver a Philibert! —exclamó el monarca, y se acercó a la puerta que el pastor se apresuró a abrir.

El interior de la choza, estrecha y oscura, estaba invadido por el humo del hogar. Debido a ello el rey tardó un momento en descubrir el camastro donde yacía Philibert. Este ya lo había reconocido y quiso incorporarse, pero Carlos le indicó que no se moviera.

—¡Quédate tendido! ¿O acaso pretendes que tu herida vuelva a abrirse? Necesito que te restablezcas lo antes posible.

—Majestad, yo… —Los ojos de Philibert se llenaron de lágrimas. Jamás habría imaginado que el rey en persona se molestaría en ir a verlo, pero enseguida comprendió que el propósito de su viaje era obtener un informe lo más detallado posible sobre la batalla. Por eso rogó al pastor que le alcanzara un poco de agua y, después de beber un par de tragos, empezó a hablar.

Los pastores habían ofrecido una escudilla de leche de oveja, un trozo de pan duro y un poco de queso al rey, pero este no llegó a comer nada porque escuchaba a Philibert presa de la más absoluta tensión. Planteó su primera pregunta solo cuando este hubo acabado.

—Dices que los atacantes eran vascones y gascones.

—¡Sí, Majestad! Los vi perfectamente. Aunque también había sarracenos entre ellos. Al principio estos se limitaron a dispararnos flechas, pero cuando se trató de degollar a nuestros camaradas heridos, participaron con entusiasmo.

—¡Infieles y cristianos conjurados contra mis hombres! ¿Acaso los vascones y los gascones se han vuelto locos, por Jesucristo?

El rey apenas daba crédito a lo oído, pero entonces recordó que el conde Eneko también había intentado negarle la ayuda y soltó una amarga carcajada.

—Lo único que faltaba es que los astures se hubieran puesto de parte de nuestros enemigos.

—Ese no fue el caso —dijo Philibert—. No nos enfrentamos a un número muy grande de enemigos, pero ellos contaban con la ventaja que ofrecía el terreno y supieron aprovecharla. Las piedras y las flechas llovieron sobre nuestras cabezas, y como Eward…

—¿Qué hay de mi hermanastro? —preguntó Carlos en tono duro.

—No quisiera criticarlo, pero por su culpa el ejército se dispersó cada vez más hasta que se produjo un hueco, de forma que los atacantes nos separaron y pudieron diezmarnos también desde el centro.

—¡Pero vosotros estabais acompañados por los rehenes! Eso debería de haber impedido que los vascones os atacaran —exclamó el rey en tono acalorado.

Philibert negó con la cabeza.

—Creíamos que los rehenes iban con vos, porque desaparecieron tras vuestra partida.

—Yo no me los llevé, sino que le encomendé a Eward que se ocupara de ellos.

—Al igual que muchas de las órdenes que recibió, Eward tampoco cumplió con esa. Si hubiera informado de que los rehenes habían desaparecido, Roland podría haber exigido otros al conde Eneko. ¡Pero como no lo hizo, creíamos que todo estaba en orden y marchamos ciegamente a la perdición!

La voz de Philibert se quebró y en ese momento aborreció a Eward casi más que a los sarracenos y los vascones.

Carlos advirtió la amargura que rezumaban las palabras de su guerrero y de la que en el fondo él mismo era culpable. Había amado a Eward como a un hijo y hecho caso omiso de sus defectos durante demasiado tiempo, lo cual había acarreado la muerte de muchos hombres valientes. De pronto, la cólera que sintieron los guerreros que debían marchar contra los sajones empezó a invadirlo a él también. Lo que más le habría gustado en ese momento era ordenar al ejército que regresara para castigar a los que habían aniquilado a las huestes de Roland, pero se controló de inmediato: recorrer esas montañas para asesinar a unos cuantos miserables pastores tenía escaso sentido. Solo supondría que los sajones ganaran más tiempo para asolar la región oriental de su reino.

«¿Y no sería esa precisamente la intención del señor de Córdoba?», se preguntó. Si en aquel momento emprendía una campaña contra los vascones, con ello los debilitaría y permitiría que los sarracenos los sometieran con mayor facilidad. Pero de momento, él mismo no se encontraba en situación de establecer una base sólida al sur de los Pirineos. Antes de que ello ocurriese, debía castigar a los sajones por su deslealtad y encargarse de que la paz también reinara en las otras fronteras de su reino.

Tomar dicha decisión no le resultó fácil, porque la sangre derramada en Roncesvalles clamaba al cielo por venganza. Carlos inspiró profundamente y palmeó el hombro de Philibert.

—Me alegro de que sigas con vida.

—Otros tuvieron menos suerte que yo —contestó el joven guerrero en tono apesadumbrado.

—En efecto —asintió Carlos—. Por eso deberías estar muy agradecido a nuestro Redentor por haberte salvado. Bien, ahora escúchame con atención: nadie debe enterarse de lo que ocurrió realmente en Roncesvalles, porque podría incendiar Gascuña y más allá, toda Aquitania.

—Pero no podemos ocultar todas esas muertes —objetó Philibert.

—Desde luego —dijo el rey, dándole la razón—. Pero si circulara la noticia de que unos cuantos miserables pastores de montaña aniquilaron un ejército franco con hondas, de esas con las que juegan los niños, otros podrían seguir su ejemplo. Para nosotros, eso significaría emprender un sinfín de luchas contra sajones, frisos, bávaros, longobardos, sorbos, gascones y otros pueblos. Y eso es lo que hemos de impedir con todas nuestras fuerzas.

El rey reflexionó unos instantes y luego sonrió con aire de tristeza.

—Has de informar de que vuestra retaguardia fue perseguida y atacada por un enorme ejército sarraceno y luego hacer que monjes eruditos redacten el informe. Debes decir que os superaba en número cinco…, no: diez veces, pero que resististeis durante tres días y que ellos lo pagaron con tanta sangre que después ya no estaban en condiciones de atravesar el paso, tal como habían planeado, e invadir Aquitania. ¡Eran sarracenos!, ¿entendido? No eran salvajes de las montañas vestidos con vellones de oveja. Y será mejor que también digas que el emir recibió el apoyo de un poderoso ejército africano y que solo entonces osó perseguiros. Informa acerca de la heroica lucha de Roland y di que cayó como el último de su ejército tras haber dado muerte a tres reyes enemigos con su propia mano.

—Pero yo quedaría como un cobarde señor, como alguien que huyó en vez de morir en combate —objetó Philibert.

Carlos se limitó a tranquilizarlo con una sonrisa amistosa.

—Cuando regresé tras recibir la llamada de un mensajero y obligué a huir a los últimos sarracenos, te encontramos gravemente herido bajo un montón de cadáveres. Mi presencia te salvó la vida.

Carlos no dejó lugar a dudas: quería que el informe sobre la batalla fuera exactamente como él acababa de idearlo.

Al principio Philibert no entendió el propósito del rey, pero entonces se dio cuenta de que la noticia sobre la catástrofe de Roncesvalles podía provocar numerosas pequeñas rebeliones y asintió con la cabeza, aunque con expresión dubitativa.

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