La Rosa de Asturias (68 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

Y también había otros motivos. Quería decidir por sí misma a qué hombre entregaba su cuerpo. Por desgracia, no había mucho donde elegir. Para arrebatar a Okin el puesto obtenido mediante la traición necesitaba un aliado poderoso y como precio por su ayuda solo podía ofrecerse a sí misma y el hecho de que la sangre de los antiguos jefes fluía por sus venas.

Tal vez se vería obligada a preguntarle a Danel si quería casarse con ella. Aunque era uno de los seguidores de su tío, seguro que no rechazaría la oportunidad de convertirse en el jefe de la tribu, y quizá también la de ocupar el puesto de Okin en Nafarroa, mediante un matrimonio. ¿O acaso sería más astuto aliarse con Amets de Guizora y tomar por marido a uno de sus hijos?

Tras reflexionar un momento, Maite se dio cuenta de que no tenía ganas de renunciar a su libertad como mujer a favor de uno de esos hombres y se consoló pensando que la vida casi nunca proporciona lo que uno desea.

9

Maite no logró hablar con Konrad hasta la mañana siguiente. Este llegó al jardín poco después del amanecer y empezó a trabajar en un punto muy alejado; luego, a medida que se atareaba en un cantero tras otro, fue acercándose como por casualidad a la ventana pero evitando alzar la vista.

Maite, abrumada de inquietud, admiraba la paciencia de Konrad. Cuando por fin el franco se acercó lo suficiente para oír sus palabras, abandonó el jardín. Al verlo, Maite se entregó a los demonios, pero entonces vio que regresaba con un cesto lleno de pequeños guijarros blancos que empezó a extender en el sendero bajo la ventana, haciendo tanto ruido que se hubiese visto obligada a gritar para que él la oyese. Desesperada, se preguntó qué se proponía, pero enseguida vio que el guerrero cautivo, como si hubiera adivinado su pregunta, hacía un breve movimiento lateral con la cabeza. Entonces lo comprendió: junto a una de las otras ventanas había alguien que podía escuchar la conversación.

Konrad tardó un buen rato en acabar de extender la gravilla y empezar a quitar las malas hierbas justo debajo de la ventana de Maite.

—Ahora podemos hablar —dijo Konrad en voz baja.

—¿Qué pasaba? —preguntó ella, aferrándose a la celosía.

—¡El eunuco Tahir! Quería saber cuándo acabaría. Quizá desea que vaya a por el vino de inmediato.

—Entonces hemos de darnos prisa. Ermengilda está impaciente por huir y cuenta con que nosotros la ayudemos.

—¡Desde luego!

Maite notó cierta desconfianza en su voz y se dijo que él aún no había acabado de aceptar que tenía que aliarse con ella, pero como era la única que podía ayudarle, no le quedaría otro remedio.

—Ermengilda te ruega que hagas todo lo posible para que ella pueda escapar de los sarracenos cuanto antes. Teme al emir y sufre mucho —dijo, y en ese preciso instante oyó que la puerta de la habitación se abría—. ¡Cuidado! Viene alguien —advirtió a Konrad, tras lo cual corrió al diván y cogió el puñal. Cuando Tahir entró en la habitación y vio el arma, retrocedió hasta el umbral y la contempló.

—¿Deseas algo? —preguntó el eunuco.

«Sí, que desaparezcas en el acto» —pensó Maite, pero se esforzó por sonreír.

—Quisiera comer algo y también otro vestido. Este está empapado de sudor.

—Me encargaré de ambas cosas.

El eunuco inclinó la cabeza y abandonó la habitación. En cuanto cerró la puerta, Maite volvió a acercarse a la ventana.

—Ahora podemos hablar, pero hemos de darnos prisa. ¿Ya has ideado un plan para llevar a cabo la huida?

—Al menos en parte. Primero hemos de conseguir dinero y tardaré un par de semanas en reunir unas monedas.

—No podemos esperar tanto tiempo.

Maite reflexionó. No se le ocurría el modo de conseguir dinero, pero quizás Ermengilda podría ayudar. Un bordado de perlas y piedras preciosas cubría uno de sus vestidos y era de suponer que el valor de esa prenda les permitiría viajar desde Córdoba a Iruñea sin tener que renunciar a ningún placer.

—Podría conseguir dinero, o mejor dicho, un par de piedras preciosas.

Konrad estaba a punto de preguntarle qué pretendía que hiciera con ellas, cuando se le ocurrió que Eleazar seguramente se las cambiaría por unas monedas, lo cual le permitiría de paso dar una pequeña recompensa al amable médico.

—¡Entonces hazte con ellas! —exclamó en voz baja, y se secó el sudor de la frente—. Hace demasiado calor, he de terminar.

—¿Cuándo volveremos a hablar? —insistió Maite.

—En cuanto tengas las piedras preciosas —respondió Konrad, quien dio media vuelta y volvió a abandonar el jardín. Uno de los criados salió a su encuentro junto a la puerta.

—¿Y bien? ¿Procuraste echar un vistazo a las mujeres de nuestro amo? Pues te advierto que allí no verás a ninguna: a excepción de la nueva, todas están alojadas en otra parte. ¡Y te aseguro que aquella es una bestia salvaje! Deberías de haber visto a Fadl después de que… bueno, ya sabes… haberlo hecho con ella. ¡Como si hubiera luchado con un oso! A Tahir le clavó el puñal en la barriga; si no fuera tan gordo ya estaría en el paraíso con las huríes.

Aunque Konrad había visto los arañazos en el rostro de Fadl Ibn al Nafzi, no los relacionó con Maite. La muchacha debía de haberse defendido de él como una leona; su coraje lo impresionó, máxime al comprender que el bereber la había violado. Eso no hizo sino aumentar el odio que sentía por ese hombre. «Un día también pagarás por eso, Fadl Ibn al Nafzi», se juró a sí mismo, y siguió caminando sin responder al criado, que soltó una carcajada al tiempo que señalaba la puerta.

—Irás a casa del judío Eleazar, a por la medicina que nos ha prometido. El esclavo Ermo cuidará de que no te escapes.

Konrad se volvió e hizo un ademán negativo con la mano.

—¿Adónde habría de ir, sin dinero y vestido con estos harapos?

El otro volvió a reír y llamó a Ermo, que dobló la esquina y lanzó una mirada amenazadora a Konrad.

—Hemos de ir a por vino. Tú cargarás con él, pero yo llevaré las negociaciones con el médico.

Konrad comprendió muy bien a qué se refería Ermo: lo que le importaba era el dinero que podría embolsarse durante la compra del vino, con el fin de preparar su fuga. Antes de la conversación con Maite se hubiese enfadado, puesto que él también necesitaba dinero. Pero como la vascona le había hablado de perlas y piedras preciosas se rio de Ermo, que se vería obligado a reunir penosamente un dirham tras otro.

—Si durante el regreso no derramas ni una gota, me encargaré de que tú también recibas una copa.

«Si crees que puedes despacharme con tan poco…», pensó Konrad con una sonrisa, pero asintió y se relamió los labios.

—¡Muy amable de tu parte!

Ermo sonrió y aceleró el paso. Cuando alcanzaron la casa del médico, Amos, el niño negro, les comunicó que Eleazar había salido a visitar a un paciente, pero que no tardaría en regresar.

—Mientras tanto puedes escanciarme una copa de vino —dijo Ermo, tomando asiento.

Amos contempló a Konrad y decidió traer dos copas. Después de servir a Ermo vino de un jarro destinado a los bebedores secretos, llenó la copa de Konrad con un licor espeso como la sangre y que su amo reservaba como remedio reconstituyente para los enfermos.

Cuando el niño regresó, Ermo le arrancó la copa de vino de la mano y la vació de un trago. Luego soltó una carcajada irónica.

—¡Un trago así siempre sienta bien! Y este aún más, porque no he tenido que pagarlo.

Konrad solo tomó unos sorbos. Ya no estaba acostumbrado a beber vino y no quería emborracharse por temor a volverse demasiado locuaz y soltar cosas que no incumbían a Ermo ni al médico. Si bien Eleazar se había mostrado dispuesto a ayudarles a él y a Maite, el hecho de que quisieran liberar a una mujer del harén del emir quizá lo impulsara a delatarlos.

Cuando el médico regresó a casa y saludó amablemente a sus inesperados huéspedes, la copa de Konrad aún estaba medio llena, mientras que Ermo ya anhelaba otro trago.

—Zarif nos ha encargado que recojamos la medicina que te encargaron. Todos los habitantes de la casa están muy… resfriados, un resfriado que solo se cura mediante ese zumo especial —fue el alegre saludo de Ermo mientras hacía tintinear las monedas que había recibido.

—¿Cuánta medicina quieres? —preguntó Eleazar, preparándose para un regateo prolongado dado que en cada ocasión Ermo intentaba reducir el precio al máximo para poder embolsarse más dinero. Si Konrad se lo hubiera pedido, es posible que se hubiera dejado ablandar y le hubiese dejado el vino al mismo precio que había pagado por él. Pero ahora se mantuvo firme y se negó a rebajarlo aún más que de costumbre.

—¡Condenado judío! ¡No pienso pagarte tanto! —gritó el franco.

—Eres libre de visitar a otro médico y comprarle tu medicina —dijo Eleazar señalando la puerta.

Como Ermo sabía muy bien que otros judíos le cobrarían un precio todavía más elevado o que incluso tendría que irse con las manos vacías, se quedó sentado.

—De acuerdo. Pero entonces quiero que tu negro me sirva otra copa —exigió, y se la tendió a Amos quien, tras ver que su amo asentía, la cogió y desapareció.

Durante la ausencia del niño, Ermo pagó a Eleazar el precio acordado y se guardó las monedas ahorradas en el cinto. Era una suma muy pequeña, pero si lograba embolsársela cada vez que salía a comprar, al cabo de unas semanas habría reunido una cantidad suficiente para poder emprender la huida con cierta expectativa de éxito.

—Que Amos te sirva otra copa cuando regrese. Entre tanto echaré un vistazo a las lesiones de Konrad.

Ermo sonrió maliciosamente, porque mientras el médico trataba a Konrad, él podía quedarse allí y beber un jarro entero a costa del judío.

—¡No tengas prisa! No me importa esperar con una copa llena en la mano.

Cuando Amos entró con una gran jarra de barro, Ermo le tendió la copa. Eleazar dejó de prestarle atención e invitó a Konrad a acompañarlo a la planta superior. Una vez allí, le indicó que se desvistiera.

—Las heridas van siguiendo su curso, pero si no aplico una pomada, las cicatrices se trabarán y podrían incomodarte —dijo, al tiempo que abría un bote y empezaba a untar la espalda de Konrad. Aprovechó la ocasión para formularle la pregunta que no dejaba de rondarle la cabeza.

—¿Ya sabes qué harás? Mientras ese canalla te acompañe no podrás hacerte con dinero.

—El dinero no supone un problema, pero hemos de vender unas perlas y unas pequeñas piedras preciosas —dijo Konrad.

Eleazar arqueó las cejas.

—¿Piedras preciosas, dices? Entonces supongo que la dama logró ocultar algunas. No se las ofrezcas a cualquier joyero, tráemelas a mí. Si yo las vendo, obtendré un precio mejor.

—¡Te lo agradezco! Resultaría bastante extraño que un esclavo vendiera piedras preciosas, y si acudo a un joyero es posible que me delate a mi amo. Tu ayuda no será en vano: te ofrezco la cuarta parte del valor por realizar la transacción.

—Eres generoso, esclavo. Aunque a nadie se le oculta que la libertad es un bien que no tiene precio.

Eleazar sonrió. De una u otra forma, habría ayudado a ese extranjero como una forma de vengarse del bereber, aunque desde luego no tenía ningún inconveniente en recibir una pequeña ganancia suplementaria.

—Escúchame bien, franco —dijo—. Ignoro de cuánto tiempo disponemos, así que te enseñaré algunas palabras de mi lengua, de esas que un hombre de mi pueblo utiliza en el trato con musulmanes y cristianos. Por suerte no son muchas. Dado que tú no dominas la lengua sarracena y tampoco la de los cristianos españoles como si fueras un lugareño, has de hacerte pasar por un judío del norte. Lo mejor será que finjas ser un tratante de esclavos que viaja de regreso a su casa. Como los sarracenos necesitan esclavos con mucha urgencia, no te molestarán.

—¡No, eso ni hablar! —protestó Konrad en tono indignado y más brusco de lo que el médico merecía.

—¡Pero es la mejor solución! Los francos tomáis muchos prisioneros durante las guerras y los entregáis a mis correligionarios para que estos se encarguen de venderlos. Como los musulmanes son los que mejor pagan, en su mayoría dichos esclavos son trasladados a España. ¡Si te crees mejor que los tratantes de esclavos, piensa en quiénes los obligan a aceptar la mercancía humana!

Konrad notó la contrariedad de Eleazar y cedió.

—Lo siento. No pretendía criticarte a ti ni a tus amigos.

—Tampoco supuse que era tu intención —dijo Eleazar y le pidió que se diera la vuelta para poder untarle la cara, el pecho y los muslos. Mientras lo hacía, fue diciendo palabras en su lengua, le explicó su significado e hizo que las repitiera hasta quedar satisfecho con la pronunciación.

—Necesitarás una barca: es el mejor medio para abandonar la ciudad. Podría ayudarte a conseguirla, y también un par de mulos. Ningún mercader que pueda permitírselo recorre semejante distancia a pie ni permitiría que lo hiciera su mujer. Además, así lograrás engañar a quienes te persigan: seguro que no buscarán a un judío que recorre tranquilamente su camino.

Eleazar había desarrollado un plan tan astuto que Konrad se quedó boquiabierto. Sin embargo, el médico no olvidó que debían ser cautelosos, así que puso fin a la conversación en cuanto acabó de tratar las heridas. Una vez hubo terminado, le dijo a Konrad que se vistiera y lo siguiera a la planta baja. Allí se lavó las manos y observó que Amos llenaba algunos jarros de vino.

Entre tanto, Ermo había vaciado la tercera copa y sostenía una cuarta en la mano, sonriendo tan ampliamente como si Konrad y el médico fueran sus mejores amigos. Le dio una palmadita a Amos en la cabeza y cogió el brazo de Konrad, aunque este debía cargar con la pesada cesta. Mientras recorrían las estrechas callejuelas se dedicó a parlotear como un descosido.

—¡Así la vida se deja soportar! Pero cuando Fadl regrese, los buenos tiempos habrán acabado. Entonces volverá a reinar el látigo y para beber solo nos darán agua, como a los bueyes. Pero no pienso esperar hasta entonces, amigo mío; pienso largarme mucho antes. La gente de Fadl bebe hasta caer debajo de la mesa y entonces, cuando estén completamente borrachos, me pondré uno de los atuendos de Zarif, cogeré una yegua de la caballeriza y trotaré a casa como un señor. Quizás incluso te lleve conmigo, porque es más agradable viajar acompañado que solo.

Konrad le lanzó una mirada de asombro. Hasta entonces solo le había parecido un individuo desagradable al que únicamente le interesaba el beneficio que pudiera obtener de todo . Si Ermo empezaba a desarrollar sentimientos de camaradería por él, ello resultaría fatal para sus propios planes. Así que Konrad albergó la esperanza de que, una vez pasada la borrachera, Ermo no recordara esa promesa hecha a medias. Por otra parte, también existía el peligro de que su huida se convirtiera en la perdición de él, de Ermengilda y de Maite, porque después la gente de Fadl Ibn al Nafzi lo vigilaría mucho más y no le permitiría salir de la casa a solas.

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