La Rosa de Asturias (32 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

Los dos emisarios abrieron los saquitos, echaron un vistazo al interior y comprobaron que cada uno contenía más oro del que habrían podido sustraer del cofre. Su rostro expresaba un asombro infantil y sus palabras de agradecimiento revelaron a Abderramán que harían todo lo posible por interceder a su favor ante sus señores.

5

Tras despedirse de los dos emisarios, Abderramán pensó en retirarse al silencio de su harén y dejarse masajear el cuello tenso por su odalisca predilecta, pero mientras se dirigía hacia allí se dijo que su estado de ánimo era menos importante que los asuntos de estado. Con esta consideración en mente, dio media vuelta para encontrarse con el siguiente emisario, al que le había dispuesto unos aposentos especiales. Como emir de Córdoba y señor de la mayor parte de la península, podría haber recibido a ese hombre en sus salas de audiencia, al igual que a los hombres del norte, pero allí había demasiados espías y quería evitar que el contenido de la siguiente conversación corriera por las calles y llegara a oídos de sus enemigos.

El hombre con quien se reunió era un guerrero alto, de cabello claro y ya entrado en años, que llevaba una sobrevesta de un resplandeciente color verde. No parecía sentir amistad por su anfitrión, porque su semblante permaneció rígido.

Sin embargo, el emir lo saludó con cortesía y tomó asiento en el diván. A diferencia de los hombres del norte, acostumbrados a permanecer sentados incluso en presencia de su comandante más importante, el emisario permaneció de pie.

—Don Rodrigo, espero que Alá aún le sea propicio a Silo, tu señor —dijo Abderramán, mirando fijamente a su huésped.

El conde Rodrigo, a quien su cuñado había enviado a Córdoba, bajó la cabeza para que el emir no viera su expresión.

—Mi señor se encuentra muy bien, alteza.

La cortesía de sus palabras complació al emir. Había averiguado lo suficiente acerca del conde Rodrigo para saber que este no era su amigo. El astur no solo detestaba a los francos que habían arrebatado a los visigodos sus tierras galas, también consideraba que los sarracenos eran enemigos que se habían convertido en los amos de España y obligado a su pueblo a retirarse a las montañas cántabras.

El emir se preguntó si, a la larga, podía permitirse que el odio por él y por su reino se transmitiera entre los reinos cristianos de generación en generación. Después se dijo que incluso unidos, los pequeños principados eran demasiado débiles para suponer un peligro. A ello se añadía que una guerra entre las montañas no entusiasmaría a sus guerreros, puesto que a excepción de algunas mujeres y unas ovejas flacas, semejante incursión no les proporcionaría otro botín, así que era mejor encargarse de que los reyezuelos del norte siguieran siendo débiles y pagaran tributos.

—Dicen que tu señor llamó a los francos para luchar contra los guerreros del islam. —Abderramán pronunció dichas palabras con tanta indiferencia como si hablara del tiempo.

El rostro de Rodrigo se ensombreció.

—No es necesario llamar a los francos: vienen sin que nadie se lo pida y plantean exigencias descaradas.

Abderramán asintió con aire satisfecho. Mediante una única frase, había llevado a Rodrigo adonde quería llevarlo. Ahora se trataba de halagar el orgullo de ese hombre y expresar el peligro que suponían los francos con las palabras correctas.

—La voracidad de Carlos por someter a otros pueblos y ponerse sus coronas es insaciable, así que tampoco se detendrá ante Asturias.

Rodrigo asintió. A fin de cuentas, los francos habían depuesto a numerosos jefes y príncipes, tanto en Aquitania como en Gascuña, y dejado la administración de sus tierras en manos de sus propios prefectos. Rodrigo recordó que su yerno sería nombrado prefecto de la Marca Hispánica y se preguntó si se vería obligado a inclinar la cabeza ante él como ante un rey.

—¡Jamás! —exclamó en un arrebato de orgullo.

—El franco no lo aceptará —fue la pulla del emir.

—¡Si los sarracenos y los astures se unen y entran en batalla juntos, lograremos expulsar a esos francos arrogantes hasta allende los Pirineos!

Rodrigo dirigió al emir una mirada esperanzada. Había olvidado el encargo de su rey: que durante las negociaciones no fuera más allá de una neutralidad benévola.

Durante un instante, Abderramán sopesó la posibilidad de tomarse sus palabras al pie de la letra, pero después sacudió la cabeza. Los guerreros astures no apoyarían a su gente con mayor entusiasmo que los francos. Además, no había tendido sus redes hasta los daneses y los sajones con el fin de provocar una batalla decisiva. Que los valís del norte descubrieran el sabor del miedo, porque entonces, en cuanto los francos abandonaran España, estarían aún más ansiosos de someterse a él.

—No, amigo Rodrigo, no espero que Asturias alce la espada contra los francos, pero sí que no los apoye. Mi ira caería sobre ellos.

Por la cabeza de Rodrigo pasaron imágenes de la caballería sarracena asolando las tierras en torno a su castillo, incendiando aldeas y raptando mujeres y niños. Es verdad que sus hombres bastaban para rechazar una tropa de asalto, pero desde luego nada podrían frente a un ejército enviado para castigarlo. No podía esperar ayuda de su rey, puesto que en un verdadero enfrentamiento con los sarracenos, Silo no tardaría en perder su reino y su vida.

—Los francos no obtienen ni un grano de cereal de nosotros, y tampoco otras cosas, señor de Córdoba.

Rodrigo inclinó la cabeza, puesto que dicha confesión suponía traicionar el plan de Silo, que consistía en ampliar el alcance de su poder con ayuda de los francos; pero prefería tener de vecino a Abderramán en vez de verse obligado a reconocer al rey Carlos como su soberano.

Sin embargo, dicha decisión suponía dejar a su hija librada a un destino incierto, porque su boda con un franco acababa de perder cualquier sentido. Furioso contra su rey, que no dejaba de forjar planes irreflexivos para volver a descartarlos de inmediato, rogó al emir que le permitiera abandonar Córdoba y regresar a su hogar.

Sin embargo, Abderramán lo instó a prestarle compañía un rato más, lo cogió del brazo y lo condujo fuera hablando en tono afable, como si Rodrigo fuera su mejor amigo.

—He oído hablar de la belleza de tu hija, a la que llaman la Rosa de Asturias.

—Algunos la llaman así —asintió Rodrigo, preguntándose adónde quería ir a parar su anfitrión.

Ambos salieron al jardín y el emir señaló las maravillosas flores que resaltaban entre el verdor como si fueran estrellas.

—Amo las flores tanto como a las mujeres. ¿No crees que la mujer más bella de Asturias debería ser la flor más encantadora de mi harén? —dijo en tono retador, y un escalofrío recorrió las espaldas de Rodrigo.

—Perdonad, señor, pero entregaros a Ermengilda no está en mi poder. La han raptado…

—… y ha sido prometida a un pariente del rey Carlos como esposa —lo interrumpió Abderramán.

—Fue una exigencia de los francos a la cual el rey Silo no pudo negarse —dijo Rodrigo, en un intento de defender a su cuñado.

—Pues entonces que Silo se encargue de que la Rosa de Asturias no acabe en la helada Franconia, sino que florezca en este jardín.

—Pero ¿y si ya está casada? Los francos pretendían exigir a los vascones que se la entregaran para desposarla con el conde Eward.

—No creo que el franco Eward se aflija por perder a una mujer —replicó el emir con una sonrisa despectiva. Él también disponía de ojos y oídos en la mesa de Carlos, y por eso sabía que el hermanastro del monarca era como una mujer que se sometía por completo a la voluntad de un indigno. Hacía tiempo que un rey como Carlos debería haber castigado a su pariente y ejecutado a su pervertidor, pero pese a la dureza que solía demostrar el rey de los francos, en ese caso había actuado con la debilidad de una mujer.

Entre tanto, el miedo se apoderó de Rodrigo. De momento su esposa no había logrado dar a luz a un varón que sobreviviera más de un año. Aparte de Ermengilda solo tenía otra hija, y si no nacía un hijo varón, según la costumbre ambas heredarían sus propiedades. De pronto se le ocurrió que, en ese caso, el franco Eward se apoderaría de la herencia de Ermengilda. Pero al parecer Abderramán solo deseaba hacerse con la muchacha, lo cual implicaba que en un futuro podría legar sus propiedades a su hija menor y al esposo de esta.

Mientras Rodrigo aún reflexionaba acerca de cómo resolver la situación, el emir lo cogió del hombro y le dijo que si se convertía en su mujer, Ermengilda podría conservar su fe cristiana; además le ofreció una joven esclava para su lecho, cuya familia era conocida por dar a luz a numerosos hijos varones.

Dirigió un gesto a un criado para que fuera en busca de la esclava. Esta no llevaba velos ni vestido, solo una chaquetilla que le cubría el pecho y anchos bombachos casi transparentes. Se notaba que se trataba de una árabe casi de pura raza. Sus cabellos eran tan negros como las alas de un cuervo y en su rostro destacaban sus grandes ojos oscuros; su tez no era tan blanca como la de una visigoda, pero tampoco tan oscura como la de una mujer expuesta a los rayos del sol.

—Bien, amigo Rodrigo, ¿quieres engendrar hijos con esta hermosa esclava? —preguntó el emir, sonriendo.

Rodrigo pensó en su esposa, que con los años había engordado y que hacía tiempo que no lo excitaba, y notó el despertar del deseo.

Al observar la expresión de su huésped, Abderramán disimuló una sonrisa de satisfacción.

—Estará preparada para recibirte, pero antes de que el criado te conduzca a su habitación, quisiera presentarte a otro huésped.

Condujo a Rodrigo hasta un pabellón situado en el extremo del jardín, solo ocupado por un hombre. Era delgado y de gran estatura, tenía los cabellos oscuros y la tez morena, pero sus ojos eran casi del mismo azul brillante que los de Rodrigo.

Al ver al emir, se apresuró a ponerse en pie para hacerle una reverencia, pero en ese momento reparó en la presencia de Rodrigo y por un instante pareció entrar en pánico.

—¿Eres tú, Rodrigo?

—¡Mauregato! —Rodrigo clavó la mirada en el joven, el hijo del rey Alfonso y de una esclava.

Mauregato, recuperado el control, le lanzó una mirada airada.

—Antes te mostrabas más amable y me llamabas Agila.

—Agila es un nombre visigodo, y no me parece adecuado para un gatito sarraceno —contestó Rodrigo con grosería, preguntándose qué se proponía el emir. Hasta entonces había supuesto que Agila, solo conocido en Asturias por el mote de Mauregato, se encontraba en Galicia para encabezar la rebelión contra el rey Silo. Verlo allí le pareció una mala señal. Si bien Mauregato tenía amigos entre los sarracenos —que lo apoyaban en contra de Silo— hasta ese momento el emir no se había puesto abiertamente de su parte.

Entonces Rodrigo comprendió el propósito de Abderramán: este le presentaba a Mauregato para que pudiera informar de ello a Silo. Era una advertencia para el rey: no debía enfrentarse a Córdoba si no quería que Abderramán ayudara a coronar a su enemigo tras derrocarlo a él.

Mientras el emir observaba la escena, ambos astures se encararon con semblante belicoso.

El primero en relajarse fue Mauregato.

—Deberías considerar si aún deseas apoyar a ese usurpador, Roderich. Silo se apoderó de la corona. Es mi herencia, ¡y me haré con ella!

—Con ayuda de los sarracenos, ¿verdad? —Pese a la dureza de sus palabras, Rodrigo no habló en tono hostil. Al llamarlo por su nombre visigodo, Mauregato había logrado halagar su orgullo y, por otra parte, Silo no era el rey al que le agradaba servir. Su pariente no lo había nombrado conde de Álava, como había esperado, sino que lo dejó a cargo de la vigilancia de la marca fronteriza.

Mauregato notó que su interlocutor se quedaba pensativo y añadió:

—Nadie puede seguir siendo rey de Asturias frente al poderío de los sarracenos —insistió—. Silo también acabará por comprenderlo, sobre todo ahora que su doble juego ha sido descubierto. Si los francos logran instalarse en España, le quitarán la corona de la cabeza de un manotazo y lo reducirán a ser el insignificante jefe de una marca fronteriza… si es que lo dejan con vida. En cambio tú te verás obligado a cabalgar una gran distancia hacia el norte para demostrar tu sometimiento a tu nuevo amo y emprender guerras contra pueblos cuyo nombre ni siquiera conoces. Entre tanto, aquí en España los sarracenos saquearán tus propiedades y convertirán a tus súbditos y tus hijas en esclavos.

Las palabras de Mauregato surtieron efecto, si bien Rodrigo aún no estaba dispuesto a traicionar al rey Silo, que había depositado su confianza en él y lo había enviado allí para negociar.

Por lo visto, Abderramán consideró que la conversación había avanzado lo suficiente, porque se interpuso entre ambos hombres y alzó la mano.

—¡Ven, Rodrigo! La hija del desierto te aguarda.

—¿Obtienes una auténtica sarracena como yegua, sin verte obligado a robarla? ¡Debes de gozar del favor del emir en grado sumo!

Aunque Mauregato no podía disimular su envidia, sin duda comprendía que Rodrigo era un huésped apreciado del señor de Córdoba, no un fugitivo simplemente tolerado como él.

Abderramán podría haber dicho que la esclava que había prometido a Rodrigo era de origen noble, pero que también era la hija de un valí que se había rebelado contra él y tomado partido por los abásidas. A causa de ello envió al hombre y a sus hijos a la
dschehenna
y convirtió a las mujeres de la familia en esclavas.

Tras la conversación con Mauregato, Rodrigo ya no experimentaba el deseo ardiente de poseer a la muchacha. Si realmente alumbraba a un hijo suyo, no sería un visigodo, sino un mestizo sarraceno. Pero descartó este pensamiento y se encogió de hombros. Un hijo era un hijo, daba igual quién fuera su madre; además, podía presentar la sarracena a Urraca como un regalo del emir que no había podido rechazar sin enfadar al señor de Córdoba.

6

Maite solo había pasado una noche en la tienda destinada a las rehenes femeninas; cuando se disponía a lavarse, dos mozos entraron abruptamente y depositaron un arcón en el suelo.

La joven vascona aún tuvo tiempo de envolverse en una sábana, pero antes de que pudiera dar rienda suelta a su enfado vio aproximarse a Ermengilda. El rostro de la astur estaba blanco como la nieve de las montañas y rastros de lágrimas surcaban sus mejillas. Sin mirar a Maite o a los mozos, se sentó en el arcón y ocultó el rostro entre las manos.

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