La Rosa de Asturias (33 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

Los mozos se marcharon sin despedirse y dejaron solas a ambas muchachas. Maite caminó en torno a Ermengilda y la observó desde todos los ángulos.

—No pareces una novia feliz, que digamos. ¿Acaso tu marido no está satisfecho contigo y piensa enviarte a casa? ¿O acaso descubrió rastros de un predecesor y por eso te rechazó?

Ermengilda alzó la cabeza lentamente y contempló a la vascona como si la viera por primera vez.

—Mi esposo se niega a consumar el matrimonio antes de convertirse en prefecto de la Marca Hispánica. Dice que ese es el precio de la boda.

—Eso supone un rechazo evidente. Así que el franco no te considera digna de él; a lo mejor se debe a que te viste obligada a barrer mi choza y servirme de criada. —Al principio, Maite disfrutó burlándose de su antigua prisionera, pero entonces comprendió que la actitud del conde Eward se debía a un motivo diferente y se sorprendió al comprobar que Ermengilda despertaba su compasión.

—Los hombres son una calamidad. ¿En qué estaría pensando Dios cuando creó unos seres tan fanfarrones y desagradables? Aquí tienes agua para lavarte la cara; enseguida nos traerán el desayuno. Tal vez incluso nos sirvan queso de cabra, elaborado como lo preparan las mujeres de mi tribu. Te gustaba mucho. Lo recuerdas, ¿no?

Ermengilda no logró sustraerse a las palabras de ánimo de Maite. Durante un instante permaneció indecisa, luego tomó aliento y dijo:

—¡Gracias!

Y mediante dicha palabra, se ganó el aprecio de Maite. En realidad, la vascona nunca había odiado a Ermengilda y por ello tampoco la maltrató tanto como imaginó que haría antes del ataque a la comitiva. En ese momento comprendió que en el futuro inmediato ambas compartirían el mismo destino y decidió que la ayudaría a instalarse en la tienda. Arrojó la sábana en la cama y, completamente desnuda, fue en busca de sus ropas.

Ermengilda ya la había visto desnuda con anterioridad, pero solo entonces notó que sus formas eran muy armónicas y que si bien su rostro era moreno como el de una campesina, poseía un encanto particular. Su repentino interés por el aspecto de Maite la inquietó y se preguntó si debido al rechazo de Eward en el futuro sentiría repugnancia por todos los hombres y añoraría el suave amor de una mujer.

Aliviada, advirtió que Maite se ponía la camisa y encima un vestido. Era el único que poseía y ya estaba bastante deslucido y no muy limpio.

«Eso ha de cambiar», se dijo la astur.

—Hemos de encargarnos de tu guardarropa. Seguro que al campamento acuden mercaderes a quienes podremos comprar telas. Es verdad que Ramiro me trajo un arcón lleno de vestidos, pero a diferencia de las ropas de los sarracenos, resultan difíciles de reformar.

La astur volvía a sonreír y no pudo resistirse a la tentación de quitarse la ropa y presentarse desnuda ante la vascona, pero enseguida se burló de sí misma al comprender que esta valoraba más una palabra amable que cualquier clase de caricia; no obstante, le gustó la mirada que le lanzó la otra, pues le demostró que aunque su marido no le hiciera caso, era lo bastante bonita como para despertar la envidia de la vascona. Entonces recordó que también Philibert y Konrad la habían mirado fijamente y notó que recuperaba la confianza en sí misma. Ella no tenía la culpa de que su matrimonio fuera una farsa: la culpa residía en su esposo y en el amante de este.

Decidida a conservar su dignidad incluso en semejante situación, se lavó, se vistió y salió de la tienda para transmitir sus deseos al primer mozo que pasara.

Este resultó ser Rado, a quien Konrad y Philibert habían enviado para averiguar por qué Ermengilda había abandonado la tienda de Eward. Al ver a la astur y cuando esta le dirigió la palabra, soltó un suspiro de alivio. Los jóvenes se tranquilizarían tras comprobar que parecía encontrarse perfectamente y Rado esperó que ello evitara que cometieran una tontería.

—Rado: informa al comandante de que necesitamos vestidos y otros enseres imprescindibles. Nuestro señor Roland no querrá que nos confundan, a mi amiga y a mí, con esas mujerzuelas, ¿verdad?

Rado no la comprendió, así que llamó a Just, le rogó que tradujera sus palabras y luego hizo una reverencia acompañada de una alegre sonrisa.

—Dudo de que a alguien se le ocurriera tomarte por una de esas mujerzuelas: eres demasiado bonita y orgullosa.

—Sin embargo, necesito nuevos vestidos. ¡Encárgate de conseguírmelos! —Ermengilda aguardó a que Just tradujera sus palabras y sin más dilación regresó a la tienda.

»Bien, eso está resuelto. Ahora solo hemos de encargarnos de que nos traigan el desayuno. De pronto tengo hambre —dijo, mucho más animada que antes, y le guiñó un ojo a Maite.

7

La tienda de Roland se encontraba a cierta distancia de la de Eward e Hildiger, como si no quisiera mantener ningún vínculo con ellos. La lona estaba tan encerada que incluso ofrecía protección frente a las lluvias más intensas, aunque en su interior solo albergaba un sencillo catre, una silla y una mesa plegable sobre la cual, además del desayuno del prefecto, reposaba un plano de los alrededores. Mientras Roland partía el pan duro como la piedra con los dientes acompañado de pequeños sorbos de vino, recorría el artístico pergamino con el dedo y se detuvo sobre el símbolo que representaba Pamplona.

Según lo acordado, el conde Eneko debería haberle entregado la ciudad hacía tiempo, para que pudiera utilizarla como almacén de provisiones y punto de partida de la campaña militar planeada. Entre tanto, el rey Carlos ya se encontraría ante los Pirineos o incluso entre las montañas, pero allí en el campamento apenas disponían de las suficientes provisiones para la vanguardia, por no hablar ya del grueso del ejército.

Roland se preguntó cómo podría modificar dicha situación. Se sentía tentado de atacar Pamplona y colgar al traicionero gobernador de la torre más alta de su fortaleza, pero para ello no disponía de los hombres suficientes ni del material bélico necesario, así que tendría que solucionarlo de otra manera. Deslizó la mirada hacia el oeste, hacia el reino de Asturias, cuyo soberano también había hecho muchas promesas, todas sin cumplir. Era hora de recordarle al rey Silo que los francos no aceptaban ambigüedades. Durante un instante, Roland sopesó la idea de cabalgar hasta la marca astur y exigir que le proporcionaran cereales, vino y otros alimentos, pero por desgracia su presencia en el campamento era imprescindible. Así que la única opción era enviar a Eward, emparentado con Silo mediante el matrimonio, por más que no confiaba en el talento diplomático del hermanastro de Carlos ni en su capacidad como comandante. Quien llevaría la palabra sería Hildiger, quien incluso lograría fastidiar aún más a su anfitrión que Eward.

Irritado, Roland recordó que los astures no debían descubrir el trato recibido por Ermengilda por parte de su esposo, quien la había enviado a la tienda de los rehenes como si fuera una concubina de la que se había hastiado. Y también lo irritaba la excesiva transigencia de Carlos con respecto a su hermanastro. Dado que el propio rey era un ferviente admirador del sexo femenino, quizá fuese incapaz de imaginar que Eward no apreciara a una muchacha tan bonita como Ermengilda. Para inducirlo a que se casara, incluso lo había seducido con la perspectiva de convertirse en prefecto de la Marca Hispánica y en uno de los príncipes más poderosos del reino.

Pero Roland opinaba que Eward no poseía la capacidad necesaria para desempeñar dicho cargo. Semejante tarea exigía un hombre hecho y derecho, no un jovencito melindroso. Entonces tuvo claro a quién debía enviar a Asturias como mensajero, y su rostro se iluminó.

Se dirigió a la entrada de la tienda y llamó a uno de sus guardias de corps.

—Tráeme al muchacho a quien el rey honró por acabar con el jabalí.

Encargarle dicha tarea a Konrad suponía pararles los pies a Eward e Hildiger. Ambos detestaban al joven guerrero debido a que el rey les había impuesto su presencia y porque lo presentó como un modelo de valor y coraje. Además, Konrad había cumplido con el deber de rescatar a Ermengilda y se merecía otra oportunidad de destacarse.

8

Konrad y Philibert estaban sentados ante su tienda, hablando de Ermengilda y ansiando tener el poder de castigar a Eward por haber tratado de forma tan despreciable a tan maravillosa criatura. Mientras forjaban planes para aliviar la suerte de la Rosa de Asturias, apareció un bretón que invitó a Konrad a acompañarlo.

Este echó un vistazo al recién llegado y luego a Philibert.

—¿Qué querrá de mí el prefecto?

—Tendrás que preguntárselo tú mismo, puesto que yo lo ignoro —dijo Philibert, en un tono en el que combinaban el enfado y la curiosidad.

Como Konrad vacilaba, su amigo le pegó un codazo.

—¡Vete de una vez! Cuanto antes hables con Roland, tanto antes podrás decirme por qué te ha mandado llamar.

El muchacho se puso de pie y echó a correr tras el bretón, que no lo había esperado. Su prisa llamó la atención de algunos; un jinete del grupo de Eward lo siguió con la mirada para comprobar adónde se dirigía el campesino y luego entró en la tienda de Hildiger reprimiendo una sonrisa. Disfrutaba informándole de lo sucedido, puesto que el compañero de armas de Eward se enfadaría muchísimo al comprobar que Roland no deseaba hablar con él sino con un subordinado suyo.

Pese al nerviosismo que lo embargaba, una vez llegado ante la tienda del prefecto Konrad reparó en lo sencillo que parecía su alojamiento. Por lo visto Roland no concedía importancia al lujo ni hacía ostentación de su posición.

El bretón apartó la cortina que cubría la entrada e hizo pasar a Konrad. Roland estaba sentado en una sencilla silla plegable ante una pequeña mesa con la vista clavada en el vacío y solo alzó la mirada cuando Konrad carraspeó.

—He de encargarte una tarea. Irás a Asturias acompañado de treinta caballeros y, una vez allí, insistirás en que nos entreguen el grano y los bueyes prometidos. Bastará con que te detengas en la marca fronteriza y hables con el conde Rodrigo, cuñado del rey y padre de Ermengilda. Transmítele los saludos de su hija y encárgate de que envíe su dote. Además, dile que necesita su doncella. Según me han dicho, esta fue tomada prisionera durante el ataque, pero después recuperó la libertad.

Konrad tragó saliva. En realidad, se trataba de una misión digna de un noble y no del hijo de un campesino libre, pero Roland parecía hablar en serio, porque a continuación le informó de algunas normas de conducta y le ordenó que escogiera a los treinta hombres que habían de acompañarlo en la cabalgata. Konrad habría deseado preguntar cómo había de reunir dicho grupo: ninguno de los hombres de Eward estaría dispuesto a acompañarlo y no conocía lo suficiente a los demás como para saber si lo seguirían. Pero Roland ya volvía a contemplar el plano del norte de España con la vista clavada en las ciudades, como si quisiera obligarlas a abrirle sus puertas mediante la fuerza de su voluntad.

Konrad aguardó un instante por si el prefecto le decía algo más, pero como no fue así abandonó la tienda con un nudo en el estómago. No se sentía capaz de cumplir con la tarea y se veía fracasar incluso antes de haberla emprendido.

Rado lo esperaba en el sendero entre las tiendas.

—¿Qué quería el prefecto?

—Quiere que escoja a treinta caballeros y me dirija al castillo del padre de Ermengilda, pero ignoro quiénes estarán dispuestos a cabalgar conmigo. La gente de Eward…

—Nuestra vanguardia no solo está formada por los hombres de ese… será mejor que no lo diga. Hay un número suficiente de individuos fornidos que detestan permanecer aquí, a las puertas de Pamplona, como si fueran vacas perezosas. Aguarda, hablaré con un par de amigos y verás como acuden más jinetes de los que necesitas.

Como Rado solo había trabado amistad con los escuderos de otros caballeros armados, Konrad no lograba imaginar que lograra convencer a sus señores y, sacudiendo la cabeza, siguió con la mirada al hombre que le hacía de escudero por amistad, pensando que sin Rado, se sentiría perdido. Lanzó un profundo suspiro y regresó a su tienda, donde Philibert ya lo esperaba con ansiedad.

—¿Y bien? ¿Qué quería el prefecto?

—Que cabalgue hasta el castillo del padre de Ermengilda y le lleve un mensaje.

Konrad lamentó que el estado de su amigo no le permitiría acompañarlo: seguro que Philibert habría logrado reunir a treinta caballeros; sin embargo, tal vez podría ayudarle.

—Necesito treinta hombres. ¿Sabes de alguien que pueda estar dispuesto a acompañarme?

—¡Yo iré contigo, pase lo que pase! —Philibert se puso de pie y dio un par de pasos para demostrar que sería capaz de hacerlo, pero sus dientes apretados y el sudor que le cubrió la frente revelaron su debilidad.

Konrad le apoyó una mano en el hombro y lo obligó a sentarse en la silla plegable que Roland había puesto a su disposición.

—Tú te quedarás aquí como un buen chico y te encargarás de curarte. Cuando aparezca el rey y emprendamos la campaña contra los sarracenos, has de haber recuperado las fuerzas. Aún estás demasiado débil.

—¡Puedo cabalgar! —insistió Philibert.

Konrad sacudió la cabeza ante tanta insensatez.

—¿Y si tu herida vuelve a abrirse durante la expedición? El rey necesita hombres sanos, no inválidos.

—¡Ahora mismo te mostraré quién es el inválido! —Philibert trató de coger a Konrad, pero este lo esquivó fácilmente. No logró repetir el intento porque de pronto sintió una punzada de dolor lacerante en la herida. Soltó un quejido, pero pudo reprimir el grito de dolor que pugnaba por surgir de sus labios—. Tienes razón, no creo que pueda recorrer una gran distancia a caballo. ¡Maldita sea, el judío no me ha administrado el tratamiento correcto! Si mi madre me hubiera aplicado un ungüento, la herida habría cicatrizado hacía tiempo.

—Pero solo si san Cosme y san Damián hubiesen obrado un milagro. Tu herida aún es demasiado reciente, Philibert. Cúrate bien y después volveremos a cabalgar juntos…

—… ¡cuando regreses ileso de Asturias! ¡Cuídate!

—Lo haré. —Aunque más bien sentía ganas de llorar, Konrad se esforzó por sonreír. Todavía no lograba imaginar cómo conseguiría que treinta guerreros experimentados aceptaran ponerse bajo su mando, pero para no seguir agobiando a Philibert con sus problemas, se dirigió a la tienda y recogió su cota de escamas. Como necesitaba ayuda para ponérsela, llamó a Just.

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