La Rosa de Asturias (34 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

Este apareció con tanta rapidez como si hubiera aguardado fuera.

—Ya he ensillado tu semental y también mi mulo. En cuanto Rado haga lo mismo con su yegua, podemos ponernos en marcha.

—Necesito treinta hombres, no a un escudero y a un niño —lo corrigió Konrad.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Just.

—Allí fuera ya se están echando a suertes quién puede cabalgar a tu lado.

—¿Qué dices? —Konrad lo contempló, atónito.

—Compruébalo tú mismo —dijo el muchachito, y alzó la lona de la entrada.

Efectivamente, en el sendero entre las tiendas se apiñaban guerreros que se apresuraban a ponerse las armaduras y ceñirse las espadas con ayuda de sus escuderos. Konrad vio sus rostros expectantes y casi no comprendió lo que sucedía.

Just le ajustó la cota de escamas, le pasó el cinturón del que colgaba la espada en torno a las caderas y ajustó la hebilla.

—La hoja vuelve a estar afilada: yo mismo me ocupé de ello. ¡Rado me indicó cómo se hace!

—¡Muy bien! —lo elogió Konrad. Se puso los guanteletes y cogió el escudo, que había sido reparado de los daños sufrido durante la lucha con los pastores vascones. En vez del sencillo que él mismo había pintado y que debía representar un abedul en honor a la finca de su padre, ahora ostentaba la imagen de un jabalí grande y agresivo. La imagen era tan perfecta que parecía la obra de un artista de talento.

—¿Quién ha hecho eso? —preguntó Konrad, perplejo.

—¡Yo! —respondió Just con una sonrisa—. Rado me habló del jabalí que cobraste y cómo mediante ello llamaste la atención del rey, así que consideré que debía aparecer en tu escudo.

—¡Déjame verlo! —pidió Philibert y, al ver la imagen soltó un silbido de admiración—. ¿Sabes una cosa, muchachito? Cuando regreses, quiero que también pintes mi escudo. ¿Dónde aprendiste este arte?

—En ningún sitio especial. Siempre me ha gustado dibujar y pintar, pero en general, solo lo he hecho con una ramita en la arena o con un trozo de carbón en las paredes. Casi nunca disponía de colores, aunque esta vez el herrero de Rado me ha proporcionado algunos.

Konrad contempló el escudo y palmeó el hombro del muchacho.

—Lo has hecho muy bien. Espero poder recompensarte por ello pronto.

—Seguro que se te ocurrirá algo —contestó Just, tras lo cual salió de la tienda.

Konrad lo siguió y de inmediato se vio rodeado de una multitud entusiasta. Los hombres lo vitorearon y faltó poco para que lo llevaran a hombros a través del campamento hasta las caballerizas. Solo entonces Konrad comprendió que el encargo de ir en busca de Ermengilda le había granjeado un gran respeto entre los caballeros. Para participar en la expedición se habían presentado guerreros de casi todas las levas bajo el mando de Roland; los únicos que no se habían abstenido eran los hombres de Eward.

Konrad montó y deslizó la mirada por encima del grupo, más bien constituido por cuarenta caballeros armados que por treinta, seguidos por el mismo número de escuderos armados, y sintió que el júbilo se apoderaba de él.

Ni siquiera Hildiger, que lo miraba fijamente con expresión desdeñosa, logró empañar su estado de ánimo.

9

En cuanto Konrad y sus hombres abandonaron el asentamiento, regresó aquella calma que se instalaba en el campamento franco como un hechizo paralizante. Pese a las reiteradas exigencias de Roland, la ciudad permanecía cerrada y Eneko seguía negándose a entregarle los rehenes. Tampoco había carros de provisiones recorriendo las calles y como los habitantes de Iruñea esquivaban a los francos, estos se sentían como si estuvieran en territorio enemigo.

A excepción de los mensajeros del ejército principal que el rey Carlos enviaba cada tantos días, solo los comerciantes osaban visitar el campamento, donde en un lugar dispuesto para ellos junto a la puerta principal, ofrecían toda clase de mercancías por las que exigían precios desvergonzados.

Dado que pese a su pedido Maite no había obtenido un vestido ni la tela para confeccionarlo, el pequeño mercado les ofrecía a ella y Ermengilda la oportunidad de adquirir lo necesario. Se encontraron con un comerciante que pretendía venderles una sencilla tela de lino a precio de terciopelo. Las muchachas no disponían de dinero, pero trataron de explicar al hombre que el conde Roland o al menos el astur Ramiro pagaría sus gastos.

Pero el comerciante se negó a aceptar dicha promesa.

—Si no podéis pagar lo que os pido, será mejor que os larguéis —dijo, y les dio la espalda.

Maite se sintió tentada de pegarle una bofetada por su insolencia. Necesitaba la tela, porque a esas alturas su vestido se había convertido en un harapo que ni tan solo una criada hubiese accedido a llevar.

—Deberíamos llamar al preboste para que expulse a este bribón del campamento —le dijo a Ermengilda.

Esta le lanzó una mirada furibunda al comerciante.

—O nos das la tela a buen precio, o me encargaré de que mi padre, el prefecto de la marca fronteriza, te prohíba comerciar en su territorio.

El comerciante cambió rápidamente de parecer.

—¡En ese caso, vos sois la Rosa de Asturias, la dama que fue raptada por los vascones!

—Por supuesto que lo soy —contestó Ermengilda y volvió a coger la tela que les había llamado la atención a ambas.

—Deseo seis varas, ¡y bien medidas! Además, quiero diez varas de aquella cinta de allí y el doble de esta de aquí —dijo, señalando las mercancías deseadas; pero el comerciante no hizo ademán de coger las tijeras: se limitó a contemplarla como si fuera una yegua que deseaba comprar y se preguntó cuánto estaría dispuesto a pagar por aquella hermosa muchacha rubia alguno de los dignatarios sarracenos. Aunque solía comerciar con telas, no tenía inconveniente en hacer otros negocios, así que decidió informar a ciertas personas de la presencia de Ermengilda en el campamento, antes de venderles otras informaciones sobre los francos. No obstante, la idea de la recompensa que recibiría por dicha información no menoscabó su deseo de obtener ganancias de los invasores francos.

Le arrancó la tela de las manos que Ermengilda acababa de coger e hizo el gesto que indicaba pagar.

—¡Mostradme el dinero o largaos!

Maite soltó una imprecación en su lengua materna, que al parecer el comerciante comprendió, puesto que alzó la mano para golpearla. Entonces alguien lo cogió del brazo y lo lanzó hacia atrás. Cuando alzó la vista, vio a un joven franco que llevaba una túnica verde oscura.

—Trata a las damas como es debido, de lo contrario mi puño te enseñará a ser cortés.

—¡Philibert! —Ermengilda lanzó un suspiro de alivio.

—¿Qué pretende ese bellaco?

—Intentábamos comprarle un trozo de tela, pero nos ha pedido un precio desvergonzado y exige ver el dinero de inmediato. Ahora mismo no disponemos de fondos, hemos de pedírselos al señor Roland o a Ramiro.

A Philibert no se le escapó que la joven no había mencionado a Eward, que era quien debería haberse encargado de satisfacer sus necesidades, y como supuso que la tela era para ella, se llevó la mano al cinto con una sonrisa. Aunque no era rico, en ese momento habría sacrificado toda su fortuna por Ermengilda.

—Mide la tela para la dama y no nos engañes, o haré que los guardias del campamento te den una buena lección —dijo, al tiempo que extraía unas monedas.

Al verlas, el comerciante adoptó una actitud casi devota, pero intentó insistir en el precio anterior. Sin embargo, Maite se percató de que, pese a ir vestido como un cristiano, el hombre era un sarraceno, así que regateó por cada dirham.

Por fin el hombre le arrojó la tela con expresión resignada.

—¿De qué he de vivir y cómo he de alimentar a mis mujeres y mis hijos, si pretendes comprar mi tela por menos de lo que le he pagado por ella al tejedor? —Sus palabras podían haber despertado la desconfianza de Philibert, pero el comerciante tuvo la suerte de que en ese momento el caballero estuviera más pendiente de Ermengilda que de él, y de que Maite no diera voz a sus sospechas. De lo contrario, Philibert lo hubiera entregado a los guardias por ser un espía sarraceno.

En cambio, el franco le pagó la suma acordada y observó al hombre mientras este medía la tela y la cortaba con unas tijeras afiladas.

Ermengilda cogió el paquete que le tendía el comerciante y sonrió a Maite.

—Con esto tendrás suficiente para confeccionarte dos bonitos vestidos. Las cintas te sentarán estupendamente.

Philibert puso cara larga: de haber sabido que todo aquello era para Maite, no lo habría pagado, pero entonces consideró que su actitud también lo había hecho quedar bien ante Ermengilda y se ofreció para llevar las compras a su tienda.

La astur se despidió de él ante la entrada con una sonrisa que le hizo olvidar las monedas gastadas.

—¡Si necesitáis ayuda, señora, siempre me hallaréis a vuestra disposición! —Philibert hizo una reverencia tan profunda como si se encontrase ante una reina y se alejó sin dignarse mirar a Maite.

—El señor Philibert es un hombre muy cortés, ¿no te parece?

Maite se encogió de hombros.

—A juzgar por cómo te mira, lo que desea de ti no es exactamente cortesía.

Ermengilda tardó un momento en comprender sus palabras, pero después rio.

—¡No te preocupes! El señor Philibert sabe que soy una mujer casada y que nada debe manchar mi matrimonio.

—¿De verdad crees que es capaz de pensar más allá de su nariz? En general, este es un talento que los hombres rara vez dominan.

—Estoy segura de que el señor Philibert no es así —respondió Ermengilda en tono acalorado, y a continuación le soltó un largo discurso sobre las virtudes del joven.

Maite solo la escuchó a medias mientras hurgaba en el arcón de Ermengilda en busca del costurero. Al tiempo que medía la tela necesaria para su nuevo vestido, se preguntó si alguna vez ella también destinaría tantas palabras en elogiar a un joven como su compañera de tienda.

10

El mercader sarraceno siguió al grupo con la mirada y fingió que aguardaba otros clientes, pero en realidad se dedicó a escuchar lo que se decía en torno a la puerta y en el pequeño mercado. Puesto que nadie sospechaba que además de su propia lengua y la astur, comprendía también gran parte de las que se hablaban en las diversas regiones de Franconia, averiguó diversas cosas no destinadas a oídos extraños. Ni siquiera los hombres de confianza de Roland refrenaban la lengua en presencia del comerciante, porque ninguno contaba con la presencia de un espía dotado para los idiomas.

Poco después, el sarraceno empezó a recoger sus rollos de tela, dado que quería alcanzar cierta meta antes del anochecer. Entonces aparecieron dos clientes con los talegos bien repletos colgados de los cinturones. Eran dos hombres bastante jóvenes, ambos altos y delgados. Mientras que el de cabellos castaños poseía un rostro anguloso de aspecto osado, el rubio de estatura un poco más baja parecía un ángel bajado del paraíso.

El comerciante les lanzó una mirada de admiración, pero luego notó que los rasgos y los movimientos del apuesto rubio tenían algo femenino y frunció los labios con expresión desdeñosa. Sin embargo se dirigió a ellos en tono obsecuente.

—Esta tela os sentaría de maravilla, señor Eward —dijo, extendiendo un damasco de color azul cuajado de estrellas doradas ante el joven, al tiempo que se esforzaba por reprimir una sonrisa irónica.

¿Así que ese blandengue pretendía convertirse en prefecto de la Marca Hispánica? El sarraceno entornó los párpados para observar al pariente del rey, convencido de que ese muchacho no era un hombre ni un guerrero al que hubiera que temer. Tampoco su acompañante le infundía el menor respeto: a Hildiger se le notaban las ansias de poder y de influencia, pero el comerciante dudó que tuviera sensatez suficiente para actuar de un modo aceptable para su señor o su pueblo.

—¿Cuánto cuesta esa tela? —Eward ya se veía vestido con el damasco azul y ni siquiera parpadeó cuando el comerciante mencionó un precio por el cual habría sido considerado un tramposo y un usurero en el mercado de Zaragoza, sino que se limitó a pagar la suma exigida.

Mientras el comerciante medía el damasco, Eward se dirigió a Hildiger.

—¿Te parece que debería comprarle un trozo de tela a mi mujer para que pueda confeccionarse un vestido? Carlos esperaría que lo hiciera.

—Entonces que le regale él la tela. Tú no la querías y ahora no debes mostrarte débil. De lo contrario se imaginará cosas extrañas y querrá que interpretes el papel de semental.

Las palabras de Hildiger revelaban enfado y un temor secreto. Conocía a su amante lo suficiente como para saber que en un futuro no muy lejano este acabaría acatando la orden de Carlos, así que su única esperanza era que la mujer siguiera sin complacer a Eward. Sabía perfectamente que la relación íntima entre él y Eward desagradaba al rey. Si bien su amigo le había dado su palabra de que lo convertiría en su mariscal en cuanto recibiera el título de prefecto de la marca, las palabras se las llevaba el viento. Por eso debía seguir procurando que Eward siguiera pendiente de él. De lo contrario, dado que no poseía propiedades importantes o parientes influyentes, acabaría por volver a convertirse en un sencillo caballero y tendría que someterse a las órdenes de campesinos como Konrad.

Al notar el mal humor de su amigo, Eward abandonó la idea de comprarle algo a Ermengilda y en cambio señaló un paño de color verde brillante.

—¿Te gustaría? —preguntó.

Hildiger asintió y Eward volvió a sacar el talego por segunda vez.

El sarraceno adoptó un aire sumiso y elogió el exquisito gusto del joven, al tiempo que se reía de él para sus adentros. Aunque Carlos lograra conquistar una parte de España, los hombres como Eward e Hildiger serían incapaces de conservar lo conquistado.

En cuanto ambos compañeros de armas se marcharon, el comerciante plegó la mesa en la que exhibía su mercancía y cargó los fardos en un burro. Cojeando como un anciano, el sarraceno se acercó a la puerta del campamento arrastrando al animal a sus espaldas. Como los guardias lo conocían, lo dejaron pasar.

—Tienes telas muy bonitas —dijo uno—. En cuanto hayamos ocupado las primeras ciudades sarracenas y el dinero del botín tintinee en mi talego, te compraré una para la parienta. Seguro que se pondrá contenta.

—¡Por supuesto, señor, a tu disposición! —El sarraceno hizo varias reverencias y abandonó el campamento como si fuera un tullido, pero en cuanto se alejó, abandonó el camino a Pamplona y se dirigió al sur con paso rápido. No tardó ni una hora en alcanzar un bosquecillo de robles donde ató al burro a un tronco, silbando y cantando como una alondra.

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