La Rosa de Asturias (37 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

Cuando los francos emprendieron el regreso, doña Urraca los observó desde las murallas, mientras los guerreros que la rodeaban se burlaban de los francos y de su joven cabecilla. Al recordar el rostro de Konrad, Urraca no supo qué opinión le merecía, pero seguro que no era un necio como afirmaban sus hombres. Solo entonces recordó que el franco le había dicho al guardia de la puerta que traía noticias de su hija y lamentó no haberlo invitado a comer y ni haberle preguntado por Ermengilda.

—¡Callad! —ordenó a sus tropas, que gritaban palabras de desprecio a los francos.

Los hombres del castillo dirigieron a su dueña miradas desconcertadas, puesto que más de uno había oído los términos hirientes con los que había rechazado la solicitud del jefe de los francos, pero la expresión de Urraca parecía tan preocupada como si se enfrentaran a un ataque inminente de un enemigo muy superior. De pronto los guerreros de Rodrigo se dieron cuenta de que el gran ejército que el rey Carlos conducía a España no solo podía atacar a los sarracenos, sino también a ellos.

2

El incidente con los sarracenos supuso una lección para Konrad, que no se dejaría volver a sorprender con tanta rapidez. Precisamente por ello ordenó a tres caballeros que se adelantaran a los demás a una distancia de dos tiros de flecha, pero no se toparon con sarracenos ni con astures, y los vascones que vivían en el margraviato de Rodrigo también los esquivaron. Poco antes de llegar a la frontera, en vez de dirigirse a Pamplona, Konrad cabalgó montaña arriba en dirección a una aldea.

Cuando llegaron allí, los vascones habían cerrado la puerta de su empalizada y se apiñaban en torno a su jefe; sin embargo, este parecía desconcertado e indeciso. Hacía poco que los francos habían matado a varios pastores de su tribu y gran parte de los animales que estos cuidaban habían desaparecido entre los rebaños de otras tribus. Dado que unos meses atrás Unai y otros jóvenes habían participado en el ataque al franco Gospert y para colmo se habían llevado a la hija del conde Rodrigo a sus prados de alta montaña, supuso que los francos habían acudido para vengarse.

En tono inseguro, el jefe se dirigió a sus hombres.

—Los francos nos superan en número y llevan armadura. ¿Deberíamos luchar contra ellos, no obstante?

Algunos de los guerreros más jóvenes insistían en plantar cara, pero los hombres mayores y más experimentados contaron a los francos, contemplaron sus armas y pensaron en sus mujeres, que después habrían de llorar a sus maridos, hermanos e hijos.

—¡Háblales! —le dijo uno al jefe, y este se acercó a la puerta, que consistía en una serie de palos cruzados, y contempló al cabecilla de los francos. Su corta edad lo alarmó: entre los jóvenes, las ansias de luchar solían imponerse a la sensatez.

—¿Quiénes sois y qué queréis? —graznó el vascón.

—Exigimos que nos deis grano, carne y otros alimentos. Si no nos los entregáis voluntariamente… —Konrad se interrumpió, pero se llevó la mano a la espada y dicho gesto fue más elocuente que cualquier palabra.

El jefe trató de tragar saliva, pero tenía la boca tan seca como la tierra tras una sequía prolongada.

—¡Quieren saquearnos! —susurró a su lugarteniente, que lo había seguido hasta la puerta.

—Entonces debemos enfrentarnos a ellos —contestó este.

Pero entonces intervino el viejo guerrero.

—¡Todo esto solo es culpa de Unai! Él y los demás jóvenes guerreros no deberían haberse unido a Maite para participar en el ataque a la comitiva nupcial. Y aún peor fue que se dejara convencer para vigilar a la hija de Rodrigo. Los francos quieren castigarnos por ello. ¡Miradlos! Solo aguardan a que desenvainemos las espadas. Si se produce una batalla, matarán a los hombres, violarán a nuestras mujeres e hijas, y luego las venderán como esclavas junto con los niños.

Esa imagen aterradora resultó definitiva. El jefe se estremeció y se dirigió a Konrad.

—Si os abrimos la puerta, ¿dejaréis en paz a las mujeres?

Para alivio de Konrad habló en la lengua astur, aunque con un deje un tanto extraño, así que no requirió los servicios de Just como intérprete. Los demás caballeros también quisieron saber qué había dicho el vascón y cuando el chiquillo se lo dijo, soltaron una carcajada.

—¡Eh, Konrad! Dile a ese individuo que no tocaremos a sus mujeres: apestan más que las cabras.

Rado soltó un suspiro teatral y guiñó el ojo a Just.

—No tendría el menor inconveniente en volver a acostarme con una mujer, pero en estas tierras no parece haber ni putas, así que algunas cuestiones habrán de esperar a que lleguemos a Zaragoza.

—¿Qué cuestiones? —preguntó el muchacho, perplejo.

—Nada que haya de preocuparte por ahora. Aún eres demasiado joven —dijo Rado, quien revolvió el pelo al muchacho y observó a Konrad mientras este cabalgaba hasta la puerta y contemplaba al vascón desde lo alto del caballo.

—¡No te preocupes! Nada os ocurrirá a ti y a tu gente si nos entregáis vuestras provisiones y vuestras reses.

—¿Y entonces de qué viviremos? —preguntó el jefe en tono amargo.

—El conde Rodrigo ha almacenado bastantes provisiones en sus graneros. Seguro que no permitirá que muráis de hambre.

Konrad no lo dijo con intención de burlarse, pero el vascón lo tomó como una humillación y, aunque fugazmente, por un instante sopesó la idea de enfrentarse abiertamente a él. Sin embargo, no tardó en comprender lo que debía de haber ocurrido: los francos se habían dirigido al castillo de Rodrigo, de donde los habían echado de malos modos. Eso los enfadó y decidieron resarcirse con el siguiente que se interpusiera en su camino; pero él no quería ver morir a los hombres de su tribu ni a sus mujeres convertidas en esclavas solo porque la esposa del conde Rodrigo había ofendido a un par de francos.

—¡Abrid la puerta y deponed las armas!

La decisión le dolía en el alma, pero se consoló pensando que las provisiones eran fácilmente sustituibles, no así la vida de su gente.

Tras ordenar a sus guerreros que entraran en la aldea y se mantuvieran alerta, Konrad indicó a Rado y a los demás escuderos que registraran las casas y recogiesen todos los alimentos que encontraran.

—¡Si alguno tratara de impedirlo, matadlo! —dijo, con la esperanza de que los vascones se tomaran dicha amenaza al pie de la letra. Estos parecían a punto de estallar de rabia, y las mujeres chillaron y lanzaron gritos de desesperación cuando los escuderos francos penetraron en sus casas y se llevaron todo lo que les pareció útil.

—¡Tened misericordia! ¿De qué hemos de vivir en adelante? —suplicó la mujer del jefe al ver que el montón de provisiones apiladas en la plaza de la aldea iba aumentando de tamaño.

Konrad pensó en el ejército del rey, que podría llegar en cualquier momento y necesitaba alimentos urgentemente, y reprimió su compasión. Los jefes de los vascones y los astures habían hecho muchas promesas, pero no habían cumplido ninguna. Era, pues, de justicia que sus súbditos le proporcionaran lo necesario. Sin embargo, no quería ser cruel.

—Si lo que hay allí amontonado supone todas vuestras provisiones, que vuestras mujeres se lleven una décima parte —dijo en tono duro.

El jefe incluso le dio las gracias, aunque sabía que él y su gente se verían obligados a suplicar ayuda a Rodrigo si querían sobrevivir durante el invierno.

Mientras Konrad observaba cómo Rado y los otros reunían jamones, chorizos y otros comestibles, uno de sus hombres le dirigió la palabra.

—Al rey le desagradará que saqueemos esta aldea.

—Te equivocas —contestó Konrad, sonriendo—, no saqueamos: solo estamos recogiendo los víveres que nos prometió el rey de Asturias.

—¿Acaso no consideras que el trato que recibimos fue vergonzoso? —dijo otro, apoyando a Konrad.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó un tercero—. Los astures no podrían protestar si quemáramos esta aldea y nos llevásemos a sus habitantes como esclavos.

Konrad comprendió que algunos de sus hombres solo aguardaban el momento indicado para desenvainar las espadas y atacar la aldea, pero él quería impedirlo. Carraspeó y ordenó a Rado que se diera prisa. También mandó desmontar a una parte de los caballeros para que cargaran los víveres en las yeguas, considerando que acababa de pagarle sus humillaciones a la condesa Urraca con la misma moneda. Al mismo tiempo se alegró de haberse hecho con los caballos de los sarracenos y poder utilizarlos como animales de carga.

3

Renunciando a instalarse en la ciudad, el rey Carlos mandó montar su campamento directamente ante las murallas, para que los habitantes de Pamplona y sus señores comprobaran el poderío de su ejército. No tardaron en aparecer docenas de jefes y dignatarios, entre ellos también obispos que esperaban obtener la protección de Carlos para sus iglesias y propiedades que se encontraban en poder de los sarracenos o que estos no dejaban de atacar. También los cabecillas vascones que se unieron a Eneko de Iruñea presentaron sus respetos al rey.

Maite y Ermengilda se encontraban cerca de la entrada del campamento, observando a los recién llegados. La astur elevó una silenciosa plegaria, rogando que su padre acudiera y la llevara a casa; quería alejarse del hombre que no deseaba compartir su lecho y que la había ridiculizado ante la vista de todos. En cambio Maite aguardaba la llegada de amigos que pudieran ayudarla tanto a mejorar su situación en su propia tribu como a perfeccionar la alianza forjada en torno a Eneko.

Al ver a su tío cabalgando hacia el campamento se escondió detrás de Ermengilda: Okin era el último con quien deseaba encontrarse. Al mismo tiempo adoptó una expresión de desprecio, porque su tío iba vestido al estilo astur: llevaba pantalones estrechos y una túnica verde con bordados, una espada mejor que la que ella recordaba y en su mano derecha resplandecían dos anillos de oro. A juzgar por la expresión satisfecha de su rostro, parecía haber alcanzado todos sus propósitos.

Los cabecillas de las demás aldeas de la tribu lo acompañaban y, presa de una rabia contenida, Maite vio que Amets de Guizora, que siempre había sido su enemigo, le cedía el paso como si se hubiera resignado a que Okin asumiera el gobierno de la tribu. Al observarlos se preguntó cuál de ellos habría traicionado a su padre vendiéndolo a los astures y volvió a jurar que vengaría su muerte. A veces, cuando su tío la enfadaba más de la cuenta, estaba dispuesta a adjudicarle la culpa a él, puesto que a fin de cuentas era a quien más ventajas había proporcionado la muerte de su padre. Pero de haber sido él, hacía tiempo que habría tenido que quitarla de en medio, porque por sus venas corría la sangre de los antiguos jefes y un día su marido se convertiría en el nuevo líder de su pueblo. ¿Podría haber sido Amets? Si bien siempre se había comportado como un fiel seguidor de su padre, tenía dos hijos casaderos. ¿Acaso todo obedecía a un plan para convertir a uno de ellos en el nuevo jefe casándolo con ella? Como siempre, sus ideas giraban en círculo. No lograba imaginar a ninguno de sus amigos y conocidos como un traidor, pero era evidente que tenía que haber sido uno de ellos, y en cuanto descubriera quién, ese hombre moriría.

—¡Ninguno de los señores astures ha acudido! —Ermengilda soltó un suspiro decepcionado, arrancando a Maite de sus cavilaciones.

—¿Qué has dicho?

—Había esperado que viniera mi padre; ya no quiero quedarme más con los francos. Todos se burlan de mí porque mi marido me ignora. Ayer uno de los guerreros me preguntó si me apetecía recibirlo a él por la noche, en lugar de a Eward, y otro me aconsejó… No, fue una infamia.

—¡Dilo de una vez! ¿Qué te dijo? —insistió Maite.

Ermengilda bajó la vista.

—Me aconsejó que no le ofreciera el orificio habitual de las mujeres sino el otro.

—¡Qué grosería!

—¡Qué vergüenza! —dijo Ermengilda, echándose a llorar—. Es como si no valiera nada. ¿Por qué aprobó mi padre esa boda? Claro que ese miserable de Gospert le llenó la cabeza de mentiras sobre Eward, afirmando que mi prometido era un hombre importante del reino franco… ¡Y ya ves cuánta es su importancia, puesto que el rey ni siquiera lo manda llamar cuando se reúne con sus nobles!

—Eward es un pariente cercano de Carlos y he oído decir que el rey le tiene mucho aprecio —dijo Maite, procurando consolarla.

—Pues yo no lo querría ni aunque fuera la mano derecha del rey —exclamó Ermengilda.

En ese momento apareció Philibert junto a las dos jóvenes.

—Perdonad —susurró—, pero no deberíais manifestar vuestra decepción en público, pues con ello no hacéis más que alegrar a ciertas personas —añadió, señalando a sus espaldas con disimulo.

Cuando Ermengilda dirigió la mirada hacia allí, descubrió a Hildiger, el compañero de armas de Eward, cuya maliciosa sonrisa manifestaba su placer y sus ojos, el odio que ella le inspiraba.

—¿Por qué me detesta tanto? —le preguntó a Philibert en voz baja.

—Os considera un peligro para su posición. Si complacierais a Eward, este repudiaría a Hildiger; entonces solo sería un caballero armado más y ningún comandante le confiaría el mando sobre otros guerreros. Así que depende absolutamente del favor de Eward y se ha propuesto conservarlo a cualquier precio.

Como Ermengilda y Philibert solo tenían ojos el uno para el otro, Maite volvió a sumirse en sus propias reflexiones. En todo caso, el conde Rodrigo era uno de los objetivos de su venganza; aunque durante los últimos días se había sentido muy próxima a Ermengilda, no había olvidado ese hecho y al pensar en ello lamentó sentir simpatía por la joven astur. Sin embargo, la muerte de esta apenas afectaría al conde Rodrigo, porque su esposa había dado a luz a una segunda hija, así que Ermengilda resultaba prescindible.

No obstante, Maite se dijo que debía cuidarse de considerar a Ermengilda como una compañera en la desgracia o incluso como una amiga: era la hija de su peor enemigo. Sin embargo, no se le escapaba que quizá ya era demasiado tarde para considerar a la astur como una rival, porque tras los muchos días pasados a su lado, esta casi se había convertido en una hermana.

Suspiró y contempló a los guerreros vascones que acababan de entrar en el campamento. Al reconocer a Asier, a su hermano Danel y a Tarter el gascón, los saludó con la mano. Los dos últimos le devolvieron el saludo y luego siguieron de largo, pero Asier se acercó.

—¡Hola, Maite! Veo que has recuperado el juicio y has entregado la Rosa de Asturias a los francos. Tu tío estará satisfecho.

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