La Rosa de Asturias (71 page)

Read La Rosa de Asturias Online

Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

—Creo que con esto lograré cruzar el país y llegar a la frontera —dijo y, tras reflexionar un instante, arrojó a Konrad el puñado de monedas que había robado a los otros borrachos.

—¡Toma, cógelas! No quiero ser injusto. Si eres listo, tú también te largarás. Pero no debemos huir juntos, porque eso es lo que sospecharán los sarracenos, así que prestarán menos atención a un único jinete que a dos.

Durante un breve momento, Ermo acercó el puñal a la garganta del mayordomo, pero enseguida lo retiró y volvió a guardarlo en el cinto.

—El canalla no merece que cargue con una venganza de sangre por él. ¡Y ahora que te vaya bien, Konrad de Birkenhof! Te deseo buena suerte; a lo mejor volvemos a vernos en nuestra tierra natal. Es verdad que en ese caso me resultarás tan antipático como siempre, pero quizá logremos mantener un trato sensato entre ambos —dijo, lo saludó con la mano y desapareció en dirección a las caballerizas.

Konrad observó a Ermo mientras este conducía dos yeguas fuera de la caballeriza y las ensillaba. Luego montó una de las yeguas y, arrastrando a la otra de las riendas, cabalgó hacia la puerta, la abrió sin desmontar y salió a la callejuela sin volver la cabeza.

Konrad se quedó como paralizado, pero después echó a correr a toda velocidad hasta la puerta y la cerró. Mientras regresaba a la casa no dejó de pensar en las últimas palabras de Ermo acerca de un regreso feliz para ambos. Curiosamente, le había parecido sincero cuando las pronunció.

«También yo deseo que ambos logremos regresar felizmente a casa», pensó, y puso manos a la obra.

16

Mientras se saludaban, Maite constató con preocupación que Ermengilda estaba demasiado nerviosa. No solo era que su rostro revelara la inquietud que sentía, sino que también hablaba entrecortadamente y temblaba sin cesar.

—¡Contrólate! —le espetó a su amiga cuando la esclava que debía atenderlas abandonó la habitación para preparar el sorbete.

—¡Tengo miedo! ¿Qué ocurrirá si nos descubren y vuelven a atraparnos, por Dios? Antes de que vuelvan a encerrarme en un harén, prefiero morir junto con mi hijo aún no nacido.

—¡No lo has pasado peor en el harén del emir que una de sus esposas! En cambio yo… —Maite no acabó la frase, pero su semblante revelaba que su odio por Fadl Ibn al Nafzi no era menor que el que experimentaba por Okin—. Espero que Konrad no cometa errores. ¡Me desagrada tener que depender de otros! —añadió, apoyando la mano al puñal y jurando que, antes de volver a someterse a la voluntad del bereber, prefería morir por su propia mano.

Apartó esas ideas con una sonrisa forzada, cogió a Ermengilda del brazo y la arrastró hasta el diván, pero su intento de entablar una conversación fracasó debido a que el miedo impedía que su amiga abriera la boca y ella misma pegaba un respingo cada vez que oía un ruido.

Poco después apareció la esclava con el sorbete y preguntó si su ama deseaba algo más.

—Puedes irte —dijo Maite—. Nos las arreglaremos.

La esclava se marchó apresuradamente, como si temiera que Maite cambiara de idea, y dejó solas a ambas amigas. Durante un rato reinó el silencio, después Ermengilda se retorció las manos con desesperación.

—¿Cuánto tiempo deberá aguardar Konrad?

—Hasta que esos bellacos estén borrachos. Espero que no se olvide de las mujeres que pululan por aquí. Si intenta forzar la puerta del harén, esas empezarán a gritar —contestó Maite, enfadada consigo misma porque solo entonces reparaba en los problemas que Konrad quizás hubiese pasado por alto. No era la primera vez que deseaba haberse podido encargar ella misma del asunto. Confiaba en su propia capacidad de hallar una solución a cualquier situación, mucho más que en ese franco engreído. Por fin no pudo seguir esperando y se puso de pie.

—¿Qué te propones? —preguntó Ermengilda cuando Maite se dirigió a la puerta.

—Voy a ver qué hacen las criadas. A lo mejor logramos engañarlas y encerrarlas en alguna parte.

—¿Y si no lo conseguimos y nos preguntan por qué hemos abandonado este aposento?

—Entonces les diremos que queremos ir al jardín. La cuestión es abrir el pestillo de la puerta del harén.

Maite inspiró profundamente para darse ánimos y salió a la antecámara. Allí todo estaba en calma. Cuando siguió caminando y alcanzó la habitación en la que moraban las esclavas, oyó risitas y carcajadas. Abrió la puerta y vio que las mujeres estaban sentadas en cojines y se pasaban una gran copa que llenaban con el contenido de una jarra.

Maite cerró la puerta con una sonrisa de satisfacción.

—De vez en cuando Konrad actúa con inteligencia —susurró a Ermengilda.

Después corrió de puntillas hasta la puerta que comunicaba el harén con los aposentos privados de Fadl y la abrió sin hacer ruido. Un instante después se encontró en las habitaciones del dueño de casa. Dado que Abdul, el antiguo propietario, llevaba poco tiempo en Córdoba, las habitaciones estaban casi vacías. Los únicos muebles que Maite y Ermengilda vieron fueron una cama, dos arcones y un diván ante el que había una pequeña mesa.

Sorprendidas, descubrieron que uno de los arcones estaba abierto y que alguien se había apoderado de las ropas que contenía. Al verlo, Maite tuvo una idea.

—Aguarda un momento —le dijo a Ermengilda.

La vascona regresó al harén, donde registró la habitación apresuradamente, y por fin encontró un arcón en un rincón oscuro. Lo abrió y casi soltó un grito de alegría: aunque ninguna de las mujeres de Abdul vivía en la casa, allí aún quedaban algunos de sus vestidos. Ermengilda la había seguido y Maite le dijo que se quitara su precioso atuendo de seda azul y se pusiera uno mucho más sencillo, consistente en una camisa, un caftán y un manto, además de un pañuelo para la cabeza y un velo, sin los cuales una mujer que no fuera una esclava no podía salir a la calle.

Maite se vistió con prendas similares y dijo:

—El silencio reina en la casa, creo que podemos arriesgarnos a bajar.

Pese al temor que sentía, su amiga asintió.

—¿No tienes un arma mejor que ese puñal de pacotilla?

Maite sopesó el arma en la mano.

—¡Me bastará!

Cuando regresaron a las habitaciones del dueño de casa, Ermengilda miró en torno buscando un arma y en el segundo arcón descubrió varias espadas y puñales envueltos en finos paños. Ese arcón también había sido registrado. Encima de todo reposaba una espada de hoja recta, una parte del botín que Fadl Ibn al Nafzi se llevó de Roncesvalles.

—¡Esta es para Konrad! —dijo Ermengilda, disponiéndose a apoderarse del arma.

—¿Te has vuelto loca? —gritó Maite—. Hemos de recorrer cientos de millas a través de tierras sarracenas ¿y tú pretendes que cargue con una espada franca? Nada llamaría más la atención que eso.

—Me temo que tienes razón —contestó Ermengilda, compungida, y cogió una espléndida cimitarra adornada con piedras preciosas.

—¡Esa no serviría de nada en una batalla! —se burló Maite.

Ermengilda dejó la cimitarra, pero cuando volvió a coger la espada su amiga no se opuso. Ambas descendieron la escalera con mucha cautela. Ya desde lejos oyeron los sonoros ronquidos y cuando entraron en la habitación donde los criados de Fadl se habían emborrachado, estos dormían tan profundamente que ni un trueno los habría despertado. El único que todavía estaba en pie era Konrad, pero de momento parecía ignorar qué debía hacer a continuación.

Al ver a las dos mujeres cubiertas por un velo supuso que se trataba de dos de las esclavas de Fadl y se temió que todo estaba perdido. Entonces Maite se levantó el velo y soltó una risita.

—¡Te he visto poner una cara más inteligente!

—¿Maite? ¿Ermengilda?

Cuando la astur también mostró el rostro, Konrad se abalanzó sobre ella y la abrazó.

—¡Cuánto me alegro de volver a verte! —exclamó.

Si bien antes solo había podido admirar a Ermengilda desde lejos, al notar su cuerpo tibio entre los brazos un deseo casi insaciable se apoderó de él. Pero ese no era el momento ni el lugar para dar rienda suelta a su pasión, así que se apresuró a soltarla.

—Me alegro de que hayáis logrado abandonar el harén. Si hubiese tenido que forzar la puerta, incluso los vecinos habrían oído el ruido.

—¡Basta de chácharas! ¡Encárgate de que podamos largarnos! —espetó Maite, furiosa porque Konrad solo tenía ojos para Ermengilda y hacía caso omiso de ella.

—Me he hecho con atuendos judíos; nos servirán para no llamar la atención durante el viaje. Aguardad en aquella habitación; iré en busca de las prendas para que podamos cambiarnos —dijo Konrad. Poco después entró en la otra estancia con una cesta en la mano.

Cuando quiso sacar las prendas, Maite lo detuvo apoyándole una mano en el brazo.

—¡Déjalo! Ve en busca de una túnica como las que llevan los demás criados. De esta forma, si alguien nos observa por casualidad cuando salgamos de la casa, no podrá informar de con qué ropas pretendemos huir.

—¡Tienes razón!

Avergonzado, Konrad agachó la cabeza y fue en busca de una camisa y un manto para cambiarlos por su túnica de esclavo.

—También necesitas algo para cubrirte la cabeza —gritó Maite a sus espaldas, y volvió a refugiarse en la habitación donde los hombres de Fadl se habían emborrachado. Allí los beodos estaban tumbados en el suelo, uno encima del otro, incapaces de abrir ni un ojo. Ni siquiera se percatarían de la huida, por no hablar ya de impedirla.

—No creía que Konrad lo resolviera todo tan bien —lo alabó Maite cuando regresó junto a Ermengilda. Entonces notó que su amiga se cubría la boca con una mano al tiempo que aferraba la espada con la otra, como para no caer.

—¡Esa cosa te resultará inútil! Quítale el puñal a uno de esos hombres, así no estarás indefensa —le aconsejó Maite.

Ermengilda asintió con la cabeza, pero permaneció inmóvil.

Maite suspiró, se acercó a los borrachos y cogió el sencillo puñal que el mayordomo llevaba en el cinto.

—Este servirá. Un arma valiosa llamaría la atención —señaló. Le tendió el puñal a la astur, le quitó la espada incrustada de gemas que la otra todavía aferraba y la contempló: no era un arma adecuada para un humilde viajero.

—¿Dónde está Konrad? Sabe que hemos de actuar con rapidez.

No bien hubo pronunciado dichas palabras, el joven franco apareció en la puerta.

—¿Crees que deberíamos maniatar a los hombres y las esclavas para evitar que informen de nuestra desaparición de inmediato?

Maite hizo un gesto negativo.

—Tardarán bastante en recuperarse, y si uno de ellos despierta, solo pensará en el dolor de cabeza. En cambio si se encuentra maniatado sabrá que ha ocurrido algo malo y hará todo lo posible por llamar la atención de los otros.

—¡Tienes razón! —convino Konrad, quien cogió la espada enjoyada que ella le tendía y se dispuso a colgársela del cinturón.

—¿Has perdido el juicio? —preguntó Maite, llevándose un dedo a la sien—. Si alguien nota que un hombre que viste tan sencillamente lleva un arma como esa, creerá que la ha robado y llamará a los guardias.

Fue como si le hubiera pegado una bofetada. Konrad no quería abandonar la casa desarmado y, además, codiciaba esa magnífica espada, cuyo valor superaba el de todas las propiedades de su padre, y eso que Arnulf era considerado uno de los hombres más ricos de su comarca.

Ermengilda se percató del dilema de Konrad, se sacudió como si quisiera desprenderse del temor y cogió una de las capas que los criados solían ponerse cuando llovía.

—Tal vez deberías envolver la espada con eso.

Konrad siguió su consejo prescindiendo de la mirada furibunda de Maite.

—Bien, ahora podemos partir —dijo, sujetando el paquete alargado debajo del brazo.

Maite lo retuvo.

—En estos tiempos ningún hombre viaja sin un arma. Ve a buscar un puñal.

Konrad miró alrededor, se acercó a uno de los hombres y le quitó el puñal, que se guardó en el cinto antes de regresar junto a las mujeres.

—¿Estáis preparadas?

Maite asintió.

—Sí. Pero no conviene que abandonemos la mansión todos juntos. Llamaríamos la atención. Será mejor que nos separemos y volvamos a reunirnos ante la puerta de la ciudad. ¿Tienes algún plan para después?

—Sí: cogeremos una barca y navegaremos un trecho río abajo. Después ya veremos —contestó Konrad, sin mencionar a Eleazar ni sus indicaciones. Rara vez había sentido tanto agradecimiento por una persona y decidió que, si la huida fracasaba, se dejaría torturar hasta la muerte antes que soltar el nombre del médico.

—¿Ya dispones de una barca o hemos de robar una? —preguntó Maite, interrumpiendo sus pensamientos.

—La barca que nos aguarda es azul, pero hace un tiempo reemplazaron tres de sus maderas y estas son rojas.

—La encontraremos. Yo me adelantaré y llevaré la cesta con la ropa. Vosotros dos me seguiréis a treinta o cuarenta pasos de distancia.

Maite confió en que Ermengilda tuviera suficiente presencia de ánimo para caminar unos pasos por detrás de Konrad, una precaución necesaria para que nadie se percatara de que iban juntos. Por suerte, al ir cubierta con el pañuelo y el velo, nadie se percataría de la angustiada expresión de su amiga. Los saludó a los dos con un gesto de la cabeza para darles ánimo, cogió la cesta con los atuendos judíos con la derecha y con la izquierda se cubrió el rostro con el velo.

—Te agradecería que me ayudaras un poquito —le dijo a Konrad con cierto sarcasmo. El franco se apresuró a correr el pestillo y abrirle la puerta.

Maite no estaba en absoluto tan tranquila como fingía. El corazón le latía con fuerza y, tras dar unos pasos, empezó a temblar de pánico. Debido a la inquietud, no había tenido en cuenta que ninguno de los tres conocía la ciudad ni sabía dónde se encontraba la puerta más próxima. Dado que no osaba preguntar a un transeúnte, se dejó arrastrar por la multitud hasta alcanzar una calle más amplia. Allí descubrió una casa con una pared de ladrillos junto a la que había pasado cuando llegó a Córdoba. Pero no recordaba si se encontraba a derecha o izquierda del carro. Si tomaba la dirección equivocada llegarían al palacio del emir, donde corrían el riesgo de llamar la atención de los guardias.

Confiando en su buena suerte, Maite giró a la izquierda y, al volver la cabeza, vio que Konrad se encontraba a menos de diez pasos de ella y que Ermengilda lo seguía, procurando que nadie notara que iban juntos. Maite tomó aire, pero no logró desprenderse de la angustia que le oprimía el pecho como un anillo de hierro. Ya era tarde, y si no encontraban una puerta abierta pronto, se quedarían encerrados en Córdoba.

Other books

The Lasko Tangent by Richard North Patterson
Just One Kiss by Isabel Sharpe
Sparkle by Rudy Yuly
The Last Living Slut by Roxana Shirazi
The Last Spymaster by Lynds, Gayle
More Than Meets the Eye by J. M. Gregson
Universe of the Soul by Jennifer Mandelas