La Rosa de Asturias (73 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

Aunque Simeón siguió hablando en tono escasamente amable, Konrad cobró esperanzas. Así que sacó el talego del cinto y depositó unas monedas en la palma del otro.

—¡Toma, no puedo darte más!

—Dame el doble y recibirás todo lo que has pedido.

—¡Imposible! —replicó Konrad, pero en el último instante recordó que cada vez Eleazar había regateado por el precio del vino, y que por tanto tampoco había de tomarse esa exigencia como definitiva. Así pues, se apresuró a depositar otra moneda en la mano de Simeón.

—Es la última. Si no lo consideras suficiente tendré que seguir el viaje a pie.

Simeón Ben Jakob pareció reflexionar y por fin hizo un gesto de asentimiento.

—¡De acuerdo! No quiero robarte —accedió finalmente, aunque con un brillo irónico en la mirada, puesto que en la carta Eleazar Ben David le indicaba que, a cambio de los dos mulos, le perdonaba la deuda que había contraído con él por haber atendido a su mujer, así que las monedas de Konrad suponían una bonita ganancia extra.

Al sospechar que quien se encontraba ante su puerta era un gentil, no lo invitó a pasar, sino que se dirigió a la parte posterior de la casa y lo condujo hasta la puerta del establo, donde le indicó que aguardara. Mientras tanto, él entró en la primitiva choza de madera, cuyo mísero aspecto parecía proclamar a gritos la pobreza del propietario. Sin embargo, tanto su domicilio como su atuendo —unas ropas harapientas— eran un recurso para engañar a los cobradores de impuestos del emir.

Frente a Konrad también fingió que él, su mujer y sus hijos estaban al borde de la inanición, y lloriqueó hasta que el joven franco le entregó una moneda más.

—¡Toma, cógela! ¡No quiero perjudicarte!

—¡Gracias! ¡Que Adonai te bendiga! —dijo Simeón Ben Jakob, divertido ante la gazmoñería del joven, al tiempo que se guardaba el dinero. Después escogió los dos mulos más viejos entre la media docena que ocupaba el establo, sujetó unas cuerdas a los ronzales y le tendió los extremos a Konrad.

—¡Estos son mis mejores mulos! Trátalos bien, pues siempre me han servido fielmente. Si aguardas un momento, te traeré unas provisiones para el viaje. —Acto seguido se marchó, dejando solo a Konrad.

El joven no sabía si alegrarse de disponer de dos mulos o más bien enfadarse debido a la provecta edad de los animales. Como dudó de que el judío regresara, tras unos momentos se dispuso a emprender la marcha, pero en cuanto pasó por detrás de la casa con los dos mulos, Simeón Ben Jakob salió a su encuentro con un gran saco en la mano.

—Toma, esto es para ti. ¡Que Adonai bendiga tu viaje! —dijo, tras lo cual le entregó el saco y desapareció en el interior de la casa.

El franco lo siguió con la mirada y sacudió la cabeza. El saco pesaba lo suyo, así que seguramente contenía alimentos suficientes para los tres durante varios días.

—¡Gracias! ¡Que Dios te lo pague! —dijo. Montó en el mulo más fuerte y arrastró al otro de la cuerda. Los animales avanzaron con lentitud, pero no parecían tener malas mañas: se limitaron a agitar las orejas para espantar las moscas y resoplaron traviesos, como si se alegraran de emprender el viaje.

Konrad se puso de buen humor y, mientras se burlaba un poco de sí mismo y de sus cabalgaduras, se dio cuenta de que era la primera vez tras la derrota de Roncesvalles que volvía a ser su propio amo.

El bosquecillo en el que debía reunirse con Ermengilda y Maite estaba más lejos de lo que había calculado. El sol estaba a punto de ponerse y temió no encontrarlas en medio de la oscuridad.

«¡Debí llevarlas conmigo, por más que protestara Maite!», pensó y se detuvo para buscarlas con la mirada bajo los primeros árboles. De pronto una figura oscura surgió entre los arbustos y Konrad aferró el puñal, pero de inmediato reconoció a Maite.

—¡Ya empezaba a preocuparme por vosotras!

—¡Y nosotras por ti! Has tardado mucho. Pero al menos veo que has conseguido los mulos. ¿Traes también víveres? Ermengilda y yo no hemos comido nada desde esta mañana.

Konrad señaló el saco y preguntó dónde estaba la astur.

—Encontramos un buen escondite, un pequeño desfiladero con una fuente de la que incluso en esta época del año mana agua. Ven conmigo —dijo Maite, quien cogió las riendas de uno de los mulos y lo condujo bosque adentro. Konrad, que la seguía arrastrando al otro animal, no podía pensar más que en ver de nuevo a Ermengilda.

Cuando alcanzaron el escondite el ocaso empezó a dar paso a la noche, pero durante el último trecho una lucecita les indicó el camino. Maite había logrado encender un fuego mediante un trozo de hupe, que utilizó como yesca, y dos pedazos de madera. Aunque había procurado que fuera pequeño, para no llamar la atención de nadie, las llamas proporcionaban luz suficiente para que Konrad pudiera desempacar el saco de víveres que Simeón Ben Jakob le había dado.

Ermengilda miró con ojos hambrientos el pan, el queso y las olivas y luego se sirvió. Entre tanto, Maite condujo a los mulos hasta un lugar donde crecía un poco de hierba y los sujetó. Después regresó, se sentó junto a los otros dos y también comió. Finalmente alzó la cabeza y miró fijamente a Konrad.

—Espero que no hayas cometido ningún error que pueda llamar la atención de nuestros enemigos.

Ella misma ignoraba por qué le hablaba en un tono tan rudo, aunque quizá se debía a la insistencia con que Konrad miraba a Ermengilda.

Claro que la astur también hacía lo suyo para llamar la atención del joven, al que no dejaba de sonreír con gran dulzura y admiración. Era evidente que lo consideraba un héroe que por tres veces la había librado de un destino horroroso. Maite también le estaba agradecida por haberla salvado del oso, aunque consideraba que había saldado esa deuda en el desfiladero de Roncesvalles. Y en esta ocasión había contribuido al menos tanto como Konrad al éxito de la huida. Pese a ello, los otros dos actuaban como si ella no estuviera presente, sin incluirla en la conversación. Así que se puso de pie en cuanto terminó de comer.

—Voy a echar un vistazo a los mulos —anunció, y se marchó sin volver la cabeza. Tan encolerizada estaba que ni siquiera se fijó por dónde iba y se vio obligada a buscar a los animales durante un buen rato. Como los dos mulos seguían arrancando la hierba seca en el pequeño claro, se sentó cerca de ellos y cruzó los brazos con la vista perdida.

Había recuperado la libertad, pero el futuro le parecía muy sombrío, como si su camino la condujera irremediablemente a la perdición. Debido a las intrigas de Okin se había convertido en una extraña en su propia tribu, por tanto era de suponer que tampoco obtendría apoyo alguno cuando lo acusara del asesinato de su padre. Reprimió dicha idea y procuró ocuparse de asuntos más inmediatos, lo cual la llevó a pensar de nuevo en sus dos acompañantes y a preguntarse qué estarían haciendo.

2

Ermengilda y Konrad no dejaron de notar que Maite se había marchado sin saludar y durante un rato ambos permanecieron sentados en silencio. Entonces el joven inspiró profundamente y sacudió la cabeza.

—¿Qué te pasa? —preguntó Ermengilda en voz baja.

—¡Nada! Yo… —Konrad se interrumpió: obviamente no podía decirle que su máximo anhelo era estrecharla entre sus brazos.

—¡Por favor, no me mientas!

—No puedo decírtelo —contestó Konrad con una mueca de desesperación.

—¡Claro que puedes! Has de decírmelo todo —insistió ella, al tiempo que se acercaba a él y le apoyaba la mano en el brazo.

Konrad jadeó y, antes de comprender lo que hacía, la abrazó.

—Desde el día en que te vi por primera vez he anhelado estrecharte entre mis brazos. Ese pensamiento fue lo que me proporcionó la fuerza necesaria para superar la dura marcha hasta Córdoba. Ahora que por fin soy libre, ese anhelo es tan intenso que solo desearía poseerte ahora mismo.

Konrad no quería apremiarla, pero tan intensas eran sus ansias que apenas lograba domeñarlas.

La joven lo contempló con expresión pensativa al tiempo que apoyaba la mano izquierda sobre el vientre. Pese a que aún era pronto para eso, le pareció sentir la vida que crecía en sus entrañas y agradeció a Dios que el padre de la criatura fuera su esposo franco. Si bien Abderramán le había resultado menos repugnante que Eward, la idea de que el padre de su hijo fuera un cristiano y no un infiel era un bálsamo para su conciencia. Se había entregado a ambos por obligación, sin sentir absolutamente nada, pero en ese momento se sorprendió al descubrir que deseaba hacer con Konrad aquello que solo debía suceder entre dos esposos.

Aunque no quería cometer un pecado ante la mirada de Dios, sabía que necesitaba urgentemente un nuevo esposo, y Konrad era más indicado que cualquier otro. Al fin y al cabo, le había salvado la vida, y cuando Abderramán la visitaba, cada vez había imaginado que yacía en brazos de Konrad. Si bien el niño no era suyo, si ella se entregaba a él lo convertiría en el padre simbólico de la criatura.

Con una sonrisa que delataba su inseguridad pero también su esperanza, se puso de pie y se quitó la ropa. Iluminada por las llamas, su piel resplandecía como el marfil y sus cabellos tenían el fulgor del oro. Incluso el vello que las esclavas del palacio habían eliminado tan dolorosamente volvía a crecer.

Konrad notó que su miembro aumentaba de volumen y adoptaba una dolorosa dureza. Se apresuró a desprenderse del manto y la camisa, pero aún tuvo la precaución de extender sus ropas en el suelo para que Ermengilda pudiera tenderse. Después se inclinó sobre ella y se deslizó entre sus muslos.

—¡Ten compasión de mí y tómame como esposa, no como botín! —susurró Ermengilda, intimidada por la pasión del franco.

Konrad se obligó a penetrarla con mucho cuidado; no obstante, al principio le hizo daño. Ella soltó un gemido, lo rodeó con las piernas y lo estrechó contra su pecho en un intento de contener su ímpetu. Sin embargo, no tardó en notar que el dolor daba paso a otras sensaciones hasta entonces desconocidas. Su cuerpo se ablandó y, sin percatarse de ello, abrió las piernas y se ofreció a su amante. Konrad se movía con tal suavidad que despertó los mismo chispazos de placer que Ermengilda había sentido con Abderramán, hasta convertirlos en una llamarada que parecía devorarla.

Entre tanto, Maite había regresado, aunque ninguno de los dos se percató de ello. Al oír los gemidos la vascona se detuvo y por un instante clavó la mirada en la pareja estrechamente abrazada. Como Ermengilda soltaba quejidos como si sintiera dolor, supuso que Konrad la estaba violando y cogió el puñal. No obstante, cuando ya se disponía a atacar, Ermengilda soltó un grito de placer.

—Ven, hazlo más fuerte. ¡Sí, así! ¡Oh, qué maravilla…!

Maite bajó el puñal y retrocedió, asqueada pero incapaz de despegar la mirada del espectáculo. Dado que su única experiencia con un hombre se limitaba a la lucha que había mantenido con Fadl Ibn al Nafzi y la subsiguiente violación, no comprendía que una mujer pudiera entregarse a un hombre si no era contra de su voluntad. Sin embargo, Ermengilda parecía insaciable, porque cuando Konrad se detuvo, exhausto, ella le suplicó que volviera a poseerla.

El franco tardó un rato en volver a encontrarse en condiciones. La segunda coyunda no fue tan salvaje y violenta como la primera, sino suave y armónica.

Todo ello no dejó de afectar a Maite. Notó una tensión en el bajo vientre y el anhelo de ser amada de esa manera alguna vez. Pero trató de reprimir la sensación en el acto y cuando Konrad acabó, cogió su manto, se envolvió en él y se acostó de espaldas a los otros dos. Aquella noche la soledad que jamás la había abandonado tras la muerte de su padre se apoderó de ella con intensidad aún mayor.

3

Al día siguiente nadie mencionó lo ocurrido la noche anterior. Si bien Ermengilda lanzaba sonrisas melosas a Konrad, estaba más centrada en su hijo aún no nacido que en volver a compartir el lecho con él. Konrad la había amado en sueños toda la noche y aún se estremecía al recordar el placer que había experimentado. No obstante, de momento la imperiosa necesidad de demostrar su hombría se había aplacado y quería esperar a que ella volviera a estar dispuesta a entregarse a él.

Mientras tanto Maite se centraba en las siguientes etapas del viaje y extendió en el suelo las ropas que Konrad se había llevado de la casa de Eleazar. Se trataba del rústico atuendo de un judío viajero: una camisa larga, un caftán, un abrigo y un gorro. Además había una camisa amplia de color azul, un chaleco bordado, un vestido de falda bordada y un gorrito con un velo, el atuendo adecuado para una judía acaudalada. A Maite le agradó y le habría gustado llevarlo, dado que el segundo atuendo femenino solo consistía en una camisa larga de color pardo y una túnica sin mangas: la vestimenta de viaje idónea para una criada.

Por desgracia, las ropas más bonitas no eran de su talla y tuvo que conformarse con el vestido más modesto. Mientras escogía las prendas descubrió la botella con el tinte.

—¿Qué es eso? —preguntó dirigiéndose a Konrad.

—Esa botella contiene un zumo con el que uno de nosotros podrá teñirse la piel y el cabello, y así parecer un negro —explicó él, sonriendo.

—Esperemos que no para siempre —dijo Maite en tono burlón, con la intención de dejar la botella a un lado, pero después la sopesó con aire pensativo—. Supongo que tendré que hacerlo yo, porque tú no puedes presentarte como judío y como negro al mismo tiempo, y debido a sus ojos azules nadie creería que Ermengilda es negra.

Maite destapó la botella y derramó un poco del líquido en la palma de la mano. Parecía tinta y era inodoro. Cuando se aplicó unas gotas en el brazo, la piel adoptó un brillo negro azulado, similar al de la tez de un negro.

—¡Tendrás que ayudarme! —le dijo a Ermengilda, y le rozó el cabello con las manos manchadas de tinte. El brillo dorado desapareció inmediatamente—. Sería conveniente teñirte el cabello. Ningún sarraceno tomará a una negra y a una judía de cabellos negros por las mujeres que se le escaparon al emir y a la sanguijuela de Fadl.

Maite se alegró de poder teñirle los cabellos a su amiga: ello la haría parecer más humilde y menos atractiva. Pero entonces pensó en su propio aspecto tras convertirse en negra y se estremeció.

—¿Puedes encargarte de los mulos y abrevarlos? —dijo, dirigiéndose a Konrad—. Déjalos pastar un rato más, porque les espera un largo camino.

Él asintió, se puso el atuendo judío y se dirigió al pequeño claro donde pastaban los mulos.

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