La Rosa de Asturias (76 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

—El dueño del albergue considera que son señores muy importantes y les teme. Por eso no osa vender vino mientras permanezcan aquí. Pero su mujer no quiso perderse el negocio y me dijo que fingiera que se trataba de zumo de frutas.

—Tampoco tendría ningún inconveniente en tomar un buen sorbete —dijo Ermengilda, y lanzó un suspiro al recordar los maravillosos zumos de frutas con nieve que le servían en el palacio del emir de Córdoba. Pero renunciar a semejantes exquisiteces era un precio exiguo por recuperar la libertad, así que tomó unos sorbos con expresión agradecida.

Hacia el este el cielo empezaba a teñirse de oscuro y pronto aparecieron las primeras estrellas como puntos diminutos y brillantes en el cielo. Maite y Ermengilda se acurrucaron una junto a la otra para darse calor y no tardaron en dormirse.

Como Konrad no lograba conciliar el sueño, se sentó de espaldas a la tapia y contempló las estrellas. Muchas de ellas también brillaban en el cielo de su tierra natal, pero algunas le eran desconocidas y le recordaron cuánto se había alejado de su familia y de la finca Birkenhof. Curiosamente, no sentía nostalgia, le agradaba esa tierra cálida y sus embriagadores aromas, y durante un rato imaginó que el rey Carlos había logrado ocupar Zaragoza y conquistar el norte de España. De haber sido así, quizás el monarca le habría otorgado unas tierras en las que hubiese podido vivir como un noble. Seguro que a Ermengilda le agradaría más ser la esposa de un noble que la mujer de un campesino libre.

7

A la mañana siguiente, los sarracenos fueron los primeros en partir; Maite y sus amigos no lo lamentaron, porque los individuos se habían comportado como si fueran los amos del lugar y el dueño de la posada se limitara a ser su criado. Dado que recibieron un trato privilegiado, los demás viajeros solamente pudieron desayunar y abrevar sus animales en cuanto se hubieron marchado.

Mientras Maite se ocupaba de pagar, dado que el regateo se le daba mejor que a Konrad, este condujo los mulos al abrevadero. Ermengilda ya se encontraba junto a la puerta del patio, alegrándose de poder abandonar esa posada con prontitud. Mientras aún dirigía miradas impacientes a Konrad, oyó gritos furibundos en la aldea.

—¡Coged al ladrón!

Casi en el mismo instante, un muchachito flaco surgió entre las casas a toda velocidad. Bajo el brazo llevaba un pan y un trozo de queso mientras procuraba escapar de un hombre rechoncho y una mujer que no dejaba de chillar.

Al principio pareció que lograría escapar de sus perseguidores, pero uno de los viajeros que acababa de salir del albergue le cerró el paso y lo hizo caer. Antes de que el muchachito pudiera ponerse en pie, la pareja le dio alcance.

—¡Eres un miserable ladrón! Ahora recibirás tu castigo: el juez hará que te corten la mano derecha —gritó el hombre al tiempo que empezaba a golpearlo.

El que le había puesto la zancadilla al muchacho ordenó a uno de los criados del albergue que le trajera una cuerda para sujetarle los brazos y las piernas. Después lo contempló y le pegó un codazo a la víctima del robo.

—Yo en tu lugar no insistiría en que mutilen al muchacho. Hazlo castrar y luego véndelo como eunuco, te resultará más provechoso.

—Se merece que le corten la mano —chilló la mujer, mientras recogía el pan y el queso que el muchacho había dejado caer—. ¡Mira, está cubierto de polvo! Por más que lo limpie, el queso no podrá aprovecharse. ¡Y el pan! Ahora solo sirve para arrojárselo a los cerdos.

Hasta ese momento, el muchacho había guardado silencio, pero cuando la mujer también empezó a golpearlo y pegarle puntapiés, soltó un grito.

—¡Tened compasión! No he robado nada de valor. ¡Tenía hambre! —sollozó.

Ermengilda echó a correr hacia el chiquillo.

—¡Just! —exclamó.

En efecto: era el jovencito que hasta la batalla de Roncesvalles había sido el segundo escudero de Konrad. Presa del espanto, se cubrió la boca para no delatarse. Pero después se giró, echó a correr al albergue y fue a buscar a Konrad, que en ese momento se preguntaba dónde estaría.

—¡Han atrapado al pequeño Just! ¡Quieren cortarle la mano y venderlo como esclavo!

—¿Qué estás diciendo? ¡Pero si el muchacho perdió la vida en Roncesvalles! —contestó Konrad, completamente estupefacto.

—¡Es Just! Estoy segura. ¡Rápido, ayúdale! De lo contrario son capaces de matarlo.

Ermengilda lo aferró del brazo y quiso arrastrarlo consigo. Entre tanto, Maite llegó y oyó sus últimas palabras.

—¿Qué dices? ¿Que has visto a Just?

Ermengilda asintió con la cabeza y señaló hacia fuera. Las víctimas del robo habían soltado a Just, pero otros lo obligaron a ponerse en pie y, sin inmutarse, la multitud reunida en torno a él hablaba del precio que pagarían por él como esclavo.

Aunque en vez de la túnica hasta las rodillas que acostumbraba a llevar Just ahora iba vestido con una camisa que rozaba el suelo y un gorro, Maite y Konrad lo reconocieron en el acto. El muchacho estaba maltrecho y su mirada manifestaba el terror que sentía.

—¿Qué hemos de hacer? —susurró Maite.

—¡Seguro que nos estaba buscando! ¡Tenemos que salvarlo! —dijo la astur en tono agudo y al borde de las lágrimas.

—¿Cómo pretendes que lo liberemos? ¡Para ello necesitaría al menos una docena de forzudos francos!

Konrad reflexionó un momento y luego le pegó un empellón a Maite.

—Dile a ese gordinflón que quiero comprar al muchacho y pregúntale cuánto pide por él.

Al principio Maite quiso negarse arguyendo que el dinero para el largo viaje no les alcanzaría, pero luego recordó las escasas horas felices pasadas junto a los francos, momentos que debía agradecer a las interesantes conversaciones con Just, y asintió con expresión sombría.

—¡Eh, tú! —dijo, dirigiéndose al gordo—. Mi amo quiere comprar a ese gusano lamentable y darle de comer. A lo mejor aún se convierte en un esclavo útil.

Aunque el hombre hizo un gesto negativo, la mujer se volvió y contempló a Maite y a Konrad. Al ver el atuendo judío adoptó una expresión asqueada, pero en sus ojos brilló la codicia.

—Es un muchachito excelente y, una vez entrenado, será un buen esclavo. También es lo bastante joven todavía como para cortarle las partes. Obtendríais un buen precio por él como eunuco.

—Para ello primero tendría que sobrevivir al proceso —replicó Maite sacudiendo la cabeza con ademán dubitativo—. Además, ahora que lo veo de cerca, dudo que mi amo realmente quiera comprarlo. Lo habéis convertido en un tullido.

La mujer, que ya contaba mentalmente las monedas que obtendría a cambio del pan y del trocito de queso, no aflojó.

—Seguro que el muchacho vale unos dirhams, aunque tu amo no le haga cortar lo que tiene entre las piernas.

—¡Ni siquiera un solo dirham! —protestó Maite.

Con ello había empezado el regateo. Boquiabierto, Konrad observó cómo iban y venían las palabras. La mujer era avariciosa y le habría encantado hacerse pagar mil veces el valor del pan y del queso, pero Maite luchó denodadamente por cada dirham porque sabía que necesitaban hasta la última moneda para llegar a la frontera.

Por fin se pusieron de acuerdo y Konrad tuvo que entregarles la mitad del contenido de su talego a la mujer y a su marido. Algunos de los presentes insistieron en cobrar como testigos y las monedas restantes se redujeron aún más. Antes de que llegaran los esbirros del juez y también le exigieran dinero, Konrad cargó al muchacho en su mulo y se alejó. Maite lo siguió con el de Ermengilda y contempló a Just. Por lo visto, este aún no había reconocido a sus compradores y permaneció tendido en el lomo del mulo sin moverse.

—Pobre muchacho. ¡Le han dado una buena tunda! —dijo Ermengilda, suspirando. Aunque había manifestado la intención de ocuparse de sus lesiones de inmediato, Maite sacudió la cabeza.

—Si al juez del lugar se le ocurriera exigir su parte, nos veríamos obligados a robar y mendigar durante el resto del viaje. Es mejor que pongamos tierra de por medio lo antes posible.

—¿Y si entretanto Just muere? —objetó Ermengilda.

—¡No te preocupes! —intervino Konrad—. Ese crío lo aguanta todo. Además, seguro que esa paliza no es la primera que ha recibido en la vida.

Sin embargo, el franco solo lo decía para tranquilizar a Ermengilda, porque en realidad su preocupación no era menor que la suya. Just parecía estar inconsciente, pero entonces notó que parpadeaba y que los observaba por entre los párpados entrecerrados.

—Los golpes no han logrado acabar con nuestro amiguito. ¡Está completamente despierto!

Entonces el chiquillo abrió los ojos y clavó la mirada en Konrad, completamente estupefacto.

—¡Pero si vos estáis muerto! No es posible: sois otro que se os parece.

—¡No estoy muerto! —contestó Konrad—. Me aturdieron durante el combate y me arrastraron con ellos como esclavo, porque Fadl Ibn al Nafzi quería vengar la muerte de su hermano Abdul.

—Y a mí me encerraron en el harén de ese incalificable emir. Pero Konrad logró liberarme —le informó Ermengilda con mirada resplandeciente.

Maite torció el gesto, porque su amiga pasaba por alto sus logros y solo adjudicaba el rescate a Konrad. Pero al cabo de un instante, tras oír las palabras de Just, soltó un suspiro.

—Pues el señor Philibert se alegrará muchísimo —dijo este, y su rostro se iluminó—. Porque fue él quien me envió en busca de vos, señora.

—¡Philibert está vivo!

Ermengilda se alborozó, pero luego creyó que se desmayaría. Dio las gracias a Jesucristo y a todos los santos por haber salvado a Philibert, pero se preguntó cómo osaría volver a mirarlo a la cara. Lo amaba mucho más que a Konrad, pero tras haber compartido el lecho con este último había decidido que se convertiría en su esposa. Como había estado absolutamente convencida de que Philibert había muerto, consideró que Konrad sería un excelente esposo. Pero si se casaba con él de manera oficial, debería arrancarse su amor por Philibert del corazón y creyó que no lo soportaría. Por otra parte, Konrad le había salvado la vida en más de una ocasión y además la había liberado. Debido a ello estaba en deuda con él y no podía decepcionarlo.

En ese momento Konrad no le prestaba atención y no se percató de sus remordimientos. Pero Maite, que sí se dio cuenta, esbozó una sonrisa malévola: su amiga se merecía las dudas que la carcomían. ¿Por qué no había esperado un poco antes de acostarse con Konrad? Sin embargo no tardó en sentir lástima por ella. Debía de ser difícil encontrarse entre dos hombres que la amaban y que eran igualmente dignos de obtener su mano. Pero como Ermengilda solo podía tomar a uno de ellos como esposo, el otro se quedaría con las manos vacías y de pronto deseó que fuera Konrad.

Entre tanto, Just se había recuperado e informó de la masacre de Roncesvalles.

—Me escondí en la madriguera de un lince y solo salí cuando todo hubo acabado y Philibert fingió estar muerto. Fue Maite quien se lo aconsejó. Qué pena que no esté con vosotros.

—Pero si estoy aquí —intervino Maite.

Just la miró fijamente.

—¡Pero si eres una negra…!

—Solo una tintada —lo interrumpió Maite con una sonora carcajada.

—Es verdad que hablas como ella, pero no te asemejas. Aunque si uno te imagina sin ese horrendo color negro, podrías ser ella.

—¡Soy yo! —insistió Maite.

Sin hacerle el menor caso, Just sonrió a Konrad.

—Podríais desatarme, ¿no? ¿O es que de verdad queréis venderme como esclavo?

—Eso es precisamente lo que deberíamos hacer, porque gastamos casi todo nuestro dinero en comprarte —refunfuñó Maite.

Konrad asintió con expresión compungida.

—Liberarte nos costó muchos dirham y si no queremos morir de hambre, pronto habremos de contar con tus talentos especiales. Pero cuida de no dejarte atrapar por segunda vez, porque ya no me queda dinero para pagar tu rescate.

—En general no me dejo atrapar. Lo de hoy ha sido una estúpida casualidad. Esa vaca gorda entró en la cocina justo cuando me estaba largando y enseguida empezó a chillar. Si hubiera llegado un instante después, yo ya habría tomado el portante.

—¡Pero entonces no te habríamos encontrado!

Las palabras de Maite lo hicieron enmudecer un momento, aunque después volvió a sonreír.

—Al final todo ha salido bien, así que nadie puede decir que no existe la divina providencia. ¡Cuidado, me pinchas la mano! —chilló, dirigiéndose a Maite, que se afanaba en cortar las cuerdas que lo sujetaban.

Mientras ella guardaba el puñal, señaló hacia el norte.

—¡Hemos de seguir! Unos viajeros ya nos están dando alcance y no tengo ganas de encontrarme en la misma situación que ayer.

—¿Cómo? ¿Qué pasó? —quiso saber Just.

Pero los otros tres no tenían ganas de hablar. Sentían pena por los fugitivos hechos prisioneros por los sarracenos y cierta vergüenza por haber escapado de tan horrendo destino.

Por fin Ermengilda cambió de tema y rogó a Just que le contara cómo se encontraba Philibert.

—Estaba malherido. ¿Cómo lograsteis escapar?

—No todos los vascones son tan sanguinarios como esa gentuza que nos atacó. Un par de pastores nos acogieron en su choza y se ocuparon de las heridas de Philibert como el mejor de los médicos.

Mientras Just narraba sus aventuras, Maite se alegró de haberse tintado la piel de negro, puesto que de lo contrario los otros tres habrían notado que enrojecía de vergüenza al oír las palabras del muchacho, porque en el fondo, ella también formaba parte de esa gentuza sanguinaria de la que hablaba Just e ignoraba la actitud que a la larga Konrad adoptaría frente a ella, así como también Ermengilda y Philibert. Era doloroso imaginar que los tres, por no olvidar al pequeño Just, pudieran considerarla una enemiga y darle la espalda.

«Porque seguro que no me he merecido eso», se dijo.

8

Las lesiones de Just eran menos graves de lo que los otros habían temido al principio. Sufría un par de contusiones y numerosos moratones, pero al día siguiente ya volvía a estar en pie. Solo insistió en conducir al mulo de Konrad de las riendas, porque ello le permitía reanudar las conversaciones que quedaron interrumpidas cuando Maite huyó de Pamplona.

Tenía mucho que relatar, porque hacía varias semanas que se encontraba en la región dominada por los sarracenos y se había abierto paso penosamente hacia el sur. Aunque en diversas ocasiones había recibido informaciones falsas, una y otra vez se las ingenió para retomar la pista de Fadl Ibn al Nafzi, pues albergaba la esperanza de que este y sus hombres le informaran de lo ocurrido con Ermengilda. Cuando descubrió al bereber y a su tropa, los siguió un trecho hacia el norte. Pero según confesó a Maite, no logró averiguar gran cosa.

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