La Rosa de Asturias (78 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

—¡Condenado caballo! —masculló Philibert al tiempo que volvía a montar y, dispuesto a echar mano de la espada de inmediato, alzó el brazo derecho desarmado.

—¡Paz!

Los dos guerreros detuvieron sus cabalgaduras y lo contemplaron con aire de desconfianza.

—¿Quién eres y qué se te ha perdido aquí? —preguntó uno de ellos.

—Soy un emisario y llevo un mensaje para el todopoderoso emir Abderramán —respondió: era la única excusa que se le ocurrió.

Entre tanto, el cabecilla de los sarracenos también se había acercado y desenvainó la espada.

—¿Qué quiere ese
giaur
?

Como habló en árabe, Philibert no comprendió sus palabras ni la respuesta de los otros dos.

—¡Paz! Soy un emisario y llevo un mensaje para el todopoderoso emir Abderramán —repitió Philibert con la esperanza de que el nombre del emir aplacara el ánimo de los hombres.

—¡Un emisario! ¡Más bien un espía que se arrastra vilmente por nuestras tierras para explorar el terreno! —replicó el cabecilla sarraceno en tono burlón.

—¡No, señor! Os equivocáis. ¡No soy un espía! —declaró Philibert, sudando bajo la cota de malla pese al frescor reinante.

—¿Llevas una carta para el emir, a quien Alá otorgue mil años? ¿Y quién te envía?

El sarraceno seguía contemplándolo con cara de pocos amigos, pero Philibert confiaba en lograr convencerlo de sus buenas intenciones.

Entonces el prisionero alzó la cabeza y le clavó la mirada.

—Philibert de Roisel. ¡Sobreviviste a la masacre de Roncesvalles!

Entonces el guerrero lo reconoció y soltó una maldición.

—¡Ermo! Supongo que te expulsaron del infierno, ¿verdad?

—¡Así que eres un franco! Si afirmas ser un pacífico mensajero, mientes. Entre mi insigne señor Abderramán y Carlos, ese perro cristiano, no hay intercambio alguno de mensajes, a menos que sea con la espada.

El cabecilla de los sarracenos alzó la espada y les indicó a sus hombres que se separaran. Superaban en número al franco y encima disponían de arcos.

—Ríndete, franco, y te perdonaré la vida… «y te convertiré en esclavo» —expresó su mirada.

Philibert desenvainó la espada e hizo girar al semental para ponerse de espaldas a la iglesia.

—¿Quién eres tú, que osas exigirle a Philibert de Roisel que se entregue como si fuera una débil mujer, o un sarraceno?

El sarraceno le lanzó una mirada irónica.

—Mi nombre es tan temido en las costas del Magreb y en los oasis de Ifrikija como en al-Ándalus y en los reinos montañosos de Hispania, porque soy Fadl Ibn al Nafzi, el hombre que hizo pedazos la arrogancia del conde Roland en el desfiladero de Roncesvalles. Soy el brazo armado del emir de Córdoba.

—Bien, temido brazo armado del emir, concédeme el honor de cruzar mi espada con la tuya. Si vences, seré tu prisionero, pero si venzo yo, tú y tus hombres me dejaréis marchar sin molestarme —dijo Philibert, apelando al orgullo del sarraceno.

Pero Fadl Ibn al Nafzi no había alcanzado un puesto importante al servicio del emir aceptando cualquier reto. Contempló a Philibert con mirada evaluadora. Un franco que en esos días osaba adentrarse en el país de los sarracenos a solas estaba loco o era especialmente valiente. Fadl también echó un vistazo a la larga y recta espada de su enemigo. Su hermano había caído atravesado por semejante arma y, con el recuerdo, regresó la ira que se apoderó de él cuando le habían dado la noticia. Y el hecho de que el culpable estuviera en su poder no había modificado ni un ápice sus sentimientos por los francos. Aborrecía a ese pueblo y mataría a todos los francos que se pusieran al alcance de su cimitarra. Eso fue lo que gritó a la cara del guerrero que tenía ante sí justo antes de espolear su caballo.

La liviana yegua se arrojó contra el pesado semental de Philibert como una gota de lluvia cae sobre una hoja. Los aceros entrechocaron una vez produciendo un chirrido agudo y rápidamente Fadl se situó fuera del alcance de la larga espada. Pese a la brevedad del encontronazo, el franco había demostrado que estaba acostumbrado a combatir con sarracenos, lo cual resultó decisivo. ¿Qué saldría ganando, pensó el musulmán, si lograba derrotar a su oponente pero resultaba lastimado? No podía permitirse el lujo de que una herida lo obligara a guardar cama, porque debía regresar a Córdoba lo antes posible.

El prisionero que llevaba consigo había sido atrapado por el comandante de uno de los castillos fronterizos, quien lo torturó para averiguar de dónde procedía. Cuando el bellaco confesó que era un esclavo de Fadl, el comandante informó a este de ello a través de un mensajero. Al recibir la noticia, Fadl cabalgó hasta el castillo con unos pocos compañeros y allí comprobó que el prisionero era el franco Ermo. Aunque durante el interrogatorio este afirmó haber huido solo, Fadl no estaba seguro de que el asesino de su hermano no hubiera intentado huir también. Por este motivo, entre otros, quería regresar a Córdoba cuanto antes y no podía arriesgarse a sufrir una herida. Dada la situación, obligó a su yegua a retroceder y gritó a sus hombres que cogieran los arcos y dispararan a ese perro.

Aunque Philibert no entendió sus palabras, vio que los otros sarracenos cogían sus arcos y, furioso, vociferó que eran unos cobardes al tiempo que clavaba espuelas. El pesado animal se lanzó hacia delante soltando un relincho indignado y chocó contra la yegua de Fadl. La embestida derribó al delicado animal, pero con ello salvó la vida de Fadl Ibn al Nafzi, porque el arma de Philibert pasó por encima de su cabeza.

A duras penas, el sarraceno logró sacar los pies de los estribos y desmontar antes de que la yegua se desplomara. Uno de sus acompañantes fue menos afortunado: la espada de Philibert le partió el cráneo.

Entonces los otros tensaron los arcos y volaron las primeras flechas. Philibert logró detener una con la espada, pero otras dos atravesaron su cota de malla y se le clavaron en el muslo sano y en el hombro izquierdo.

Sin embargo, el franco volvió a lanzarse al ataque y logró herir a uno de los sarracenos, pero entonces varias flechas se clavaron en el cuerpo de su caballo, el animal se encabritó y lo derribó de la silla.

Philibert cayó estrepitosamente y durante un instante perdió el conocimiento. Cuando volvió a incorporarse, comprendió que moriría. Los arqueros sarracenos le apuntaban desde bastante distancia y se preguntó si aún sentiría los flechazos antes de morir, al tiempo que pedía perdón a Ermengilda por haber fracasado tan pronto en su intento de liberarla.

10

Konrad reconoció a Philibert en el acto y apretó los dientes para no soltar un grito de sorpresa: allí estaba su amigo enfrentado a seis sarracenos y sucumbiría aunque luchara con el coraje de un león. Sin pensárselo dos veces, Konrad se volvió, echó a correr hacia los mulos y cogió la espada enjoyada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Maite, desconcertada.

—¡Es Philibert! ¡Está en peligro! —gritó Konrad, jadeando, y se dirigió hacia el fragor del combate.

Maite se volvió hacia Ermengilda y Just.

—Ocultaos junto con los mulos, yo iré a ver qué locura se ha apoderado de Konrad —dijo, y también echó a correr. De camino extrajo de debajo del vestido el trozo de tela que utilizaba a guisa de honda y cargó una piedra en el lazo.

Cuando Ermengilda desmontó del mulo y le tendió las riendas a Just, este intercambió una breve mirada con ella.

—Creo que allí detrás podrás esconderte junto con los mulos. Yo seguiré a los otros dos y evitaré que cometan una tontería.

—¡Hazlo! —dijo Ermengilda con una sonrisa pese a estar a punto de desmayarse de miedo y preocupación. Acto seguido condujo los animales a un lado mientras Just corría en pos de Konrad y Maite, recogiendo de paso unas piedras con la intención de lánzaselas al enemigo.

Konrad alcanzó el lugar del combate en el preciso instante en que los sarracenos tensaban las cuerdas de los arcos para acabar con Philibert. Se abalanzó sobre los sarracenos y la fortuna lo acompañó, pues estos solo prestaban atención a su amigo.

La espada enjoyada hendió el aire con un silbido y le cercenó la cabeza a uno de los atacantes.

Cuando los sarracenos se dieron cuenta de que se enfrentaban a un nuevo enemigo, retrocedieron y lo apuntaron con sus flechas. Fadl Ibn al Nafzi también cogió su arco.

—¡Serás el primero en morir, perro! —vociferó.

Gracias al atuendo judío no había reconocido a Konrad; en cambio este comprendió de inmediato a quién se enfrentaba y se abalanzó sobre el bereber como un toro enfurecido. El movimiento abrupto sorprendió a los arqueros y sus flechas no dieron en el blanco. Antes de que pudieran volver a disparar, una piedra lanzada por la honda de Maite golpeó a uno de ellos en la cabeza. El segundo también erró el disparo al recibir una pedrada por parte de Just.

Entre tanto, Konrad arremetía contra Fadl blandiendo la espada y obligándolo a retroceder cada vez más.

—¡Ha llegado tu fin, cerdo repugnante! —rugió al tiempo que alzaba el arma para asestar el golpe decisivo.

El último arquero no osó disparar por temor a traspasar a su jefe, pero el sarraceno herido por Philibert golpeó a Konrad con el hombro. Este cayó y perdió la espada. Antes de que pudiera recogerla, Fadl Ibn al Nafzi se abalanzó sobre él y alzó la cimitarra. Maite vio brillar la hoja a la luz del sol y supo que para Konrad el siguiente instante sería el último. Pero cuando quiso cargar la honda, la piedra se deslizó de sus manos sudorosas y no tuvo tiempo de volver a recogerla. Soltando un agudo alarido, dejó caer la honda inútil, desenvainó el puñal y alcanzó a Fadl, quien solo vio una sombra que se abalanzaba sobre él. Antes de que pudiera volverse, Maite le clavó el puñal en la garganta y, al caer, la sangre del bereber le salpicó las manos y la ropa.

Al ver a Fadl Ibn al Nafzi yaciendo a sus pies, Maite sintió náuseas, el puñal se deslizó de sus manos y, horrorizada, se quedó mirándose las manos, de las que goteaba la sangre caliente del muerto. ¡Cuántas veces no habría imaginado que daba muerte a Fadl y a su tío durante las largas horas de cautiverio! Ahora el hombre que la encerró y la violó yacía a sus pies como un animal, pero ella no experimentó la satisfacción esperada.

Mientras Maite permanecía inmóvil, Konrad logró ponerse en pie, pero ya no se enfrentaba a ningún enemigo: el último sarraceno había huido y Philibert acababa de matar al herido.

—Me habéis sacado de un buen apuro. ¿Cómo puedo agradecéroslo, amigo mío…? —empezó a decir, pero entonces reconoció a Konrad y soltó un grito—. ¿Me he vuelto loco, o es que los muertos se levantan de sus tumbas para ayudar a los vivos?

—No pongo en duda de que eres un loco, pero me niego a ser considerado un muerto, ¡porque de momento creo que incluso estoy más vivo que tú! —dijo Konrad, indicando la cota de malla de Philibert cada vez más teñida de rojo—. Deberías quitarte eso.

—Lo haría con mucho gusto, pero creo que yo solo no podré.

Philibert estaba embargado por la sorpresa y la alegría de ver a su amigo, a quien había dado por muerto en Roncesvalles.

Konrad llamó a Just para que le ayudara a quitarle la cota de malla a Philibert sin abrir sus heridas aún más.

—Maite se ocupará de curarte, tiene una destreza notable en esos menesteres —comentó.

Philibert lo miró con aire de desconcierto.

—¡Maite! ¿Está contigo? ¿Cómo? La última vez que la vi combatía junto a nuestros enemigos.

—Esa es otra historia que quizá te contaré algún día. Pero ahora hemos de actuar con rapidez, porque el sarraceno huido no tardará en echarnos encima una patrulla.

Konrad rompió las astas de las flechas que habían herido a Philibert y le quitó la cota de malla. Su amigo soltó un gemido de dolor y casi perdió el conocimiento.

—Necesitamos tu habilidad, Maite —dijo Konrad, pero la joven vascona permanecía inmóvil ante el cadáver del bereber.

En vez de ella, la que apareció fue Ermengilda. Cuando el fragor de la batalla se hubo apagado, se acercó subrepticiamente y descubrió que sus amigos habían salido victoriosos.

Entonces abrazó a Philibert, llorando y riendo.

—¡Cuánto me alegro de volver a verte! Estaba muy apenada al pensar que habías muerto. Cuando Just me dijo que estabas con vida casi enloquecí de alegría, pero ahora vuelves a estar herido.

—Si no recibe pronto el tratamiento adecuado, morirá —dijo Konrad—. ¡Y eso que parece tener más vidas que un gato!

La alegría de Ermengilda al ver a Philibert fue como una bofetada para él. Los celos lo invadieron y se preguntó por qué había sido tan tonto como para arriesgar la vida para salvar al otro. En vez de ocuparse de Philibert, Ermengilda debería haberle dado las gracias y abrazado a él.

Con expresión furibunda, les dio la espalda a ambos y llamó a Just.

—¡Ven! Nosotros echaremos un vistazo a los sarracenos muertos. Quizá consigamos algún botín. Mientras tanto, que Maite ayude a Ermengilda a vendar a Philibert. Cuando hayan acabado, nos pondremos en marcha.

Just se apresuró a obedecer. Estremeciéndose, Maite recogió la capa de uno de los muertos para limpiarse las manos. Cuando se acercó a Philibert y Ermengilda para ayudar a su amiga a vendar las heridas del joven franco, sus manos aún estaban manchadas de sangre y, por debajo del tinte negro, su rostro había adoptado un matiz verdoso.

—Lo siento mucho, Philibert. Has vuelto a sufrir heridas… ¡Y por mi culpa! —dijo Ermengilda, incapaz de contener las lágrimas, aunque se las secó con la manga de inmediato y vendó las heridas de Philibert lo mejor que pudo.

—Querría extraer las puntas de las flechas, pero eso me llevaría demasiado tiempo y resultaría peligroso para ti, porque agrandaría las heridas y podrías desangrarte en el camino. Hemos de encontrar enseguida un lugar seguro donde pueda atenderte correctamente, y luego tendrás que descansar unas semanas.

—A diferencia del rey Carlos, mi incursión en España fue un éxito, porque me permitió conocerte. En comparación, mis heridas suponen un precio muy escaso —dijo Philibert, sonriendo a pesar del dolor que lo aquejaba.

Konrad regresó con los caballos de los sarracenos.

—¿Habéis acabado por fin? ¿Acaso creéis que nuestros enemigos nos dejarán escapar así, sin más? —preguntó en tono irritado.

Philibert se dio cuenta de que su amigo hervía de celos, pero no se le escapaba que necesitaba su ayuda. Además le debía la vida, así que se esforzó por hablar en tono comedido.

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