La Rosa de Asturias (9 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

Al principio una gran excitación embargaba a Konrad, que no dejaba de mirar en torno con ojo avizor. Rado lo contempló durante un rato y después se acercó.

—Aún estamos muy cerca del hogar, Konrad. Aquí no nos encontraremos con enemigos.

Los demás rieron, mientras el muchacho maldecía su inseguridad en silencio.

—No intentaba descubrir enemigos, sino amigos. No creo que tardemos en coincidir con los grupos de las aldeas vecinas.

—Puede que no los veamos hasta el mediodía o incluso la noche. Durante la última campaña, no nos encontramos con Ermo y sus hombres hasta que llegamos al punto de reunión. Pero un muchacho tan espabilado como tú llegaría a su aldea más rápidamente de lo que una anciana tarda en masticar su almuerzo. —Rado soltó otra carcajada y volvió a ocupar su lugar en la pequeña tropa.

Pese a estas advertencias, poco después vieron un reducido grupo a cierta distancia y se reunieron con él en el siguiente cruce. En efecto: eran Ermo y sus hombres. Se trataba del campesino más importante de la aldea vecina, solo unos años menor que el padre de Konrad y también un guerrero experimentado.

Konrad vio que solo siete guerreros acompañaban a Ermo, en vez de los diez exigidos por el prefecto, y que un único buey —y bastante flaco— tiraba del carro de dos ruedas, que tampoco parecía ir muy cargado.

Cuando Ermo se encontró con la tropa de la aldea de Arnulf, saludó a Konrad con una amplia sonrisa.

—¡Con Dios, muchacho! Esta vez tu padre no puede ir a la guerra, ¿verdad? —dijo, examinando el bien surtido carro que conducían los hombres de Konrad—. ¡Veo que disponéis de muchas provisiones! ¡Es evidente que no pasaréis hambre!

—Hemos de recorrer un largo camino —contestó Konrad.

—¡Y que lo digas! El rey emprende una nueva guerra todos los años, y cada vez hemos de marchar más lejos que la anterior. No sé qué se imagina nuestro señor Carlos. Hemos de llevar provisiones para tres meses, y ello contando a partir del punto de reunión, que aún tardaremos semanas en alcanzar.

Konrad sospechó que Ermo no había cargado tantas provisiones como le habían ordenado porque esperaba poder ir abasteciéndose de las suyas. Desesperado, trató de adivinar cómo habría reaccionado su padre. Si les negaba los alimentos a los demás, quedaría como un mezquino y un mal camarada. Por el contrario, si daba comida a Ermo, las provisiones de sus hombres se acabarían con mayor rapidez y se vería obligado a comprar más durante el trayecto. Aunque llevaba algunos denarios de plata en un resistente talego de cuero bien escondido bajo la camisa, sabía que ese dinero no alcanzaría para gran cosa. Si gastaba todos sus recursos, no le quedaría más remedio que mendigar, porque el rey había prohibido terminantemente que se apropiaran de los víveres de los campesinos contra su voluntad y sin pagar.

Konrad pensó que la primera prueba que debía superar en el largo camino se le había presentado antes de lo esperado, así que contestó al saludo del vecino pasando por alto sus palabras.

Ermo acercó su cabalgadura —que ya había visto días mejores— al semental de Konrad y clavó la mirada en su cota de escamas.

—¡Esa sí que es una buena cota de escamas! ¡Debe de haberle costado sus buenos bueyes a tu padre!

—La forjó el herrero de nuestra aldea —respondió Konrad, que no tenía ni idea cuánto había pagado su padre por ella.

—Seguro que vale cinco… ¡qué digo!, seis bueyes, puesto que la mía ya me costó tres y no es tan buena como la tuya ni por asomo.

La envidia de Ermo se hizo patente cuando pasó la mano por su propia cota de escamas, cuyas piezas eran más grandes y menos numerosas que las de Konrad. Además, su casco parecía haber sido forjado con un cazo viejo.

Tras esas primeras palabras, resultó evidente que Ermo no era el compañero de viaje que habría deseado y en efecto: el hombre era tan charlatán y descarado como una urraca. Ya la primera noche, cuando acamparon en una pequeña aldea, se dio aires de ser el jefe de toda la tropa. Además, exigió comida a los campesinos por la que se negó a pagar y los insultó cuando solo le ofrecieron un poco de pan y unas gachas.

—Ahora sería una buena ocasión para cortar uno de los jamones que tu padre te dio para el viaje —le dijo a Konrad, cuando los aldeanos se negaron a darle algo más.

El joven dirigió la mirada a Rado, que se había sentado a su lado.

—¿Acaso tenemos jamón? No sé nada de eso.

El hombre sonrió. Al parecer, el muchacho no se dejaba desplumar así sin más.

—Sí, tenemos un jamón. Tu madre me lo dio a cambio de que cuidara un poco de ti. Pero me lo guardo para cuando haya algo que celebrar —dijo. Guiñó un ojo a Konrad y se dedicó a engullir las poco apetitosas gachas que los aldeanos les habían proporcionado. Los demás hombres de la aldea de Konrad consumieron la humilde comida como si no hubieran esperado otra cosa. Su joven cabecilla se había ganado su respeto porque desde un principio había plantado cara a Ermo, al que todos conocían de sobra.

5

Para alivio de Konrad, ya al día siguiente se toparon con la tropa del prefecto Hasso, formada por más de tres docenas de guerreros y escuderos. El señor Hasso contempló ambos grupos y alzó la mano para saludarlos. Y, para disgusto de Ermo, primero se dirigió a Konrad.

—¿Eres el primogénito de Arnulf? Es de lamentar que tu padre no haya podido venir con nosotros. Según me han dicho, aún no se ha recuperado del todo de la herida sufrida el año pasado. Espero que se restablezca pronto.

Konrad lamentó desilusionar al conde.

—El padre Windolf, a quien madre mandó llamar, dijo que la pierna de padre no volverá a ser la misma de antes. Una espada sajona no solo atravesó la carne y los tendones, sino también el hueso. El reverendo dijo que padre debía agradecer a Dios por seguir con vida, pero que la guerra y las batallas se habían acabado para él.

—¡Y justo ahora, cuando su presencia tan útil resultaría! En fin, tú tendrás que ocupar su lugar. Al parecer, tus hombres están a punto, algo que —el conde lanzó una mirada a Ermo— no se puede afirmar de todos los demás.

Sin demostrar un asomo de culpa, Ermo sonrió.

—¿Qué remedio, cuando todos los años el rey nos exige que cumplamos con la leva? No todos disponen del dinero para hacerse forjar una nueva cota de escamas. Además, los campesinos empobrecen porque debido a las constantes campañas militares ya no pueden ocuparse de sus granjas. Este año, otros cuatro hombres de mi aldea han abandonado su puesto de guerreros libres para ingresar en un convento como laicos. Por eso tuve que llevarme a dos de mis propios mozos de labranza para cumplir con las exigencias del rey. Esperemos que esta guerra por fin vuelva a proporcionarnos un botín, de lo contrario el año que viene tendré que emprender la marcha a pie.

El conde Hasso le dirigió una mirada desdeñosa.

—En realidad, el botín que cobraste en tierras de los longobardos debería haberte alcanzado para comprar más de una docena de caballos y armaduras.

Ermo se apresuró a bajar la cabeza para que nadie viera su sonrisa de satisfacción. Con ese dinero les había comprado campos, prados y ganado a los campesinos de su aldea, de modo que ya poseía casi tantas tierras como el conde. Claro está que sus mozos de labranza le resultaban necesarios en los campos y no en la lejana España. Y como los otros campesinos tenían cada vez menos ganas de dejarse romper los huesos por el rey, o incluso de morir por él, ese año la leva de su aldea era aún más reducida que en ocasiones anteriores.

Al ver el semblante crispado del conde, barruntó temeroso que este pretendía pedirle cuentas por los hombres que faltaban, y por eso reculó, lo que no impidió que siguiera pretendiendo mandar a los hombres de Konrad, además de a los suyos.

El conde lo notó y se dirigió al joven.

—Será mejor que tú y tus hombres os unáis a nuestra tropa. Que Ermo marche con los suyos en la retaguardia.

Konrad soltó un suspiro de alivio.

—Nada me resultaría más agradable, señor.

—Pues entonces queda decidido.

El conde ordenó a sus hombres que dejaran sitio a los de Konrad, al tiempo que este indicaba a Rado y a los demás que se unieran a ellos. Los hombres de la aldea de Arnulf obedecieron satisfechos, puesto que se alegraban de haberse librado de Ermo, al menos de momento. Y también les agradó que el prefecto cuidara de Konrad: con él podría aprender mucho.

El conde Hasso se volvió en la silla de montar e indicó a Konrad que se acercara.

—Dime: ¿cómo se encuentra tu padre? Durante la fiesta de Navidad en la corte del rey no tuve ocasión de saludarlo.

—Por entonces apenas abandonaba la cama y su pierna tenía tan mal aspecto que temimos que no sobreviviría a la herida. Ahora ya se encuentra mejor, y seguro que las próximas Navidades, él y madre estarán presentes en vuestra casa.

Konrad fue consciente de que estaba hablando atropelladamente y se sintió molesto, tanto por su inseguridad como por su voz demasiado clara y aniñada.

Pero ello no pareció preocupar a Hasso.

—Me alegraría volver a verlos a ambos… y también a ti. ¡Espero que también acudas!

—Si padre me da permiso y sobrevivo a esta campaña militar… —empezó a decir Konrad.

El conde lo interrumpió.

—Como guerrero que marchó a España con el ejército del rey y luchó allí no necesitarás permiso para visitarme. Y en cuanto a lo último que has dicho, ¡no quiero volver a oír semejantes palabras de tus labios! ¿Acaso quieres acabar siendo como Ermo? Ese lloriquea todos los años como si quisiera enternecer a las piedras, cuando lo único que le interesa es el botín. No te dejes engañar por su aspecto. Se ha convertido en el hombre más rico de la comarca y estaría encantado de quedarse en casa y aumentar su riqueza en vez de luchar por el rey. Solo cabalga con nosotros porque teme que yo confíe en otro para ocuparse de la leva de su aldea. Entonces solo sería un campesino más, cuando lo que pretende es pasar por un miembro de la nobleza.

Konrad se resistía a acusar al jefe de la aldea vecina y por eso dijo lo primero que se le ocurrió.

—Dicen que nuestro señor Carlos es un gran héroe guerrero.

—Nuestro señor Carlos es un monarca poderoso; sus enemigos tienen razones para temblar ante él —dijo Hasso en tono orgulloso.

Poco a poco, Konrad empezó a disfrutar de la conversación con el prefecto y se tranquilizó.

—Mi padre ayudó a derrotar a los sajones y también a los longobardos.

Hasso sonrió.

—Arnulf es un hombre valiente y el rey lo aprecia. El año pasado, nuestro señor Carlos incluso lo visitó en su lecho de enfermo y ordenó a los monjes del convento de Fritzlar que fuera el primero a quien prodigaran sus cuidados. Pero tu padre ya no volverá a ser un guerrero, y ahora tu deber consiste en reemplazarlo.

Konrad asintió con aire compungido, porque temía no estar a la altura de lo que se esperaba de él.

—¿Puedo preguntaros algo, señor? —inquirió al cabo de un momento.

—¡Desde luego! ¿Qué quieres saber?

—¿Dónde se encuentra España? Según me han dicho, debe de estar muy lejos. Los hombres temen no regresar este año al hogar. ¿Por qué el rey conduce su ejército hacia allí?

—¡Eso tendrías que preguntárselo a él mismo! Aunque yo en tu lugar no lo haría. Nuestro señor Carlos tendrá sus buenos motivos para emprender esta campaña. Puede que haya rencillas entre los sarracenos infieles y algunos de ellos prefieran considerar a nuestro rey como soberano absoluto en vez de al emir de Córdoba. Un sarraceno llamado Solimán
el Árabe
cabalgó hasta Paderborn con el fin de ofrecer su sumisión a nuestro señor Carlos. Dado que muchos cristianos españoles aguardan ser liberados del yugo sarraceno, el rey decidió emprender esta campaña.

Konrad aún tenía muchas preguntas, y como al conde le complacía la curiosidad del joven, las contestó de buena gana. Pero él tampoco sabía cuán largo era el camino hasta España.

6

Los acontecimientos en la lejana Franconia proyectaban una sombra sobre Europa que incluso oscurecía el cielo de Asturias, donde Silo, el cuñado del conde Rodrigo, se había cansado de esperar la corona, motivo por el cual no vaciló en derrocar al rey Aurelio para coronarse a sí mismo. Poco después, Silo logró aplastar un levantamiento del príncipe Agila, también llamado Mauregato. Como él mismo era hijo de una mora, también consiguió firmar un alto el fuego con el valí de Zaragoza y durante un tiempo la paz reinó en Asturias.

Los jinetes que aquella tarde se acercaban al castillo del conde Rodrigo lo sabían muy bien, aunque no por ello bajaron la guardia. Los hombres avanzaban protegidos por sus escudos y lanza en ristre, dispuestos a atacar. Incluso su líder, un hombre que llevaba una cota de malla sarracena y un casco dorado rodeado por un anillo en forma de corona, sostenía las riendas de su corcel con la izquierda para mantener la derecha apoyada en la empuñadura de la espada. Solo se relajó tras alcanzar la fortaleza de Rodrigo, cuando su pariente salió a recibirlo acompañado de su mujer y su hija.

El conde avanzó un paso e inclinó la cabeza.

—Bienvenido, majestad —dijo.

El rey Silo se apeó del caballo, arrojó las riendas a uno de sus acompañantes y abrazó a Rodrigo y a Urraca. Luego se detuvo ante Ermengilda.

—Vive Dios, muchacha, tu aspecto alegraría el corazón de cualquier hombre. Opináis lo mismo, ¿verdad, señor Gospert? —dijo, dirigiéndose a un hombre de mediana edad que había disfrutado del honor de cabalgar justo detrás de él.

Silo habló en un tono que despertó la curiosidad de Ermengilda. Contempló al desconocido, cuyas ropas se destacaban de las de los guerreros astures: llevaba una cota de escamas por encima de una corta túnica azul, de sus hombros colgaba una capa de un corte redondo poco corriente, y sus anchas botas eran de caña alta y desaparecían bajo un pantalón de tela oscura. Su espada era más larga que las de los astures y el casco que le cubría la cabeza se prolongaba para proteger la nuca y tampoco era el habitual.

Ermengilda se apresuró a desviar la mirada, porque el desconocido llamado Gospert casi la devoraba con la suya.

—La muchacha hace honor al nombre de Rosa de Asturias, majestad.

Silo sonrió.

—¿Creéis que el conde Eward estará conforme con esta elección?

La pregunta del rey hizo que no solo Ermengilda aguzara el oído. La muchacha estaba en edad de casarse y, para disgusto de Rodrigo, el rey se había reservado el derecho de elegir un esposo para ella, algo que no resultaba demasiado enojoso siempre que se tratara de un aliado del cual él también pudiera esperar alguna ventaja. Pero un franco como Eward no resultaría de gran utilidad para él y Urraca.

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