La Rosa de Asturias (12 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

Durante un rato, Okin escuchó las palabras del emisario gascón con expresión burlona y luego le pegó un codazo a Amets, sentado a su lado.

—¿Acaso ese bellaco supone que vamos a cruzar los Pirineos para enfrentarnos a los francos en provecho de él? Ya tenemos bastantes problemas con los astures y los sarracenos.

—¡Y que lo digas! —gruñó el jefe de Guizora—. Hace un par de días, esos condenados infieles robaron uno de nuestros rebaños y mataron a tres de nuestros hombres. Ya empieza a ser hora de que nuestra tribu vuelva a tener un verdadero líder.

Al oír estas palabras Okin apretó los dientes. Según su opinión, ya había un jefe en la tribu y ese era él. En el fondo, tenía tanto derecho a llamarse conde como Eneko de Iruñea, quien se arrogaba dicho título en las negociaciones con los pueblos vecinos.

Al captar la ira de Okin, Amets se dedicó a echar sal en la herida.

—¿Qué está esperando Maite para buscarse un marido? Porque ello supondría llenar el hueco dejado por la muerte de Íker.

Okin maldijo a su sobrina en silencio. En una ocasión creyó haberse librado de la muchacha, pero ella había regresado como una gata abandonada. Y encima se había convertido en la predilecta de la tribu gracias al valor demostrado al huir de la fortaleza astur, una devoción que se había mantenido incólume a lo largo de los años. Puesto que ya había alcanzado la edad de contraer matrimonio, se había convertido en el blanco de todas las miradas. Okin solo podía alegrarse de haber obtenido una prórroga en el consejo de la tribu que a lo mejor le permitiría convencer a Maite de las ventajas que suponía casarse con su hijo.

Okin dirigió la mirada valle abajo, hacia un grupo más numeroso formado por el séquito de los jefes. Allí estaba sentada su sobrina, junto a varios jóvenes que revoloteaban en torno a ella como moscones, entre los cuales también se encontraba el hijo de Eneko, que parecía entenderse muy bien con Maite. Contrariado, Okin se preguntó cómo podría impedir que esa arpía echara a perder todos sus planes.

Sumido en sus pensamientos, dejó de prestar atención a lo que decían los demás y dio un respingo cuando Eneko de Iruñea le dirigió la palabra.

—Dicen que vuestra tribu juró fidelidad al conde Rodrigo.

Antes de que Okin atinara a responder, Amets de Guizora vociferó:

—¡Eso solo concierne a la aldea de Askaiz! Los demás no prestamos dicho juramento.

—¡Pero Okin es vuestro jefe! —Eneko parecía enfadado, porque en tiempos peligrosos como los que les había tocado vivir, era más necesario que nunca que las tribus fueran gobernadas por jefes indiscutidos.

—Okin tiene derecho a ser el primero en hablar en nuestra reunión, pero su voz no cuenta más que la de los demás jefes. Al fin y al cabo, solo era el cuñado de Íker, no su hermano. El nuevo cabeza de nuestra tribu será el hombre a quien la hija de Íker elija como esposo.

Con ello, Amets creyó haber marcado los límites a su rival.

Okin soltó un bufido furibundo, pero luego comprobó con secreta satisfacción que Eneko de Iruñea negaba con la cabeza.

—Dicha situación no es buena, pero dado que todos los líderes de vuestra tribu están presentes, podemos deliberar sobre una confederación entre nuestras tribus.

Había dicho confederación, no alianza, lo cual disgustó tanto a Okin como a Amets. También los otros jefes pusieron cara de preocupación, porque era como si el señor de Iruñea exigiera más poder para sí mismo que el que estaban dispuestos a concederle. Okin se puso de pie.

—Hablando claro: ¡a diferencia de las tribus de Guipuzkoa y Araba, nosotros no somos súbditos del rey de Asturias! —Su semblante revelaba que tampoco se sometería a ningún otro señor, aunque este fuera un vascón.

Entonces todos los demás se opusieron a la propuesta de Eneko y este maldijo su terquedad en secreto. Había reunido a los cabecillas para coligar las fuerzas vasconas, porque solo así podían enfrentarse al rey Carlos de los francos y hablar con una sola voz, pero ni los informes de Waifar de Gascuña ni las súplicas de Eneko lograron que los jefes debatieran la situación seriamente y dejaran a un lado sus cálculos personales. Para ellos, el franco estaba muy lejos, y sus ideas más bien se centraban en cómo robar unas cuantas ovejas a sus vecinos astures o a los sarracenos de allende la frontera.

Una vez más, Eneko intentó que los hombres recuperaran la sensatez.

—¡Amigos! Si no nos unimos ahora mismo, el franco someterá nuestra tierra igual que la Gascuña. Pero si nos mantenemos unidos, podremos negociar con él al mismo nivel y llegar a un acuerdo que preserve nuestra libertad. Y con ello también lograríamos rechazar a los astures hasta las antiguas fronteras y reconquistar las tierras del oeste.

Al ver que esas palabras tampoco surtían efecto, Eneko comprendió que debía abandonar algunas de sus esperanzas y, con gesto resignado, se dirigió a su huésped gascón.

—Por lo visto no me quedará más remedio que hincar la rodilla cuando el rey Carlos aparezca con sus francos y reconocerlo como soberano. No puedo entrar en batalla solo con mis propios hombres, porque el franco me haría pedazos.

—¡Pues entonces lucha contra él en las montañas! —propuso Waifar, pero Eneko negó con la cabeza.

—En ese caso, debería abandonar Iruñea y la llanura.

—¡Si eso es lo que opinas, has de someterte a Carlos!

—Esta reunión me ha mostrado las decisiones que debo tomar —dijo Eneko con amargura mientras para sus adentros ya ideaba el mensaje que enviaría a Carlos a través de los Pirineos para ofrecerse a él como vasallo. Era mejor rendir homenaje al rey que perderlo todo luchando contra él.

11

Los jóvenes reunidos en el mercado no se interesaban por las sutilezas de la política, sino que se dedicaban a reír, cantar y bailar, jactarse de sus heroicidades y competir entre ellos con historias cada vez más exageradas. Entre todos ellos destacaba Eneko, el hijo del mismo nombre del señor de Iruñea, aunque en Tarter, el joven gascón, encontró un adversario pertinaz. Aunque este no podía alardear con historias sobre ataques a pastores sarracenos y campesinos astures, había participado en varias incursiones contra las tribus que habitaban junto al río Aragón como miembro del séquito de su líder, y en cierta ocasión incluso luchó contra los francos.

No queriendo quedarse atrás, otros muchachos contaron una serie de historias y, pese a que todos sabían que eran una sarta de mentiras, las escucharon con entusiasmo. El propósito de la mayoría era impresionar a Maite, porque aquel a quien eligiera la hija de Íker se convertiría en el jefe de Askaiz y de toda la tribu.

Una de las muchachas que, como muchas otras, permanecía al margen del grupo, se enfadó y empezó a refunfuñar.

—¿Qué se ha creído esa Maite? ¿Acaso se cree mejor que nosotras?

Aunque Maite ni siquiera intentaba coquetear con sus admiradores, las amigas de estos también afilaron las lenguas y se dedicaron a criticarla. Una consideraba que Maite era demasiado menuda, otra que era demasiado alta. Algunas dijeron que era gorda mientras que otra afirmó que tenía el pecho demasiado plano o el trasero demasiado grande. También sus rasgos y sus cabellos fueron objeto de críticas despiadadas, pero lo que más las irritaba era la actitud de su rival, siempre tan segura de sí misma.

Los jóvenes varones, en cambio, la veían con otros ojos. Para ellos, Maite era una muchacha de mediana estatura, lo bastante delgada para no resultar rolliza y con las curvas necesarias para dar alas a sus fantasías. Gracias a su rostro agraciado y redondeado, unas pecas en la nariz, ojos color avellana y cabellos de rizos suaves, les daba cien vueltas a casi todas las otras muchachas.

Maite no prestaba atención a los comentarios envidiosos de las chicas, sino que escuchaba a los mozos y reía cuando el comentario de un amigo desenmascaraba a alguno de ellos. Aunque sabía muy bien que algún día tendría que casarse con uno de esos jóvenes, a su entender no corría prisa.

—¡Eh, Maite, no me estás escuchando! —El joven Eneko estaba ofendido, puesto que acababa de empezar a narrar una nueva historia sobre un ataque en tierras de los sarracenos y quería que la muchacha comprendiera lo valiente y astuto que había sido.

—Debo deciros que empiezo a estar un poco harta de campañas militares, sobre todo porque solo ocurrieron en vuestra imaginación. Creo que iré a buscar algo para beber —dijo Maite, quien se puso de pie y se abrió paso entre los que la rodeaban sentados en el suelo. Entonces los muchachos también se dieron cuenta de que estaban sedientos y se apresuraron a seguirla. Junto a los toneles de vino dispuestos por el señor de Iruñea para sus huéspedes, unos criados les sirvieron copas de vino.

Tarter el gascón se detuvo ante Maite y brindó.

—¡A tu salud! Ojalá llegue pronto el día en el que aprecies mi auténtico valor.

—Para eso deberías llevar a cabo auténticos actos de valentía, y no solo hablar de ellos —dijo Maite. Acto seguido alzó la copa riendo y la vació de un trago—. Hoy hace mucho calor —añadió, a modo de disculpa.

El joven Eneko no quería dejarle el campo libre a su rival gascón y le dio la razón, aunque el tibio aire primaveral no se podía comparar con el calor abrasador del verano.

Entre tanto habían aparecido algunos rezagados, que se abrieron paso hasta los toneles de vino.

—¡Eh! ¡No empujéis! —exclamó Tarter.

—Hemos dejado atrás un largo camino y tenemos sed. Dicho sea de paso: soy Unai de Iekora —dijo el cabecilla de los recién llegados, al tiempo que le tendía la mano.

Tras vacilar un instante, Tarter se la estrechó y se presentó.

—Soy Tarter de Dacs.

Unai adoptó una expresión desconcertada.

—¿Eres oriundo de Gascuña? Entonces habrás conocido a los francos.

—¡Ya lo creo! —Tarter rechinó los dientes, porque desde que el rey Carlos gobernaba a los francos, también los gascones lo pasaban mal.

—Al parecer, los francos no tardarán en cruzar las montañas —continuó Unai—. Tenemos buenos amigos entre los astures, que nos mantienen informados. Carlos
el Franco
y Silo de Asturias quieren establecer una alianza. No es necesario que os diga lo que ello significa para nosotros, los vascones.

Uno de los muchachos oriundo de las aldeas más altas de los Pirineos rio.

—Que vengan los francos. En las montañas hay muchos desfiladeros donde podemos atraparlos y acabar con ellos.

—¡No seas necio! —gritó Eneko, que no quería pasar a segundo plano—. Puede que vosotros, cabras de las montañas, podáis esquivarlo, pero ¿y las comarcas de la llanura? Los francos atravesarán los pasos y someterán a esas aldeas, lo cual también significará vuestro fin.

El montañés se encogió de hombros y murmuró palabras desdeñosas, pero nadie le hizo caso porque Unai siguió hablando.

—La alianza entre los astures y los francos está prácticamente forjada y ha de sellarse mediante la boda de la hija de Rodrigo, quien es cuñado de Silo, con un pariente del rey Carlos. De camino hacia aquí descubrimos a la dama y su séquito. Veinticinco guerreros la conducen hacia el norte; se encuentran detrás de nosotros porque tomamos un atajo a través de las montañas. Quizá cabalguen a través del paso de Ibañeta hacia Donibane Garazi y desde allí a Franconia. Una vez que la mujer haya llegado allí, Carlos y Silo serán como hermanos que comparten un pan… ¡y dicho pan somos nosotros!

Maite había escuchado las palabras de Unai en silencio, al tiempo que una oleada de calor le recorría el cuerpo. ¡La hija de Rodrigo! Solo podía tratarse de Ermengilda. Maite rechinó los dientes, porque no había olvidado cómo la había tratado aquella criatura altanera y la tremenda paliza que recibió por su culpa, así que se encaramó a un tronco caído y señaló a los jóvenes guerreros reunidos en torno a los toneles.

—¡Aquí hay más de cien valientes guerreros! Supongo que serán suficientes para acabar con unos cuantos miserables astures.

Unai se llevó un dedo a la sien, pero Eneko vio una oportunidad para demostrar su coraje, del que Maite había dudado hacía un momento.

—¡Maldita sea! ¿Por qué no? Dentro de cien años las canciones de los trovadores aún seguirán hablando de ello.

—¡Ya lo creo! Incluso dentro de mil —exclamó Tarter con entusiasmo.

Ximun, el hermano menor de Eneko, se rascó la nuca y dirigió la mirada hacia la plaza, donde los emisarios de las tribus seguían discutiendo.

—Antes de emprender cualquier movimiento deberíamos preguntarle a padre.

Tarter se burló de él.

—Soy un gascón y para desenvainar la espada no he de pedir permiso a ningún jefe de las montañas.

Eneko lo amenazó con el puño.

—Ese jefe de las montañas, como tú lo llamas, es mi padre y el señor de la mayoría de las tribus de Nafarroa.

—Pero yo no soy un hombre de Nafarroa —replicó Tarter en tono orgulloso.

—¡Yo tampoco! —Unai de Iekora se puso de parte de Tarter y los demás lo imitaron.

Por fin también el joven Eneko golpeó la empuñadura de su espada.

—Mi padre aún está hablando con los ancianos de las otras tribus, y al parecer, la reunión puede prolongarse durante días. Para cuando esos hayan tomado una decisión, la astur ya estará entre los francos y nosotros nos quedaremos con un palmo de narices. Solo lograremos atraparlos si emprendemos la marcha de inmediato.

Maite bajó del tronco y contempló a los jóvenes.

—¡Me uno a la partida!

Tarter la hizo retroceder de un empellón.

—Eres una mujer y a ti no se te ha perdido nada en este asunto.

Maite le lanzó una mirada compasiva, se quitó la correa con la que sujetaba su abundante cabellera, hizo un lazo e introdujo una piedra. Luego hizo girar la primitiva honda y disparó la piedra. Un instante después, reventó una piña colgada de un pino situado a más de treinta pasos de distancia.

—¿Te basta con eso, o quieres que el próximo blanco sea tu cabeza? —preguntó en tono retador.

Asier se acercó con una amplia sonrisa.

—Yo en tu lugar me andaría con cuidado, amigo mío. Tu cabeza es más grande que aquella piña y Maite dará en el blanco, incluso desde una distancia mayor. Resulta que es la hija de Íker, que ya a los ocho años logró escapar de un conde astur y sus jinetes. Aquí no encontrarás ningún vascón que rechace tenerla como compañera de armas.

Tarter contempló a Maite, boquiabierto.

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