La Rosa de Asturias (16 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

—El conde Eneko desea que la dama Ermengilda sea llevada ante él para poder entregársela a su prometido.

«Ha llamado conde a Eneko, como si fuera un vasallo de los astures o los francos y no un vascón libre», pensó Maite. Cruzó los brazos y le lanzó una mirada altanera al mensajero.

—¿Con qué derecho me da órdenes Eneko?

—Pardiez, muchacha, ¿acaso no lo comprendes? Carlos, rey de los francos, conduce a un poderoso ejército hacia el sur; nuestros parientes gascones ya ni siquiera son capaces de calcular el número de sus guerreros. Enfrentarse a Carlos supondría el fin de nuestro pueblo… y eso es lo que acabará por ocurrir si el oprobio que has causado a su pariente Eward no es redimido. ¡Me entregarás a Ermengilda para que pueda acompañarla a Iruñea! —gritó, al tiempo que se acercaba a Maite con aire amenazador.

Pero ella desenfundó el puñal y Zígor se detuvo e incluso retrocedió un paso.

—Ermengilda me pertenece y quien pretenda quitármela probará el filo de mi cuchillo.

Okin soltó una blasfemia.

—¿Acaso no te advertí de que esta terca se negaría a escucharnos? Ya ni sé las veces que le he pedido a Maite que devuelva a Ermengilda a su padre. Si Rodrigo no estuviera en Galicia apoyando a su rey, que lucha contra los rebeldes de Mauregato, no cabe duda de que derribaría montañas para recuperar a su hija.

—¡Cuentos de viejas! —exclamó Maite haciendo un ademán desdeñoso—. Por una parte, el conde Rodrigo ignora que su hija se encuentra entre nosotros…

—¡Porque tú y tus amigos fingisteis que se encontraba en Iruñea! —la interrumpió Okin.

Maite rio como si fuera una buena jugarreta.

—Pues esa era precisamente mi intención. Rodrigo jamás arriesgará la vida de su hija atacando a Eneko, sino que primero negociará.

—Pero en este caso no se trata de un conde astur, sino del rey de los francos. ¡Y ese no negocia: exige!

Okin había perdido la paciencia y se preguntó si no debería llamar a los guerreros en los que podía confiar para ordenarles que apresaran a Maite, pero como con ello se granjearía la enemistad de los jóvenes y también la de los miembros de la tribu que aún lloraban la muerte de Íker, descartó la idea y dirigió una mirada a Zígor pidiendo auxilio.

El hombre de Iruñea contempló a Maite con expresión sombría.

—¡Tu tío tiene razón! Este asunto es demasiado importante como para someterlo a los caprichos de una muchacha. Si el conde Eneko entrega la Rosa de Asturias a los francos, el prestigio que obtendrá también beneficiará a vuestra tribu.

—¡Bah! —Maite alzó la barbilla en señal de desafío: la expresión de Okin delataba que dicho prestigio lo beneficiaría sobre todo a él. Su tío actuaba con un despotismo cada vez mayor, como si fuera el legítimo cabeza de la tribu, y no un jefe por circunstancias.

Zígor de Iruñea comprendió que Maite estaba a punto de estallar y temió lo peor para su prisionera.

—Pero es que no será a cambio de nada, muchacha. El conde Eneko te ofrece tres esclavas sarracenas por Ermengilda, que seguramente trabajarán mejor que una dama astur de sangre real.

—Ermengilda me pertenece, y punto, aunque tu jefe se arrogue cien títulos astures.

—El rango de un conde no se limita a Asturias. También los vasallos del rey Carlos reciben el mismo título. Eneko solo lo utiliza con el fin de negociar con los emisarios de los francos de igual a igual. ¿O es que pretendes que lo tomen por un campesino y se mofen de él?

Sin embargo, Maite sabía que mentía. Para Eneko, el título significaba mucho más que una mera palabra durante una negociación. Desde que se supo que los francos cruzarían los Pirineos, las cosas habían cambiado, y Okin era el mejor ejemplo de ello, a juzgar por su afirmación de que la tribu necesitaba un líder experimentado como él para hacer frente a la tormenta que se cernía sobre ellos. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, no logró convencer a los habitantes de Askaiz de que lo siguieran como al legítimo jefe.

Okin lo sabía tan bien como su sobrina. Se acercó a Maite sin cometer el error de alzar la mano y se obligó a sonreírle.

—Si reflexionas sobre este asunto con tranquilidad, comprenderás que nuestro huésped y yo tenemos razón. Hace ya varias lunas que Ermengilda es tu esclava, pero eso debe acabar. Si aceptas a las tres jóvenes sarracenas que te ofrece el conde Eneko, dispondrás de seis manos bien dispuestas a trabajar para ti, en vez de dos que se resisten a hacerlo.

Maite sabía que su tío tenía razón. Las largas semanas de cautiverio no habían bastado para que Ermengilda la sirviera como correspondía a una esclava. Jamás dejaba de mostrarse orgullosa e incluso envuelta en harapos se notaba la nobleza de su linaje. Aunque Maite se sentía inclinada a respetarla por ello, aún recordaba la humillación que supuso que el conde Rodrigo llevara el cadáver de su padre a la aldea como si fuera un ciervo cobrado, por no mencionar los azotes que le habían inflingido en el castillo astur. Por eso apretó los dientes y negó con la cabeza. Para ella, Ermengilda no era una esclava, sino el símbolo de su venganza.

Como sabía que Okin era capaz de quitarle a la prisionera recurriendo a violencia, simuló dudar y se dirigió a la puerta.

—Reflexionaré al respecto y mañana os informaré de mi decisión.

Notó que ambos hombres soltaban un suspiro de alivio; por lo visto creían haberle impuesto su voluntad, pero Maite pensaba estropearles los planes.

4

Maite nunca había dejado a su prisionera a solas durante tanto tiempo como ese día. Y Ermengilda albergaba la esperanza de que la vascona permaneciera ausente aún más tiempo, puesto que estaba a punto de cortar con los dientes la correa de cuero trenzado que la sujetaba. Ni siquiera se dignó mirar la lana que supuestamente debía hilar.

—¡Concédeme un poco más de tiempo, Dios del cielo! —El sonido de su propia voz la asustó y se enfadó consigo misma porque mientras hablaba no podía roer el cuero. Habría logrado soltarse con mayor rapidez si dispusiera de un cuchillo u otro objeto afilado, pero la correa con la que Maite la había sujetado como a una cabra era muy corta, solo le permitía dar un par de pasos y a su alcance no había nada que la ayudara a escapar.

Desde que cayó en manos de Maite, Ermengilda no había dejado de pensar en la huida. También ella tenía que poder escabullirse, igual que había hecho la vascona cuando solo tenía ocho años, y con esa idea siguió royendo la correa; cuando logró cortar la segunda tira de cuero trenzado soltó un grito de júbilo. Siguió royendo el resto del cuero, pero justo cuando creía estar a punto de cortar la última tira con los dientes, la puerta se abrió para cerrarse a continuación con tanta violencia que el golpe resonó en toda la casa.

Ermengilda se apresuró a ocultar el trozo roído a su espalda y fingió indiferencia. Maite entró en la habitación con expresión furibunda, vio la lana sin hilar y se detuvo ante Ermengilda apretando los puños.

—¡De nuevo me has desobedecido, pedazo de holgazana!

Ermengilda bajó la cabeza. Durante las semanas anteriores se había visto obligada a hacer cosas impropias de una dama astur, pero desde luego no podía decirse que se hubiera mostrado diligente. De haberse tratado de otra esclava, posiblemente Maite la hubiese azotado, pero tras las bofetadas del primer día su captora no había vuelto a tocarla. En cambio, cada vez que Ermengilda se negaba a cumplir con la tarea que le encomendaba, colgaba la cesta del pan a mayor altura, así que la prisionera sospechó que también aquel día solo recibiría un mendrugo seco. La idea no la intimidó, porque pronto recuperaría la libertad y huiría a su hogar.

Maite se percató de que su prisionera parecía más tensa que de costumbre, la observó con atención y se sintió invadida por la envidia. Aunque Ermengilda solo llevaba una corta túnica de color pardo, los muchachos de la aldea no le quitaban la vista de encima cada vez que iba por agua. Los muy bellacos casi entonaban loas a sus cabellos rubios y sus ojos azules, y ello enfadaba doblemente a Maite: primero porque junto a la astur se sentía como un insignificante ratoncillo gris, y segundo porque incluso sus más fieles adeptos le reprochaban el trato que dispensaba a Ermengilda. Dado que también los más ancianos de la tribu opinaban que debía liberar a su prisionera lo antes posible, tras el ataque a la comitiva había perdido gran parte de su influencia.

Pero ni siquiera eso la impulsó a ceder: obstinada, pegó un puntapié a Ermengilda.

—Eneko de Iruñea ha enviado a un mensajero y dice que te entregue para que pueda llevarte con tu prometido.

Aunque durante su cautiverio Ermengilda no había pensado ni un instante en el conde franco, que entre tanto aguardaba en vano yacer en el lecho nupcial con ella, en ese momento fue consciente de que empezaba a alegrarse del encuentro con el joven pariente del rey Carlos. Al menos podría protegerla de Maite.

—Quizás el jefe de Iruñea teme a los francos que pronto cruzarán los Pirineos —dijo Ermengilda en tono esperanzado.

Maite soltó una carcajada.

—Puede que Eneko tema a los francos, pero no yo.

—Tu tío te obligará a ponerme en libertad —contestó la prisionera, que veía que su rescate estaba próximo.

Pero la expresión de Maite le reveló que esta prefería matarla antes que ponerla en libertad.

—Mi tío es un perro desdentado, sobre todo frente a vosotros los astures. Eso cambiará en cuanto yo mande en la tribu. En cuanto a ti, jamás recuperarás la libertad. ¡Ponte de pie! —chilló, pegándole otro puntapié.

Ermengilda obedeció, pero ocultó la parte roída de la correa tras la espalda.

Sin perder más tiempo con su prisionera, Maite recorrió la casa que ocupaban ambas muchachas. La construcción era lo bastante amplia para albergar a una docena de personas, y había varios parientes a quienes les hubiese gustado instalarse allí, pero como se trataba de los amigos y seguidores de Okin, Maite se negaba a darles alojamiento.

Cogió dos grandes cestas y comenzó a llenarlas con ropas, provisiones y todo lo necesario para una prolongada ausencia. Por fin tomó la espada corta que había pertenecido a su padre, la única de sus armas que aún poseía, y amenazó con ella a Ermengilda.

—Escúchame bien, Rosa de Asturias —dijo, al tiempo que se acercaba para soltar el nudo con el cual había sujetado la correa de Ermengilda a una argolla de hierro—. Ahora ambas abandonaremos la aldea; no intentes gritar ni resistirte. ¡Antes de permitir que te liberen, te clavaré la espada en la garganta!

Ermengilda comprendió que Maite cumpliría su amenaza y, al menos de momento, abandonó la idea de resistirse. Ya era bastante horroroso ser la prisionera de esa vascona enfurecida, pero mientras pudiera albergar la esperanza de que las cosas acabaran bien, no quería arriesgarse. Estaba convencida de que el tío de Maite las perseguiría y se encargaría de que su sobrina recuperara la sensatez. Al fin y al cabo, no solo era la hija del conde Rodrigo, sino también la prometida de un franco de alto rango, y dadas las circunstancias, los vascones no podían permitirse el lujo de enemistarse con nadie.

—¡Llevarás esa cesta! —Maite empujó a su prisionera hacia el rincón donde reposaban los canastos y observó a Ermengilda mientras esta cargaba la más grande a hombros sin soltar el extremo de la correa. Sin embargo, no tardó en reparar en la parte roída, que quedó a la vista cuando la cautiva movió las manos.

—¡Mira! ¡La palomita quería levantar vuelo mientras yo estaba ausente! ¡Pero de eso, nada! —Mantuvo a raya a Ermengilda amenazándola con la espada y le sujetó otra correa en torno a la cintura.

Los ojos de la astur se llenaron de lágrimas y se preguntó por qué la vascona la detestaba tanto. En más de una oportunidad le había rogado que la dejara regresar con su familia y le aseguró que su padre le entregaría a cambio ovejas y dinero. Por lo que podía ver, el dinero del rescate le habría venido muy bien a Maite. A pesar de que la vascona era la hija de un jefe y la heredera de su padre, en realidad era muy pobre. Su tío Okin se había apoderado de los rebaños de Íker, del contenido de sus arcones y de casi todo lo que podía transportar, y no tenía la menor intención de devolverle nada a Maite.

—¡Vamos, en marcha! —dijo la joven vascona rudamente, y al ver que la astur no obedecía de inmediato, la pegó un azote en las piernas desnudas con una vara delgada.

Ermengilda abrió la puerta y salió, con la esperanza de que alguien la detuviera, pero la plaza que se abría ante la casa se hallaba desierta.

Maite y su prisionera pasaron junto a los establos y se dirigieron a la primitiva empalizada que rodeaba Askaiz. Allí, además de la puerta principal, los habitantes habían construido un pasadizo a través del cual se podía abandonar la aldea sin ser visto. Una vez llegadas al otro lado, Maite tomó un sendero invisible para el guardia apostado un poco más allá en lo alto de la ladera, con la vista clavada en el horizonte.

Poco después dejaron atrás las casas de la aldea y ambas muchachas se adentraron en el resplandeciente verdor del bosque. El sendero ascendía constantemente y, con preocupación cada vez mayor, Ermengilda se preguntó adónde la llevaría Maite.

5

Okin consideraba que su sobrina era capaz de derribar a cabezazo limpio cualquier muro que se le pusiera por delante, pero ni siquiera él la creía lo bastante loca como para huir a las montañas con su prisionera. Cuando Asier le dio la noticia, al principio se quedó sin habla. Luego soltó una maldición y con voz asfixiada por la ira, preguntó:

—¿Por qué no la detuvisteis, pedazo de idiotas?

—Nadie la vio escapar de la aldea con la astur —replicó Asier, alzando las manos—, pero hace un momento, cuando mi madre fue en busca de Maite, comprobó que la casa estaba desierta y que faltaban varios enseres. Todo indica que la hija de Íker piensa ausentarse durante cierto tiempo.

—¡Maldita muchacha! Lo único que tiene en la cabeza son pelos, no sensatez —rugió Okin. Agarró a Asier con fuerza y lo sacudió—. ¿Quién estaba de guardia?

—Danel, pero él tampoco vio nada.

—¡O no quiso verlo! —Okin resopló como un buey enfurecido: Asier y Danel pertenecían al grupo de jóvenes de la aldea más partidarios de su sobrina que de él. Quizás incluso habían ayudado a Maite a llevarse a Ermengilda. Ahora él quedaría como un tonto ante toda la tribu y, aún peor: se desprestigiaría ante Eneko.

Asier se zafó del hombre mucho mayor que él sin esfuerzo.

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