La Rosa de Asturias (20 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

—Sí, en efecto.

El otro le tendió la flor y dijo:

—Aspira su aroma: te transportará al paraíso.

—Pero el mío no es el mismo que el tuyo, amigo Yussuf.

—¿Me llamas amigo? ¿Aún lo soy realmente, o solo pretendes engañarme?

Bajo la mirada desconfiada de Yussuf, el rostro de Eneko se cubrió de sudor.

—¡Desde luego que eres mi amigo! ¿Cómo puedes dudarlo?

—Últimamente he oído que tienes otro amigo llamado Carlos. Dicen que desea visitarte y luego seguir avanzando hacia las tierras del islam.

—El rey Carlos no es mi amigo, y preferiría mil veces que permaneciera en sus bosques germánicos en vez de saciar su sed de conquista en España. Pero no puedo impedir que cruce las montañas —se justificó Eneko.

—Claro que no. Sin embargo, tampoco deberías apoyarlo, sobrino mío. Carlos vendrá y, debido a su arrogancia, cree que hallará aliados entre los hijos del islam que se rebelaron contra el emir Abderramán. Pero este ha sabido actuar con rapidez y ha enviado a Abdul
el Bereber
y a su hermano Fadl Ibn al Nafzi con aquellos con quienes Carlos pretende aliarse. Las espadas de ambos son afiladas y son muy pocos quienes osan interponerse en su camino —dijo Yussuf, como si lo lamentara y él mismo no fuera amigo de los dos célebres guerreros.

Al pensar en Abdul y en Fadl, conocidos como los verdugos del emir, Eneko se estremeció. Al parecer, habían asesinado a algunos de los gobernadores rebeldes e intimidado a los demás —incluso a su huésped— hasta tal punto que estos volvieron a someterse a Abderramán. Ahora Yussuf se reunía con él para advertirle de que las tornas habían cambiado y por ello Eneko se sentía agradecido a su pariente y aliado secreto, a pesar de que ello implicaba que debía enfrentarse a aún más problemas. Le lanzó una mirada a Yussuf Ibn al Qasi —que, pese a pertenecer a uno de los clanes más poderosos del norte de España, mantenía contacto con los cristianos— con el fin de averiguar más detalles.

No obstante, su huésped parecía sopesar cada una de sus palabras antes de pronunciarlas.

—El reino del islam está preparado para la llegada de los francos. El emir nos ordenó que entregáramos las aldeas y las ciudades más pequeñas y nos protegiéramos tras las murallas de las más grandes. Nuestros almacenes y graneros están repletos y de nuestras fuentes mana agua fresca. A partir de la campaña militar de Carlos contra los longobardos de Italia, sabemos que no es capaz de atacar ciudades bien defendidas. En esa ocasión solo consiguió adueñarse de Pavía mediante el asedio, pero en nuestro caso semejante táctica le resultará inútil puesto que el emir ya ha tomado diversas medidas que acortarán la estancia de Carlos en España.

—¿Qué medidas son esas? —preguntó Eneko con gran interés.

Yussuf Ibn al Qasi esbozó una sonrisa.

—El emir no me lo ha dicho, amigo mío, y aunque me hubiese confiado sus intenciones, yo mantendría la boca cerrada. Para mi gusto ya hay demasiados francos en esta ciudad, que gobiernas como si hubieras olvidado quién la puso en tus manos.

Eneko dio un respingo al captar la velada amenaza que contenían las palabras de Yussuf. Desde luego que sabía que solo había logrado expulsar al rebelde valí de Pamplona —el nombre que los sarracenos y los astures daban a Iruñea— con el permiso de su pariente y gracias a su apoyo, y ese no era el único motivo por el cual los sarracenos lo consideraban su vasallo. Si Yussuf o incluso Abderramán llegaran a la conclusión de que otro amo de Pamplona les resultaría más útil, su gobierno acabaría tan rápidamente como había empezado. Pero también existía otra razón por la que ansiaba firmar una alianza con los francos, aunque a veces se preguntaba si merecía la pena cambiar la dependencia de los sarracenos por el gobierno del rey de los francos.

Yussuf Ibn al Qasi lo observaba atentamente y sonrió al notar que los pensamientos de Eneko fluían en la dirección correcta. Ahora solo debía encargarse de que la semilla plantada llegara a fructificar.

—El emir Abderramán te envía sus mejores saludos, sobrino mío. Os desea suerte y prosperidad a ti y a tu ciudad, y está gentilmente dispuesto a reconocerte como conde de Pamplona. Por supuesto, también piensa obligar a Silo de Asturias a hacer lo mismo.

Eneko no logró disimular su sorpresa. Hasta ese momento, tanto el sarraceno como el astur lo habían tratado como un jefe insignificante de una tribu y se preguntó cuán elevado sería el precio por dicho reconocimiento, pero se tranquilizó con rapidez.

—Si el emir y Silo quieren reconocerme, que lo hagan como conde de Nafarroa.

—Un paso apresurado hace tambalear y caer a más de uno —replicó el sarraceno, aún sonriendo.

—Entonces al menos como conde de Iruñea, que es el nombre de la ciudad en la lengua de mi pueblo. —Sin embargo, también esa propuesta cayó en saco roto.

—El emir llama a esta ciudad por el nombre con que la conocemos nosotros. Ya se llamaba así antes de que vuestro pueblo la ocupara. Confórmate con lo que te ofrece. Y ten en cuenta que de Carlos obtendrías aún menos, porque el rey de los francos quiere entregar todas las tierras que conquiste en España a Eward, su hermano bastardo, el hombre que debería haberse casado con Ermengilda, la hija del conde Rodrigo. No estoy muy seguro de que semejante enlace convenga a tus propósitos… tal vez la Rosa de Asturias supondría un obsequio mediante el cual lograrías alegrar el corazón de Abderramán.

En ese instante, Eneko Aritza se alegró de que todavía no le hubiesen entregado Ermengilda, puesto que de lo contrario no habría podido negarse a cumplir con dicha exigencia. Se sintió como una mercancía de cambio entre dos gigantes: negarse a entregar la muchacha a los francos significaba granjearse la ira de estos, pero dársela suponía convertir a los sarracenos en sus enemigos.

Alzó los brazos y no tuvo que fingir su desesperación.

—Hasta el momento no he logrado averiguar dónde se encuentra la hija de Rodrigo. Ni siquiera sé si sigue con vida.

—Entonces deberías averiguarlo cuanto antes, amigo mío. Y reflexiona acerca de lo que te he dicho. ¿Acaso no fluye la misma sangre por nuestras venas, aunque yo eleve mis preces a Alá y tú a Jesucristo?

Eneko asintió. Su pariente tenía razón. Los sarracenos habían cruzado el estrecho hacía casi ocho siglos y, tras una campaña triunfal incomparable, habían logrado conquistar casi toda la península. Solo en las montañas de Asturias y Cantabria, como también en los Pirineos, los hispanos, los visigodos y su propio pueblo lograron detener a los conquistadores extranjeros. Sin embargo y pese a todos los conflictos, los jefes cristianos, al igual que más adelante los reyes de Asturias, habían casado a sus hijas con gobernadores sarracenos y a cambio obtenido sarracenas aristocráticas como esposas y mantenido a otras como concubinas. Él mismo era hijo de una sarracena, al igual que el rey Silo de Asturias y Agila, su más fiero rival, apodado Mauregato. Pero Yussuf era oriundo de un clan visigodo que desde el principio tomó partido por los sarracenos y se rebeló contra su propio rey. Aunque no tardaron en convertirse al islam, los
banu qasim
aún mantenían estrechos vínculos con los cabecillas cristianos del norte de España. En cambio, Carlos y sus francos eran intrusos con quienes nadie mantenía vínculos y ese era un aspecto que Eneko no debía perder de vista. Sin embargo, en aquel instante todavía habría sido incapaz de decir por quién acabaría tomando partido.

CUARTA PARTE

El encargo

1

Konrad contempló a los guerreros con los que había partido de su aldea natal y se entristeció. Eran buenos hombres y habría estado orgulloso de seguir siendo su cabecilla, pero en ese momento debían emprender caminos diferentes: ellos permanecerían con Hasso, mientras que él debía unirse a las mesnadas del conde Eward por orden del rey y marchar a España junto al conde Roland, cuya tropa ocupaba la vanguardia del ejército franco y abriría paso al rey.

—Lamento no poder seguir a vuestro lado. El conde Hasso me ha prometido que se ocupará de vosotros.

Estas palabras le supusieron tanto esfuerzo como amargura al comprobar que algunos soltaban un suspiro de alivio. Aunque Konrad fuera el hijo del jefe de la aldea, confiaban más en el experimentado conde que en él.

—Os dejo todas las provisiones y también algo de dinero para que podáis conseguir alimentos durante el viaje, si se presenta la necesidad de hacerlo.

Introdujo la mano bajo la camisa y sacó el talego que se había colgado del cuello mediante un cordel.

Entonces Rado alzó la mano.

—Deberías quedarte con el dinero, Konrad. Nos bastan las provisiones que tenemos; además, nos prometieron que nos darían víveres si fuera necesario. No sabemos manejarnos con monedas, así que los comerciantes nos engañarían con mucha facilidad.

—Rado tiene razón —intervino uno de los campesinos libres—. Por otra parte, mi cuñado forma parte de la leva del conde Hasso y se encargará de que no pasemos hambre. Tú lo tendrás más difícil que nosotros. Los jinetes de Eward son unos presuntuosos y no te recibirán precisamente con los brazos abiertos. Ese canalla de Ermo les habló mal de ti porque te envidia el favor del rey.

Konrad miró brevemente al hombre de la aldea vecina, que estaba de pie entre sus hombres y ponía cara larga. Tenía razón: Ermo estaba decepcionado y celoso puesto que se había esforzado por convertirse en escolta del conde Eward y ahora veía que un muchacho —un pipiolo según su opinión— ocupaba su lugar.

El conde Hasso se acercó a ellos.

—No quería dejarte marchar sin despedirme, Konrad. A partir de ahora cabalgarás con un grupo selecto al que no te resultará fácil incorporarte. Pero alguien capaz de acabar con un jabalí de un mandoble, y encima con los pantalones caídos, no permitirá que unos rufianes como Eward e Hildiger le coman el terreno. Sé sensato y recuerda que el rey en persona ha considerado que eres digno de convertirte en uno de sus caballeros armados.

Hasso abrazó a Konrad y le apoyó una mano en el hombro.

—¿Ya has elegido escudero?

—¿Qué? —preguntó Konrad, perplejo.

—Como caballero armado te corresponde un escudero. Algunos, como Eward o Hildiger, disponen de varios, pero ninguno de esos alzará un dedo para ayudarte.

El conde Hasso sabía tan bien como Konrad que los jinetes de Eward no le dispensarían muy buena acogida. En su mayoría, se trataba de miembros de nobles estirpes cuyos antepasados ya poseían títulos y tierras bajo los reyes merovingios. Para ellos, el hijo de un campesino libre apenas superaba en valor a un escudero.

Konrad estaba acostumbrado a encargarse de su caballo y de su ropa, así que según su opinión no necesitaba a nadie que lo sirviera. Pero los hombres de su aldea no opinaban lo mismo y Rado dijo lo que todos pensaban.

—Lo que está en juego es el prestigio de tu padre, Konrad. Aparte del conde de la marca y de Ermo, es quien posee la finca más grande y también la mayor cantidad de vasallos. No puedes presentarte como un simple campesino libre: uno de nosotros ha de acompañarte.

—Pero…

—¡Nada de peros! —lo interrumpió el conde—. El hombre tiene razón: se trata del prestigio de tu padre y también del mío. Aquel de allí —dijo, indicando a Ermo con la cabeza— lo aprovecharía para hablar mal de tu padre, y al final las habladurías recaerían sobre mí. Estoy seguro de que tú no deseas eso, ¿verdad?

—¡No, claro que no! —tartamudeó Konrad.

—Pues entonces queda decidido. O bien te llevas a uno de tus hombres o bien te cederé uno de los míos.

—No será necesario —lo interrumpió Rado—. Yo iré con Konrad; necesita alguien en quien pueda confiar.

—Pero tú no eres un escudero, sino un campesino libre —objetó Konrad.

—Eso no me impedirá marchar contigo y almohazar a tu caballo —contestó Rado con una sonrisa. Dirigió una mirada de interrogación al conde, que tras reflexionar un momento dijo:

—Estoy convencido que lo mejor será que te acompañe un guerrero experimentado que pueda cuidarte las espaldas. Ven conmigo, Rado. Te daré un caballo y un mulo para vuestro equipaje. Y vosotros… —dijo, dirigiendo la mirada a los otros hombres de la aldea de Konrad— os incorporaréis a mi tropa. Se acabaron los días plácidos, nos pondremos en marcha hoy mismo.

—Días plácidos… —protestó uno de ellos—. Solo hemos tenido una jornada de descanso. Si la cosa sigue así, cuando regresemos a casa mediré una cabeza menos, ¡porque se me habrán desgastado las piernas!

Pero los otros solo rieron y Rado le pegó un codazo.

—Entonces por fin seré más alto que tú. Bien, compañeros, cuidaos mucho. Volveremos a vernos en España, si no antes.

—No creo que vaya a ser mucho antes —contestó el conde Hasso en tono irónico—. El séquito de Carlos se dirige a la península por otro camino distinto al nuestro. Mucha suerte, Konrad, hasta que volvamos a vernos —dijo. Estrechó la mano del muchacho y la sostuvo durante un momento—. ¡No nos avergüences, muchacho, ni a tu padre ni a mí!

Y dicho esto dio media vuelta y se marchó. Rado lo siguió para recoger las cabalgaduras con una amplia sonrisa, puesto que ir a la guerra disponiendo de una montura era algo muy distinto a recorrer el largo camino a pie.

Algunos lo siguieron con la mirada suspirando de envidia, pero ello no impidió que se despidieran del hijo de Arnulf y le desearan mucha suerte.

—Yo os deseo lo mismo —contestó Konrad, emocionado.

Ya había sido duro abandonar su hogar, pero entonces al menos lo habían acompañado los hombres de su misma comarca. Ahora lo acompañaría el rostro conocido de Rado, un hombre con quien podía comentar sus dudas, y eso le sirvió de consuelo. No obstante, se preguntó cómo lograría demostrar su valía ante un caballero que ya le había manifestado su desprecio de modo inconfundible.

2

A la mañana siguiente Roland de Cenomania emprendió el camino a España junto con sus acompañantes. Para Konrad significaba incorporarse por primera vez a la compañía del conde Eward. Dado que la mayor parte de la vanguardia que debía encabezar Roland ya había partido, el grupo solo estaba formado por unas veinte personas: al propio Roland y a Eward con sus escoltas se sumaban una docena de guerreros experimentados, altos y de hombros anchos, todos los cuales superaban a Konrad en estatura, y hablaban en una lengua desconocida para el muchacho. Cuando preguntó a uno de los jinetes de Eward cuál era ese idioma, el hombre se limitó a mascullar la palabra «campesino» entre dientes y desvió la mirada.

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