La Rosa de Asturias (24 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

También Philibert y Rado parecían nerviosos, como si aguardaran el ataque de un enemigo; en cambio Just observaba a su guía: según su opinión, mientras Unai no demostrara inquietud, no corrían ningún peligro.

Pero Konrad no opinaba lo mismo.

—Desconfío de ese bribón —susurró a Rado y Philibert—. Dijo que tardaríamos tres días en llegar a donde se encuentra la supuesta Ermengilda. Llevamos ya cuatro días de viaje y de momento solo hemos visto rocas, árboles y de vez en cuando un arroyo.

—Unai está dando un rodeo —interrumpió Just—. Lo noto por aquella montaña cuya cima tiene una forma curiosa. Al principio se encontraba a nuestra izquierda, luego cabalgamos directamente hacia ella y ahora vuelve a estar a la izquierda.

—¡Eres un buen observador! —Konrad premió a Just con una sonrisa y decidió que a partir de entonces se fijaría más en el entorno. Mientras que él había confiado ciegamente en el guía, Just había prestado atención al camino e incluso sería capaz de encontrar el camino de regreso—. El pequeño es un muchacho listo —le dijo a Rado.

Su escudero se había alegrado de librarse de una reprimenda por permitir que el muchachito lo acompañara, así que sonrió aliviado y también se enorgulleció del pequeño.

Este contemplaba a los adultos con aire satisfecho. Ya que en la última ciudad donde vivió nadie parecía quererlo, decidió pegarse a un desconocido que parecía bondadoso y dispuesto a ayudarle, y resultó que había dado con el mejor de todos. Rado no le pegaba, solo lo reprendía muy de vez en cuando, y además no le encargaba tareas demasiado pesadas para él. Si cabalgar a través de la Galia con el ejército ya le resultaba un plan magnífico, esta otra expedición suponía una aventura soñada que le permitía disfrutar de lo lindo recorriendo las montañas con Rado y su señor.

Just no dejaba de descubrir puntos de referencia que le servían para orientarse. Si Unai intentara despistarlos, él se convertiría en el guía del pequeño grupo y tendría la oportunidad de ganarse el agradecimiento de Rado y de Konrad. Taconeó al mulo y se puso a la par de Unai.

—¿De qué viven los habitantes de la región? Por el camino no hemos visto campos de cultivo.

—En los valles hay terrenos cultivados por los habitantes de las aldeas —contestó Unai, dispuesto a darle información—. Además cazamos, recogemos lo que el bosque nos proporciona y criamos cerdos, ovejas y cabras.

—¿Eres pastor? —quiso saber Just.

El vascón negó con la cabeza.

—Soy un guerrero. Mi gente y yo hemos de lidiar con los astures, los sarracenos se nos echan encima y… —Unai calló un instante y luego continuó, soltando una carcajada poco convincente—… y por eso nos alegramos de que los francos nos hayan ofrecido protección.

Just advirtió que el joven mentía: intuyó que el aprecio de Unai por los francos era tan escaso como el que sentía por los astures y los sarracenos. En todo caso, el vascón no era un amigo y decidió no bajar la guardia.

Poco después la quebrada por la que cabalgaban se ensanchó, convirtiéndose en un estrecho valle. El arroyo que lo recorría estaba bordeado de pequeños campos separados entre sí por muretes de piedra. A cierta altura de la ladera había una aldea rodeada de una muralla de mampuestos apilados.

—Esa gente nos dará víveres y agua para los caballos —dijo Konrad con un suspiro de alivio.

Unai habría preferido evitar la aldea, cuyos habitantes eran aliados de la tribu a la que le había robado el caballo. Pero si daba un rodeo aún mayor, perdería más días y sus acompañantes francos desconfiarían de él hasta tal punto que quizás acabaran por matarlo. Refrenó su cabalgadura a cierta distancia de la aldea e indicó a los demás que lo imitaran.

—Así los aldeanos verán que nuestras intenciones son pacíficas.

—No será necesario: verán que somos francos, y sus jefes juraron lealtad al rey Carlos —exclamó Konrad, disponiéndose a seguir adelante, pero Unai cogió las riendas del semental y lo detuvo.

—No estamos en Gascuña, que ha sido sometida por los reyes francos, sino en las montañas. Aquí casi nadie ha oído hablar de vuestro monarca y apenas saben quién es Eneko de Iruñea.

—Eso no es lo que me dijeron en Franconia —respondió Konrad cuando Philibert tradujo las palabras de Unai.

Este se encogió de hombros. Le daba igual lo que dijeran los francos, lo que le importaba era cómo los recibirían en la aldea. De momento nada indicaba que no fueran bienvenidos. Nervioso, hizo avanzar a su caballo, sin embargo luego volvió a detenerse al advertir que ninguna voz le daba permiso para acercarse a la aldea.

—Eso no es bueno —susurró.

—¿El qué no es bueno? —quiso saber Just.

—¡Quedaos aquí! Cabalgaré hasta la aldea. Allí me conocen —contestó Unai sin responder a la pregunta del muchacho.

Sujetó la lanza bajo el muslo izquierdo y cabalgó lentamente hacia la entrada del pueblo con el fin de demostrar a los habitantes que no era un enemigo, abrigando la esperanza de que ninguno de ellos reconociera su caballo.

Al tiempo que Unai detenía su caballo ante los postes cruzados que conformaban la puerta y se dirigía a los hombres allí apostados, Konrad indicó el arroyo.

—Abrevemos a nuestras monturas, de lo contrario tendremos que regresar al valle.

—¡Buena idea! —Rado condujo su caballo hacia el arroyo siguiendo el estrecho sendero que discurría dos campos, seguido de Just y de Philibert, mientras Konrad echaba otro vistazo a la aldea.

Entre tanto habían abierto la puerta, pero no dejaron pasar a Unai sino que lo obligaron a retroceder. Más de una docena de hombres surgió de la empalizada agitando toda clase de armas y echaron a correr ladera abajo. Konrad no comprendió sus gritos, pero sus gestos eran muy claros. Se apresuró a reunirse con sus amigos y los alcanzó cuando Rado se disponía a quitarle el ronzal a su caballo para que pudiera beber mejor.

Konrad señaló la turba que se acercaba a ellos.

—¡Esos no parecen muy amistosos!

—Quieren que nos larguemos, de lo contrario nos matarán —dijo Philibert, quien empuñó la espada con una mirada retadora—. ¿Les damos una lección?

Konrad negó con la cabeza.

—Contando a Just, nos superarían por cuatro a uno, así que mejor ponemos pies en polvorosa. ¡Vamos, en marcha!

—¿Retroceder ante ese hato de campesinos? ¡Eso sería de cobardes! —espetó Philibert.

—Yo no lo llamaría cobardía, sino sensatez —dijo Just indicando el recorrido del arroyo—. Según Unai, hemos de pasar junto a esa aldea. Si cabalgamos a través del valle y más adelante remontamos la ladera, deberíamos dar con el camino que él quería tomar.

Konrad le lanzó una mirada de aprobación y clavó las espuelas en lo ijares del semental. Entre tanto, los aldeanos se habían acercado lo bastante para arrojar sus lanzas y sus rugidos revelaban que no pensaban dejar con vida a ningún intruso.

Poco después, el grupo alcanzó un sendero que ascendía la ladera y lo siguió. Unai los aguardaba a media altura con una sonrisa burlona; los otros vascones lo habían dejado pasar sin atacarlo.

—Os advertí que no os movierais, pero una vez más habéis actuado como si el agua y los prados fueran vuestros.

Aunque sabía perfectamente que los guerreros de la tribu hubiesen expulsado a los francos aunque estos le hubiesen obedecido, aprovechó el incidente para dejar claro a Konrad y a los demás que si querían salir con vida, allí en las montañas tendrían que contar con él.

7

A Ermengilda no le gustaban las miradas que le dirigían los pastores: expresaban una codicia que la asustaba y volvió a lamentar que Unai hubiera abandonado el grupo para ir en busca de los francos con quienes podría negociar su puesta en libertad. Si hubiera ido a ver a su padre, habría regresado hacía tiempo y ella ya estaría en libertad, sana y salva.

El camino que recorría a través de las montañas la alejaba más y más de su hogar y solo le quedaba la esperanza de que se dirigiera hacia los francos.

De haber podido, habría intentado escapar y esconderse en alguna parte, pero más que a los pastores, Ermengilda temía a los perros. Siempre que daba un paso a un lado, de inmediato alguno de los grandes animales manchados empezaba a ladrar, y si se ocultaba tras unos arbustos para hacer sus necesidades, al menos una de esas bestias se mantenía a su lado y le lanzaba dentelladas para obligarla a volver al camino.

Recordando esos momentos humillantes, resbaló en una roca lisa y cayó. Oyó las risotadas de los pastores y notó que uno de los perros le mordía el trasero. Solo fue un pellizco, pero esa noche sentiría dolor al sentarse. Se puso de pie lanzando un gemido y maldijo a Maite, a Unai, a los pastores y a todo el mundo.

Cuando el sol se ocultó tras las montañas occidentales, los pastores reunieron las ovejas en un pequeño prado y montaron su campamento. Cortaron tres ramas, unieron los extremos y colgaron la olla.

Uno de los hombres le pegó un empellón.

—¡Encárgate de la comida! —ordenó, y le arrojó un morral que contenía las provisiones.

En general, los pastores se turnaban para cocinar, pero dada la presencia de una mujer, les pareció indigno realizar esa tarea. Se dedicaron a observar los movimientos de la astur sin dejar de intercambiar sonrisas. A fin de cuentas, una mujer no solo servía para cocinar, sino para otras cosas.

Hacía unos años habían acogido a una vagabunda cuyas artes culinarias no eran mucho mejores que las suyas, pero que al menos les alegraba las noches. Los hombres tenían cada vez más ganas de tumbar de espaldas a su prisionera, porque si bien ignoraban si en realidad obtendrían dinero por su rescate, en cambio podían satisfacer su lujuria allí mismo. Reprimieron la idea de que se trataba de la hija de un señor que podría obligarlos a rendirle cuentas.

Uno de los pastores le pegó un golpe.

—¡Date prisa, tenemos hambre!

—¡Santa María Madre de Dios, ayúdame! —rezó ella en voz baja, al tiempo que molía granos de cebada entre dos piedras y la echaba en el cazo.

El hombre sacó un pedazo de carne seca del morral de las provisiones y se lo arrojó.

—Córtala en trozos y añádelos al cazo.

Ermengilda recogió la carne.

—¡Está dura como una piedra! Para cortarla necesito un cuchillo.

El pastor vaciló un instante, luego sacó el cuchillo del cinto y se lo alcanzó.

—¡No hagas tonterías, muchacha! No te conviene.

Sin mirarlo, Ermengilda cortó la carne, la echó al cazo y fue en busca de hierbas para sazonar la sencilla comida. Uno de los perros la acompañó como una sombra y sus gruñidos le advirtieron de que no se alejara del campamento.

Poco después el ocaso cubrió la tierra como un velo oscuro. Los pastores dejaron que las llamas se redujeran para no llamar la atención de algún desconocido. Excepto un hombre que montaba guardia, los demás se reunieron en torno a Ermengilda y, sonriendo, le tendieron sus cuencos. Al parecer, les divertía dejarse servir por una dama de alcurnia.

Uno de ellos elogió la comida.

—Muy bueno. Creo que deberíamos conservarte con nosotros.

Asustada, Ermengilda se persignó; los otros hombres rieron y uno de ellos le palmeó el trasero.

—Nosotros los pastores somos fuertes. No lo lamentarías.

—¡Dejadme en paz! —Ermengilda se alejó unos pasos y se sentó en una roca con el cuenco en la mano para comer algo.

Los pastores la observaron y se pegaron codazos soltando risotadas. Entonces uno se acercó a ella, se abrió la bragueta, lanzó un suspiro cuando surgió el chorro de orina y se volvió para que las llamas lo iluminaran.

—Bien, ¿qué opinas? ¿Te la meto? Teniendo en cuenta que en el castillo de tu padre hay muchos hombres, supongo que ya no serás virgen, ¿verdad?

—¡Si me hacéis daño, mi padre os dará caza y os hará colgar del árbol más próximo! —gritó, presa del espanto.

Los pastores soltaron carcajadas burlonas: el conde de la marca estaba muy lejos y allí, entre las montañas, no tenía poder.

El hombre que acababa de orinar se situó ante Ermengilda.

—¿Qué habría de impedir que disfrutemos de ti y después te cortemos el gaznate? Aquí las quebradas son profundas y nadie encontrará tu cadáver. Si preguntaran por ti, diríamos que nunca te habíamos visto, y asunto zanjado.

Ermengilda comprendió que aquella noche los pastores la violarían y, desesperada, trató de buscar la manera de huir de semejante destino.

Entonces una voz resonó a sus espaldas.

8

De camino a las montañas, Maite se mantuvo alejada de las aldeas y solo visitó una donde tenía buenos amigos. Al día siguiente, cuando se marchó, de su cinto colgaban una honda de cuero y un zurrón que llenó de guijarros recogidos del lecho de un arroyo. Además, se había hecho con un cayado largo rematado por una punta de hierro y en un paño anudado guardaba un chorizo duro, un pan y unas olivas secas.

Sin embargo, la despedida fue menos amistosa de lo esperado. Ni siquiera sus amigos disimularon su convicción de que atacar la comitiva de Ermengilda había sido un error. Uno de los jóvenes de la aldea, que participó en el ataque y recibió a Ebla —la doncella de Ermengilda— como botín, ya la había dejado en manos de la gente del conde Eneko, con el fin de que este la devolviera al conde Rodrigo.

Enfadada por los reproches, Maite se alegró de dejar atrás la aldea y volver a recorrer las solitarias montañas por su cuenta. Tardó dos días en recorrer el camino hasta el prado de pastoreo donde había dejado a Ermengilda y Unai, pero allí solo encontró un prado pelado y una choza vacía.

Al principio supuso que Unai y los pastores se habían marchado para llevar a Ermengilda con Eneko, pero después sacudió la cabeza: para ello no sería necesario que se marcharan todos los pastores y se llevaran las ovejas. Al ver la hierba cortada hasta la raíz, llegó a la conclusión correcta.

«Habrán cambiado de pastoreo», se dijo. Procuró recordar los diferentes campos que los pastores de la tribu de Unai elegían para sus rebaños y emprendió la marcha. Entonces comprobó que haber viajado con los muchachos durante los últimos años en vez de quedarse sentada con las mozas hilando lana y chismorreando suponía una ventaja. Había aprendido muchas cosas acerca de los lugares de pastoreo de cada tribu y creía saber qué dirección debía tomar. Cuando poco después encontró excrementos recientes de ovejas en un sendero que avanzaba sinuosamente hacia el norte, supo que había encontrado el rastro de Unai y de Ermengilda.

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