La Rosa de Asturias (26 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

—Es demasiado viejo para servirnos de alimento y tampoco nos será útil la piel: está más agujereada que una camisa devorada por las polillas —se lamentó Philibert, pues era el oso más grande que jamás había visto.

—No me quedó más remedio que intervenir para salvar a las dos mujeres —replicó Konrad.

—No te reprocho nada. Has luchado con el mismo heroísmo con el que te enfrentaste al jabalí, aunque esta vez no te ha hecho falta quitarte los pantalones. —La carcajada con la que acompañó dichas palabras hizo que la tensión entre ambos se desvaneciera. En ese instante se volvió hacia las dos mujeres. Apenas se fijó en la muchacha menuda de cabellos castaños que aún sostenía la lanza ensangrentada, porque solo tenía ojos para el ángel rubio que contemplaba al oso con una mezcla de alivio y de espanto.

La joven era más alta que la mayoría de las mujeres que conocía y tan hermosa que deseó montarla en su corcel y llevársela a su tierra natal. Se apeó rápidamente e hizo una reverencia elegante.

—Permite que deposite mi corazón a tus pies, bella niña.

También Konrad la contemplaba sin dar crédito a que algo tan maravilloso pudiera existir en la Tierra. Al ver la reverencia de Philibert, una oleada de celos lo invadió y quiso apartar a su acompañante para poder hablar con esa criatura celestial. Pero Maite se le adelantó: furiosa por la falta de atención recibida, cuando encima había participado en la matanza del oso, espetó a Philibert:

—Si lo deseas, te arrancaré el corazón, para que puedas depositarlo a los pies de mi esclava.

—¿Tu esclava, dices?

Al principio Philibert se negó a creerla, pero luego su mirada se iluminó. Si lo que decía era verdad, podía comprarle la bella a su ama y convertirla en su concubina. Cuando se disponía a preguntarle en la lengua del sur de la Galia cuánto costaba la esclava, Konrad se interpuso.

—¿Eres la mujer a quien Unai llamó Maite? —inquirió.

La joven vascona solo comprendió su nombre y el de Unai, pero asintió.

Konrad hizo una profunda reverencia ante al supuesta esclava.

—Entonces vos sois la princesa Ermengilda.

La astur le dirigió una mirada desconcertada. El cortés guerrero parecía muy joven y al menos medía un palmo menos que ella, pero en cambio tuvo que alzar la vista para contemplar a su acompañante. Como las ropas y las cotas de ambos guardaban cierto parecido con las de Gospert, el emisario franco, Ermengilda alcanzó la conclusión correcta.

—¿Sois francos? —preguntó en el dialecto hablado en Aquitania y en Provenza. Ello suponía una ventaja para Philibert frente a Konrad, puesto que pudo contestarle en la misma lengua.

—Sí, princesa. Somos francos. Mi acompañante es oriundo del oeste, de allende el Rin, mientras que mi tierra natal se encuentra al norte del Somme. Permitid que me presente: soy Philibert de Roisel, vuestro fiel servidor.

—El servidor de una esclava —se burló Maite.

—El esclavo de una princesa —apuntó Philibert cortésmente.

—Soy la hija del conde Rodrigo y no tengo derecho al título que me otorgáis. Mi tío, el rey Silo, decidió que me llamaran así para destacar mi parentesco con él y para que mi prometido, el conde Eward, no deba avergonzarse de mí.

—¡Y no tiene por qué hacerlo, voto al cielo! —Philibert también se sintió invadido por los celos. Que tan encantadora criatura se convirtiera en propiedad de un hombre que él despreciaba lo llenaba de indignación.

Konrad, que no comprendía ni una sola palabra de la conversación, se removía inquieto y por fin señaló en dirección a la choza.

—¡Venid de una vez! La comida ya debe de estar a punto y, además, hemos de comprobar si la dama realmente es la Rosa de Asturias.

Sus palabras supusieron un jarro de agua fría para Philibert, que se volvió presa de la cólera.

—¿Acaso no tienes ojos en la cara para ver que esta dama solo puede ser Ermengilda?

—¿Qué dice tu compañero? —preguntó la joven astur, que no había comprendido las palabras pronunciadas en el dialecto del oeste de Franconia.

Philibert hizo un ademán negativo con la mano.

—Konrad solo dice tonterías. ¡Seguidme, os lo ruego! Cerca hay una choza en la que nos espera una sustanciosa comida, aunque muy modesta —dijo, y se apresuró a ofrecer el brazo a Ermengilda, prescindiendo por completo del hecho de que Eward no lo había nombrado a él jefe de esa expedición.

El enfado de Konrad aumentó. Durante los últimos días había esperado que él y Philibert pudieran convertirse en amigos, pero en ese momento su compañero le producía tanto rechazo que incluso habría preferido la compañía de Ermo. Por unos instantes pensó en cómo se encontraría su vecino, pero sobre todo el prefecto Hasso y los hombres de su aldea. Ya debían de encontrarse a escasa distancia de la frontera española, entre los pasos de los Pirineos. Tras elevar una oración al Salvador rogando que este siguiera protegiendo a sus compañeros, siguió a Philibert y Ermengilda tan malhumorado como Maite. Los dos primeros se comportaban como si pasearan a través de una comarca completamente pacífica.

De camino se toparon con Rado, que se había rezagado porque su caballo había tropezado y cojeaba. Al ver a las dos jóvenes en compañía de ambos muchachos, las contempló con mirada desorbitada.

—¡Y yo que creía que ibais a cazar un oso, y resulta que os dedicáis a coquetear con dos bonitas pastoras!

—Esta no es ninguna pastora, es la princesa Ermengilda —lo corrigió Philibert.

Rado le lanzó una mirada inquisitiva a Konrad, reparó en su expresión y soltó un suspiro. Lo único que le faltaba eran dos jóvenes machos cabríos peleando por una joven.

—Pues el conde Eward se sentirá muy aliviado de que hayáis encontrado a su prometida. —Rado remarcó el nombre del conde con el fin de recordar a Philibert y a Konrad que la muchacha estaba destinada a otro, si bien se compadeció de ella: con Eward, toda su belleza supondría un derroche. Había observado al conde y a Hildiger durante el viaje y se había formado una idea acerca de ambos. Ermengilda tendría motivos para alegrarse cuando tras la boda la enviaran a una remota propiedad de su marido donde este la visitaría de vez en cuando para cumplir con su obligación, para con ella y con el rey.

Pero la compasión que le inspiraba la muchacha no implicaba que aprobara la conducta de sus acompañantes. Aunque Eward no apreciara la belleza de un cuerpo femenino tanto como la de su amigo, jamás toleraría que uno de sus caballeros lo convirtiera en un cornudo.

Konrad solo reaccionó ante el comentario de Rado con un bufido enfadado, mientras que Philibert se debatía entre la osadía y la fidelidad debida a su comandante. De momento, venció el deseo de estrechar a Ermengilda entre sus brazos, aunque solo fuera una vez.

Konrad recordó al oso muerto y señaló hacia atrás.

—¡Lo hemos abatido! Comprueba si la piel resulta útil y entierra el cadáver bajo unas piedras. El oso era demasiado viejo para servir de alimento.

—¡Bien! Enviadme al vascón para que me ayude y llevaos a mi caballo antes de que la cojera lo deje completamente inútil.

Rado cedió las riendas a Konrad, dio la espalda a sus compañeros y remontó la montaña. Los demás bajaron apresuradamente hacia el valle, impulsados no tanto por el hambre como por el deseo de rumiar sus pensamientos con tranquilidad.

Ermengilda se alegró de que la pesadilla de su cautiverio por fin hubiera acabado y al mismo tiempo temía lo que le esperaba junto a ambos francos. Konrad y Philibert reflexionaban sobre el modo de aventajarse mutuamente para obtener los favores de la bella, y Maite estaba enfadada con Dios y con el mundo. Había perdido a su prisionera y quién le pagaría el dinero del rescate —los francos, Eneko o algún otro— era más incierto que nunca. Dado que nadie le prestaba atención, ya se preguntaba si no sería mejor ocultarse entre los arbustos y desaparecer, pero ¿adónde iría? Si regresaba junto a su tribu, Okin volvería a entregarla a Eneko en el acto y este a los francos como rehén. Tras el rapto de Ermengilda, todos sus antiguos amigos se habían apartado de ella, así que no podía esperar apoyo de nadie, tal como descubrió dolorosamente apenas unos días atrás. Todos dirían que quien tenía la culpa era ella misma por instigar el ataque a la comitiva de Ermengilda.

Por ello tampoco podía trasladarse a cualquiera de las otras aldeas. En la de Amets de Guizora, debía contar con que él quería casarla con uno de sus hijos, mientras que los ancianos de las otras harían todo lo posible por congraciarse con Eneko y la entregarían a él. Y ella se convertiría en rehén de los francos, al igual que si caía en manos de Okin.

—Habría sido mejor que el oso me matara —murmuró para sus adentros, y de pronto recordó que ambos francos arriesgaron la vida para salvar la suya. Dicho pensamiento resultó decisivo. Si su destino consistía en ser entregada a los francos, también podía seguir viaje con esos dos jóvenes, así que dio la espalda al bosque y se apresuró a dar alcance a los demás.

11

Cuando Konrad regresó a la choza, las ovejas pululaban por el prado. Los pastores habían alcanzado la meta, pero no se ocupaban de los animales ni de los bultos que habían cargado en algunos carneros, sino que permanecían ante la choza discutiendo con Unai.

Al oír el relincho de un caballo se volvieron y cuando vieron a las dos muchachas sus rostros adoptaron una expresión avinagrada.

Unai se acercó apresuradamente a Maite.

—¡Me dejaste en la estacada! —gritó. Luego se dirigió a Konrad y señaló a Ermengilda—. Esta es la hija del conde Rodrigo. Puedes preguntárselo a él mismo, si quieres.

—Lo hará el conde Eward —contestó Konrad en tono seco, furioso porque a diferencia de él, Philibert podía conversar con Ermengilda. Para no quedar en segundo plano, llamó a Just.

—Dile a la dama que soy Konrad de Birkenhof y que Eward, mi señor, me envió para que la recogiera.

Una vez que Just tradujo sus palabras, Ermengilda miró perpleja a Philibert, a quien había tomado por el jefe del grupo. Por un instante este consideró la posibilidad de afirmar que Konrad mentía y que el líder de la expedición era él, pero como Rado y el bocazas de Just lo desmentirían en el acto, descartó la idea.

—Habéis de perdonar a vuestro prometido, pero el conde Eward desconfió de ese vascón que dice llamarse Unai, por eso primero quiso enviar solo a Konrad para que comprobara si el vascón pretendía engañarlo con una sencilla pastora o si de verdad sabía dónde os encontrabais. Puesto que Konrad desconoce la lengua que se habla en esta región, me ofrecí a acompañarlo.

Ermengilda dirigió una sonrisa encantadora a Philibert, quien le causaba una gran impresión.

—El hombre llamado Konrad es muy… en fin, muy franco. En cambio vuestros modales son tan refinados como los de cualquier astur.

—Por mis venas también fluye sangre visigoda, puesto que algunos de mis antepasados se casaron con mujeres de ese pueblo —respondió Philibert con orgullo.

—¿De qué estáis hablando todo el tiempo? —Aunque Just traducía lo mejor que podía, Konrad reaccionó con irritación.

—Ermengilda acaba de afirmar que pareces muy franco.

Aunque Philibert pretendía que el comentario fuera irónico, Konrad se lo tomó como un cumplido y se inclinó ante Ermengilda.

—¡Gracias, noble dama! Me enorgullezco de ser un franco. Somos un pueblo audaz, luchador y previsor, y no es casual que nuestro reino sea el mayor del mundo.

Philibert tradujo las palabras de Konrad para Ermengilda; Maite, que también las oyó, soltó una carcajada.

—Ese muchacho tiene un alto concepto de sí mismo y de su gente, pero aquí en España los francos aprenderán a ser humildes.

Entonces Philibert recordó que él también era un franco y resopló.

—Ten cuidado, muchacha; no ofendas a nuestro pueblo si no quieres que te azote.

—¡No harás tal cosa, ni tú ni ese pretencioso! —se burló Maite.

Toda su vida había quedado destrozada y los únicos culpables eran esos hombres que venían del norte para sembrar la discordia a este lado de los Pirineos. Si los vascones no hubiesen temido la venganza de los francos, todos habrían considerado que la captura de Ermengilda había sido un golpe audaz y le hubiera proporcionado respeto y prestigio. En cambio, dadas las circunstancias, consideraban que había cometido una tontería y perjudicado a su propia gente.

—Malditos sean todos los francos —murmuró, pero en una lengua que solo comprendían Unai y los pastores.

Uno de estos le pegó un codazo al joven vascón.

—¡Dilo de una vez! ¿Cuánto nos darán los francos a cambio de que pongamos en libertad a la astur?

Unai no sabía qué contestar. Ni Eward ni Roland habían mencionado cuánto pagarían por el rescate, solo habían dicho que primero querían asegurarse de que la prisionera era Ermengilda. Pero los pastores no se darían por conformes con ello.

Como Unai no contestó de inmediato, otro pastor se plantó ante él.

—¡Habla de una vez! ¿Qué recompensa recibiremos por haber protegido fielmente a la muchacha?

Maite se volvió bruscamente.

—¡A vosotros, perros sarnosos, habría que despellejaros! Queríais violar a Ermengilda, ¿y ahora pedís una recompensa por ello?

Pero los pastores se limitaron a sonreír.

—Hubiéramos dejado bien satisfecha a la astur, y también a ti —dijo uno, haciendo un gesto obsceno.

Konrad se dio cuenta de que ocurría algo decisivo y tiró de la manga de Philibert.

—¿Qué están diciendo esos?

—Yo tampoco entiendo la lengua de esa gente —contestó Philibert, encogiéndose de hombros—. ¿Y vos, princesa? —añadió en la lengua del sur, pero ella negó con la cabeza.

—Yo tampoco entiendo el vascuence.

Konrad cogió a Unai del brazo y lo obligó a mirarlo a la cara.

—¡Habla! ¿Qué está ocurriendo?

El vascón se retorció como un gusano.

—No lo sé. Yo…

Entonces lo interrumpió uno de los pastores.

—Dile al franco que nos pague por las dos mujeres. Cada una vale tres docenas de ovejas, como mínimo. —Como habló en la lengua del sur de Franconia, Philibert comprendió lo que decía.

—El bellaco quiere una recompensa —dijo en voz baja.

Konrad no daba crédito a sus oídos.

—¿Qué? ¿Esos canallas raptan a la princesa y a sus acompañantes, entre los cuales también había francos honestos, y encima pretenden una recompensa? A esos bandidos habría que…

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