La Rosa de Asturias (21 page)

Read La Rosa de Asturias Online

Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

Aunque el caballero en cuestión también era mucho más fornido que él, Konrad apretó los puños dispuesto a darle una lección. Entonces una sombra cayó sobre él y, al volverse, vio que Roland cabalgaba a su lado.

—Mis hombres hablan la lengua bretona. Los he elegido para que sean mi guardia personal, porque son más fiables que los francos y yo soy el único señor al que reconocen.

Konrad ignoraba si debía tomarlo como una ofensa, puesto que él era un franco, pero Roland ya había cambiado de tema y lo invitó a mostrarle su espada y su cota de escamas durante el siguiente descanso. Luego volvió a ponerse a la cabeza de su grupo de jinetes y pasó por alto las miradas ponzoñosas que le lanzaron Eward, Hildiger y sus amigos.

Aquella noche, en cuanto montaron el campamento cerca de una pequeña aldea, Roland se aproximó a Konrad y comprobó su equipo. Examinó la cota de escamas y también desenvainó la espada. Tras blandirla un par de veces, le devolvió el arma.

—Una buena espada que, a juzgar por su aspecto, ya ha demostrado su eficacia en la batalla.

—Perteneció a mi padre. Como él no puede blandirla, me la dio a mí —le explicó Konrad.

—Una espada afilada y sólida ya supone media victoria; no creo que Eward y su íntimo amigo Hildiger dispongan de una mejor, y también tu cota de escamas es de calidad. El herrero que la forjó conocía su oficio.

El elogio sorprendió a Konrad, puesto que en comparación con la cota de malla del conde la suya parecía bastante modesta. Al mismo tiempo, agradeció a su padre en silencio que lo hubiese equipado tan bien como para poder presentarse ante un hombre como Roland sin tener que avergonzarse. Entre tanto, Roland se había acercado a los caballos para echar un vistazo al semental del joven.

—¿El caballo también pertenecía a tu padre? —preguntó.

—Me lo regaló, pero no es su propia cabalgadura; me lo destinaron cuando aún era un potrillo.

El conde examinó los dientes del semental.

—Debe de tener unos cinco años; es una buena edad para entrar en batalla. Si lo cuidas, te prestará servicio fielmente durante muchos años. Tu padre entiende tanto de espadas como de caballos.

—Fue mi madre quien me regaló el potrillo —puntualizó Konrad.

—En ese caso, tu padre entiende de espadas y tu madre de caballos. ¡Ambas cosas son buenas! —Roland rio, desconcertando a Konrad aún más porque en general, el rostro del prefecto de Cenomania solía expresar el deseo de cortarle la cabeza al primero que se le cruzara por el camino. Entonces apoyó una mano en el hombro del muchacho—. No te dejes intimidar por esos petimetres. Un hombre vale tanto como el brazo con el que maneja la espada, sin importar en qué cuna nació. ¡Hasta este momento, el único enemigo a quien Eward e Hildiger se han enfrentado eres tú! ¡No lo olvides!

—Sí, señor.

El desconcierto de Konrad aumentó puesto que al igual que Eward, el conde Roland también estaba emparentado con el rey, aunque es verdad que solo era un primo lejano y no su hermanastro. ¿Acaso envidiaba al hombre más joven por su linaje más aristocrático? Pero Konrad descartó la idea en el acto: un hombre como Roland no envidiaba a nadie, a menos que el prestigio guerrero del otro superara el suyo. Pero por algún motivo, Eward parecía irritar al prefecto tanto como despertaba su desprecio, y al tiempo que se preguntaba qué secreto envolvía a Eward, Konrad lamentó que el rey Carlos no lo hubiera puesto bajo el mando de Roland, porque se habría alegrado de servirlo. Para Eward, él solo era un campesino al que hubiese preferido apartar de un puntapié, a pesar de no haberle hecho nada malo al hermanastro de Carlos.

Roland se despidió de él palmeándole el hombro y se alejó. Entonces apareció Rado y, aunque sonreía con satisfacción, su mirada era pensativa.

—El prefecto es un hombre peligroso; yo en tu lugar me lo pensaría dos veces antes de enemistarme con él. Sin embargo, procura no despertar la ira del conde Eward estableciendo un vínculo demasiado estrecho con Roland. Aunque de momento solo sea un mozalbete inexperto y bisoño, un día será un hombre muy poderoso.

—No quiero enemistarme con nadie —replicó Konrad, sin ocultar su irritación.

—Entonces esperemos que nunca tengas que elegir entre ambos, pero si fuera necesario, elige con prudencia —dijo Rado, quien hizo un gesto de asentimiento al tiempo que cogía un cubo de cuero para ir en busca de cebada para el semental y las dos nuevas cabalgaduras.

Konrad lo siguió con la mirada y acto seguido echó un rápido vistazo al campamento que había montado el pequeño grupo, antes de contemplar el paisaje, tan distinto al de su hogar. De norte a sur se extendían altas y largas cadenas de colinas cubiertas de bosques, donde crecían árboles desconocidos para él. En las laderas se elevaban pequeñas aldeas con casas cuyos techos no eran de madera o de paja, sino de finos ladrillos curvos. Las paredes eran de mampuestos apilados y solo de vez en cuando vio paredes de entramado, como las de su tierra natal.

La lengua de los habitantes de la zona también le resultaba desconocida. Decían que eran francos, pero hablaban de un modo muy distinto a Konrad, que solo acertaba a entender unas pocas palabras.

Rado tampoco lograba comunicarse, pese a haber participado en la campaña militar contra los longobardos y estar acostumbrado a tratar con gentes cuyo idioma no comprendía.

Al día siguiente, poco después de partir, alcanzaron un asentamiento más grande a orillas de un ancho río, protegido por una muralla y formado por numerosas casas altas y amplias. El edificio más grande se encontraba casi en el centro y disponía de una gran torre cuadrada rematada por un tejado a dos aguas de ladrillos planos.

—Esa es la basílica de la ciudad. ¿Alguna vez has visto algo tan impresionante, campesino?

Era la primera vez que Philibert de Roisel, a quien el malvado Hildiger ordenó que cabalgara a la vera de Konrad, abría la boca. Lo único que el muchacho sabía de él era que procedía de la región occidental del reino. Pese a que aún se sentía molesto por lo que Philibert le había dicho en su primer encuentro, pasó por alto el tono arrogante y le agradeció la información.

—Realmente es una iglesia magnífica. ¿Crees que tendremos tiempo de orar en ella?

Pero Philibert volvía a dirigir la vista al frente y siguió trotando sin contestar.

Aunque a Konrad le habría agradado visitar el templo, no se atrevió a abandonar la comitiva. Roland avanzaba a buen ritmo y se hubiese visto obligado a exigir demasiado esfuerzo a su semental para dar alcance a los demás. Decidido a elevar sus preces en la siguiente iglesia con la que se encontraran, dejó atrás la basílica. Mientras cabalgaba, volvió a preguntarse qué tendrían en contra de él Eward, Hildiger y sus amigos. Su rechazo no podía deberse solo a un par de palabras desdeñosas sobre él pronunciadas por Ermo: tenía que existir otro motivo. Tal vez a Eward y a sus hombres les fastidiara que él, de quien se burlaron por ser un campesino, hubiese demostrado su coraje al rey Carlos y se hubiese granjeado el respeto de Roland debido a que el prefecto de la marca de Cenomania consideraba que lo más importante para un guerrero era dominar la espada.

Con el firme propósito de no decepcionar a Roland y de intentar ganarse el aprecio de Eward, Konrad abandonó la ciudad, cuyo nombre ni siquiera conocía, y se centró en lo que les esperaba al final del viaje. Intentó imaginarse cómo sería España y, puesto que no conocía ni el territorio ni sus habitantes, pronto se sumió en el reino de la fantasía. Al final acabó riéndose de sí mismo, dejó de lado sus conjeturas y prestó atención a lo que ocurría en torno a él.

Los escuderos habían recibido la orden de seguir a los caballeros y no rezagarse, pero de camino no dejaban de encontrar la oportunidad de detenerse, hacer compras o adquirir una bota de vino para sus señores. Como los servidores de Eward y de sus hombres no admitían a Rado en su compañía, este se unió a los criados de los jinetes de Roland. Es verdad que estos eran bretones, pero algunos lograban hacerse entender en la lengua franca hablada en el oeste del reino. Además, habían recorrido a menudo la comarca a través de la que cabalgaban y ayudaron al acompañante de Konrad a orientarse.

Pero precisamente en la ciudad donde Konrad quiso visitar la catedral, Rado se encontró ante un carro lleno de verduras y frutas. Le habría gustado comprar una crujiente manzana, pero no logró hacerse entender por la anciana dueña del carro, que le quitó la fruta y le ofreció toda clase de otras cosas.

—¡Solo quiero la manzana, maldita sea! ¿Cuánto pides por ella? —refunfuñó Rado, tentado de llevársela y largarse.

Pero como no quería convertirse en un ladrón y tampoco disponía de tiempo para hacerse entender con gestos, por fin abandonó.

—¡Vete al diablo! —le gritó a la verdulera, y espoleó su caballo. Entonces vio que un muchacho se acercaba al carro, cogía algo y desaparecía de inmediato.

La anciana, que también se percató de lo ocurrido, empezó a chillar con voz aguda. Rado detuvo su cabalgadura, el mulo chocó contra esta, y el escudero se volvió para ver qué había pasado. Al hacerlo advirtió que la anciana pedía a un hombre ataviado con una túnica azul y una cota de cuero que se acercara, sin dejar de soltar un torrente de palabras y señalando un hueco entre dos casas, por donde el muchacho había desaparecido. El hombre ordenó a unos individuos armados de garrotes que lo acompañaran y echó a correr en pos del pequeño ladrón. Como la mujer había despertado el enfado de Rado, deseó que el muchachito lograra escapar y trotó calle abajo hacia la puerta de la ciudad.

De repente el muchacho apareció junto a su caballo, cogió un estribo, le dirigió una sonrisa y le tendió la gran manzana roja.

—Esta es la que querías, ¿verdad?

A Rado se le hizo agua la boca, sin embargo contempló al muchacho con cara de pocos amigos.

—¡Acabas de robarla!

—¿Robarla? —El muchacho lo miró con los ojos muy abiertos, como si ignorara el significado de dicha palabra.

—¡Seguro que no ha llegado volando hasta tus manos!

—Tropecé contra el carro mientras corría y la manzana cayó a mi lado. No iba a dejarla en el suelo, ¿verdad?

«Ese muchachito tiene labia», pensó Rado, complacido de que el muchacho conociera su lengua.

—¿Es que no quieres comértela tú?

El muchachito negó con la cabeza.

—¡No, gracias! Hoy ya he comido una, no… dos. ¡Esta es para ti!

Rado lo miró fijamente, después a la manzana y, antes de darse cuenta, se encontró sosteniendo la fruta en la mano y dándole un mordisco. Estaba deliciosa.

—Que Dios te lo pague —dijo, disponiéndose a seguir cabalgando. Pero el muchacho se aferró a su estribo.

—¡Llévame contigo, por favor!

—¿Que te lleve conmigo? Pero ¿cómo se te ocurre semejante insensatez?

—Las gentes de aquí no me quieren porque soy extranjero y no dejan de pegarme —dijo, y dos lágrimas se derramaron de sus grandes ojos azules.

Aunque Rado no se consideraba una persona compasiva, sintió lástima por el pequeño, pero se resistía a dejarse convencer.

—Si les robas cosas, es normal que te traten mal.

—¡Nadie me da nada, y si no robo me muero de hambre! Dijeron que si volvían a descubrirme robando, me cortarían la nariz —dijo, y derramó más lágrimas.

Rado soltó una maldición y dirigió la vista hacia delante. Los otros escuderos habían abandonado la ciudad hacía rato; si no se daba prisa, no daría alcance al grupo. En ese caso, corría el peligro de perderse por el camino, lo que supondría dejar a Konrad en la estacada y decepcionar a los padres de su señor, y eso cuando Hemma le había regalado un jamón especialmente bueno para que cuidara de su hijo.

Cuando se volvió hacia el muchachito, vio acercarse al guardia de la túnica azul.

—No quiero que te corten la nariz. ¡Vamos, monta en el mulo… nos largamos de la ciudad!

No tuvo que repetirlo: ágil como un gato, el muchacho montó en el mulo de un brinco y le sacó la lengua al guardia.

Rado comprendió que sería mejor poner pies en polvorosa y taconeó a su corcel. El caballo empezó a trotar arrastrando al mulo, más liviano.

El de la túnica azul se detuvo y gritó unas palabras a los guardias de la puerta. Uno de ellos quiso cortarles el paso lanza en ristre, pero se arrojó a un lado cuando los dos animales se abalanzaron sobre ellos al galope.

Rado advirtió que el guardia de la lanza arremetía contra él, pero como en ese momento tuvo que agacharse para pasar por la puerta sin golpearse la cabeza, logró esquivar el lanzazo. Al cabo de un instante, él y el muchacho dejaron atrás la muralla y siguieron a los demás escuderos, que se recortaban contra el horizonte cual figuras diminutas.

Una vez que la ciudad desapareció tras los árboles y tras comprobar que nadie los perseguía, Rado refrenó las cabalgaduras.

—Por un pelo, muchachito. No volveré a meterme en semejante lío. ¡Cuánto alboroto por una manzana! —dijo, esperando que el muchacho se apeara del mulo, pero este permaneció sentado y le lanzó una sonrisa alegre.

—Seguro que necesitas un asistente que te ayude con el trabajo. Puede que sea pequeño, pero tengo mucha fuerza. ¡Tócame los músculos! —dijo, tensando el bíceps.

Rado se dio cuenta de que había cargado con algo de lo cual no se desprendería con facilidad.

—¿Qué dirá Konrad? —se preguntó a sí mismo.

—¿Quién es Konrad? ¿Tu señor? —preguntó el pequeño.

—Sí… bueno, no. Soy un campesino libre y Konrad es el hijo del jefe de la aldea. Por eso cuido de él, para que no cometa tonterías… De momento soy su escudero.

—¡Vaya! En ese caso, necesitas a alguien que se encargue de los trabajos sucios —dijo el muchacho en tono de súplica: era evidente que estaba desesperado. A la larga, no podría sobrevivir robando sin recibir un duro castigo, y era posible incluso que acabara mutilado.

—Te serviré fiel y diligentemente —añadió el muchacho.

—¡Y en cuanto se presente la oportunidad, me robarás a mí y a mi señor! —contestó Rado.

El muchacho sacudió la cabeza con tanto ímpetu que sus desordenados cabellos se agitaron.

—¡Seguro que no! Solo robé algunas cosas porque tenía hambre y nadie quería darme trabajo.

Rado se recriminó su propia debilidad y luego preguntó en tono malhumorado:

—¿Cómo te llamas?

—Just, señor.

—Bien, Just —dijo Rado, lanzándole una mirada severa—, te creeré. Pero te lo advierto: si te descubro robando, desearás haberte quedado en la ciudad.

Other books

The Willoughbys by Lois Lowry
Desire After Dark by Amanda Ashley
Lightning by Danielle Steel
A Deadly Paradise by Grace Brophy
A Carlin Home Companion by Kelly Carlin
Wild Ride: A Bad Boy Romance by Roxeanne Rolling