La Rosa de Asturias (25 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

Siguió caminando satisfecha y, mientras seguía el rebaño, consideró que entregar Ermengilda a Eneko suponía renunciar a su venganza, pero también contentar a los miembros de su tribu y recuperar la influencia perdida tras haber atacado a Ermengilda para convertirla en su esclava.

Maite pasaba las noches en el bosque, oculta entre los matorrales más densos y, con la lanza a un lado, descansaba con un ojo abierto, siempre dispuesta a defenderse de lobos y osos con sus armas.

Aquel día, cuando empezó a caer el sol, quiso buscar un escondrijo, pero entonces oyó el balido de ovejas y comprendió que había alcanzado el rebaño de Unai. Como prefería dormir junto a una hoguera bajo la mirada atenta de un guardia en vez de despertar sobresaltada ante cada ruido, apretó el paso y pronto vislumbró el rebaño. Los animales, vigilados por los perros, estaban rumiando en un prado. Los pastores no estaban a la vista. Se dispuso a soltar un grito, pero cambió de idea y decidió gastarle una broma a Unai: acercarse sigilosamente al campamento y sorprenderlo.

Al tiempo que avanzaba al amparo de los árboles, descubrió al guardia, pero este, en vez de mantenerse ojo avizor, estaba distraído mirando hacia la fogata. Era evidente que allí ocurría algo que despertaba su interés, más que los posibles ladrones de ganado o los animales salvajes de cuya presencia le advertirían los perros.

«¡Ese va a llevarse un buen susto!», pensó Maite con malicia. Como el viento soplaba de frente, los perros aún no la habían venteado, así que siguió avanzando en silencio y se imaginó la cara que pondrían los pastores ante su repentina aparición. De pronto oyó lo que se decía en torno a la hoguera y olvidó todo lo demás. Soltando un alarido de furia, se acercó a la zona iluminada por las llamas y se detuvo junto a Ermengilda.

—¡No harás ni lo uno ni lo otro!

El destinatario de su arranque la contempló atónito y después soltó una carcajada burlona.

—¿Y quién va a impedírnoslo? ¿Tú?

Uno de sus compañeros dejó el cuenco a un lado, se puso de pie y dijo:

—¡Ya tenemos dos mujeres! ¡Eso sí que es tener suerte…!

—Hazlo con tus ovejas, si te apetece, y déjanos en paz… ¡o lo lamentarás! —La ira de Maite dio paso a una cólera helada. Se enfrentó al hombre y lo amenazó con la punta de hierro de su cayado; estaba demasiado cerca para usar la honda y el otro la hubiera alcanzado antes de que lograra cargarla con una piedra.

Ninguno de los pastores tomó en serio a Maite. Tiempo atrás la hubiesen invitado a sentarse junto al fuego y la hubiesen dejado en paz, pero ahora se había despertado su codicia. Querían poseer a una mujer y si eran dos, pues tanto mejor.

Uno de los hombres llamó a su perro predilecto.

—¡Derríbala,
Raxo
!

El animal era lo bastante grande como para enfrentarse a un lobo y, como si persiguiera a una presa, se dispuso a abalanzarse sobre Maite.

En ese preciso instante, ella arremetió con el cayado, le golpeó en el hocico, dio un paso a un lado y observó como se le doblaban las patas y permanecía tendido, aullando.

Los pastores no esperaban tanta sangre fría por parte de una muchacha y llevaron la mano al cuchillo, pero el semblante amenazador de Maite les reveló que no pensaba someterse sin luchar.

La muchacha vascona se percató de que los hombres vacilaban y apuntó el cayado contra el más próximo.

—¿Dónde está Unai?

—Fue en busca de los francos para negociar la entrega de Ermengilda.

—Pero antes vosotros pretendíais deshonrarla, ¿verdad? Pues dad las gracias de que haya llegado a tiempo para impedirlo. ¡Los francos os hubieran cortado en pedazos y alimentado a los perros con vuestros despojos!

Maite sacudió la cabeza. Le parecía inconcebible que los hombres no hubieran tenido en cuenta las consecuencias de sus actos. Pero los pastores aún no parecían del todo conscientes de la situación, así que Maite se puso delante de Ermengilda.

—Nos largamos; no me fío de estos bellacos. ¿O acaso te gustaría divertirte un rato con uno de ellos?

Animada por una nueva esperanza, Ermengilda emprendió la huida. Maite la siguió lentamente, cayado en ristre y atenta por si alguno de los hombres las perseguía, al tiempo que se preguntaba si dejar a Ermengilda en manos de los pastores no habría supuesto una estupenda manera de vengarse de la astur y de su padre. Pero tenía claro que en ese caso, también la habrían forzado a ella.

Ermengilda estaba tan aliviada de que Maite la salvara de los pastores que le habría gustado abrazarla. Pero sobre todo quería alejarse de aquellos horrorosos individuos. Procurando no tropezar, dejó atrás la hoguera y se adentró en el bosque oscuro, donde se detuvo y aguardó a Maite. Aunque aguzó el oído, no se percató de su presencia hasta que la vascona apareció ante ella.

Maite le tomó la mano.

—Cógete a mí, de lo contrario volveré a perderte.

—¿Crees que los hombres nos perseguirán? —preguntó Ermengilda con voz temerosa.

—Puede ser. Pero no les daremos la oportunidad de encontrarnos.

—¿Y sus perros?

—Los pastores ya saben que puedo acabar con esas bestias y no correrán ningún riesgo. Los buenos perros pastores no abundan y echarían de menos a cada uno de los que yo matara cuando los lobos o los osos se acercaran a sus rebaños. —No estaba tan convencida como aparentaba, pero quería tranquilizar a Ermengilda. Si la joven se ponía histérica ambas correrían peligro.

Con gran alivio, la astur estrechó a su captora entre los brazos.

—¡Gracias por salvarme por segunda vez!

Maite se encogió de hombros, pero en medio de la oscuridad la otra apenas lo notó.

—¡No creas que ha cambiado nada! Si no fueras mucho más valiosa sana y salva, esos brutos podrían haber hecho contigo lo que les viniera en gana.

«Es tan dura como siempre», pensó Ermengilda, decepcionada, y se secó una lágrima con el dorso de la mano. Recordó que de niña había albergado la esperanza de que Maite se convirtiera en su amiga. En aquel entonces no había comprendido lo desconsolada que debía de estar la pequeña cuando asesinaron a su padre y la raptaron.

—Lo siento muchísimo —dijo en voz baja.

Maite no le hizo caso y siguió arrastrándola a lo largo del camino, aunque la tenue luz de la luna apenas iluminaba lo imprescindible. Por fin se acercó a unos matorrales que le parecieron lo bastante espesos como para proporcionarles seguridad.

—Tendremos que hacer guardia por turnos. Tiéndete y duerme; te despertaré dentro de unas horas y tú harás lo mismo en cuanto sientas que se te cierran los ojos. Aunque así no descansaremos mucho, siempre será mejor que hacer de puta para esos brutos.

Como quería impedir que Ermengilda aprovechara su reciente libertad para huir, la sujetó por los hombros y la obligó a volverse para mirarla a los ojos.

—Ni se te ocurra desaparecer mientras duermo. Los perros de los pastores no tardarían en darte alcance y en ese caso, no pienso intervenir.

—En esta ocasión me has ayudado y nunca lo olvidaré.

—¡Duerme! —contestó Maite en tono brusco, y le dio la espalda.

9

El paisaje de montañas que se elevaban al cielo en torno a los altos prados era arrebatador, pero el único que se tomaba el tiempo de contemplarlo era Just. Unai buscó a los pastores con la mirada, pero solo vio campos intactos y prados cubiertos de flores y hierba, mientras que Rado y Konrad estaban más interesados en encontrar agua fresca. Por fin ambos descubrieron un arroyo que surgía de una roca alta y abrupta y fluía a lo largo de un cauce pedregoso.

Mientras se refrescaban y abrevaban los caballos, Unai entró en la choza y abrió los postigos de las ventanas; como la construcción no se había visto afectada por las tormentas invernales, los pastores no tendrían que realizar muchos arreglos. En un pequeño sótano excavado en la roca y cerrado mediante una losa aún había recipientes con provisiones del año anterior.

Unai recogió leña y hierba seca, encendió un fuego en el hogar y mientras salía al exterior, indicó a Just que preparara algo de comer. Entre tanto, los francos habían regresado con los caballos, pero parecían nerviosos y no dejaban de mirar por encima del hombro.

Rado señaló la empinada y boscosa ladera a sus espaldas.

—Por allí encontramos los restos de un ciervo; debió de matarlo un oso grande, a juzgar por las huellas de las zarpas.

—¿Un oso? —Unai solo comprendió esa palabra, pero su rostro se crispó. Además de los linces, los osos y los lobos suponían un peligro constante para los rebaños, pero para los pastores la peor pesadilla era un oso adulto que merodeara en torno al prado y que no temiera a las personas ni a los perros.

—Hemos de matarlo o ahuyentarlo, de lo contrario atacará a las ovejas. —Unai contempló a los francos con mirada retadora: puesto que se consideraban unos grandes guerreros, tendrían que demostrar su coraje dando caza a la bestia.

Philibert tradujo sus palabras y se mostró ansioso de emprender la caza. Konrad intercambió una breve mirada con Rado: como habían sido enviados a ese lugar con un propósito preciso, no sabía qué decidir. De momento, optó por prescindir de la presencia del oso y dirigió una mirada amenazadora a Unai.

—¿Dónde está Ermengilda?

El vascón hizo un ademán vago.

—Está con mis pastores, que ya vienen de camino hacia aquí. ¡No te preocupes! Llegarán mañana o pasado, a más tardar. ¡Espera! —Unai aguzó el oído, porque acababa de captar el balido de una oveja—. Deben de estar muy cerca.

Philibert sonrió, aliviado.

—Como los pastores aún no han llegado, tenemos tiempo de hacer una visita al señor oso. El conde Eward y Hildiger se quedarán boquiabiertos si además de la princesa les llevamos la piel de un oso.

—Primero hemos de comprobar si esa muchacha de la que tanto habla nuestro joven amigo realmente se trata de Ermengilda de Asturias.

Konrad se dio cuenta de que sus palabras podían interpretarse como una excusa para no emprender la caza del oso y miró a Philibert a la cara.

—En cuanto hayamos comido algo seguiremos las huellas del animal; es una pena que no dispongamos de perros, podrían resultarnos muy útiles.

Philibert contempló el bosque con aire nostálgico.

—Falta mucho para que la comida esté preparada. Antes deberíamos comprobar qué dirección ha tomado la bestia.

En vista de su entusiasmo, Konrad cedió.

—¡Bien! Mientras Just y Unai se encargan de preparar la comida, nosotros tres seguiremos las huellas del oso.

—¿A caballo o a pie? —quiso saber Rado.

—A caballo, no quiero tardar mucho.

—Las laderas son condenadamente abruptas —objetó Philibert.

Pero Konrad no cambió de parecer; no tenía ganas de recorrer el bosque a pie durante horas en busca de un oso que quizá ya se habría dirigido a uno de los valles vecinos. Azuzó a su semental chasqueando la lengua y cabalgó hasta el sitio donde Rado había descubierto los restos del ciervo abatido. Al observar el cadáver, le pareció que este había cambiado de posición. Alzó la mano y soltó un grito de advertencia.

—¡Cuidado! La bestia debe de estar muy cerca.

Al tiempo que aferraba su lanza con mayor fuerza, un grito de mujer resonó en las proximidades.

10

El oso apareció ante ellas súbitamente. Ermengilda retrocedió como si hubiera chocado contra una pared y soltó un grito.

Maite, que caminaba un par de pasos por detrás de ella, clavó la vista en el animal —que ya se había erguido por completo— con una mezcla de fascinación y terror. Su cabeza habría cabido fácilmente en las fauces abiertas de la bestia y sus mandíbulas la habrían partido tan fácilmente como si fuera una nuez. Al principio quiso volverse y echar a correr, pero entonces vio que Ermengilda permanecía ante el oso, paralizada de miedo, y que el animal no tardaría en pegarle un zarpazo y matarla.

Maite actuó sin reflexionar: dio un paso hacia Ermengilda, la cogió del brazo y tiró de ella hacia atrás, al tiempo que apuntaba al oso con su primitiva lanza.

—¡Lárgate! —le espetó, pero en tono demasiado agudo y trémulo. El oso la superaba ampliamente en altura y podía romperle el espinazo de un único zarpazo, pero ella sabía que cualquier intento de huida estaba destinado al fracaso y que el oso enfurecido las perseguiría y mataría a ambas. Entonces se le ocurrió que si corría más rápidamente que Ermengilda, quizás el animal se conformaría con devorar a la astur.

Maite descartó la idea con decisión. Ermengilda era su prisionera y ella debía protegerla. O lograba ahuyentar al oso o bien las dos sucumbirían.

Aferró el cayado con más fuerza y clavó la vista en el pecho del oso, que al parecer dudaba entre atacar o huir. Entonces oyó el golpe de cascos y el relincho de un caballo, y luego vio un jinete que se acercaba. No era un vascón, ni un astur o un sarraceno. Llevaba una cota de escamas y un casco de forma curiosa. En la mano sostenía una larga lanza, que entre los árboles suponía un arma poco adecuada, pero apenas lograba apuntarla contra el oso.

Pese a su envergadura, la fiera se volvió con extraordinaria agilidad y contempló al nuevo enemigo como si calculara cuál de los humanos era el más peligroso.

Cuando el oso le dio la espalda, Maite brincó hacia delante y le clavó la lanza en el cuerpo. El animal se volvió rugiendo y la atacó con ambas zarpas, pero la joven logró esquivarlas.

Konrad vio que el oso arremetía contra la mujer y espoleó su corcel. El caballo casi voló por encima de los arbustos que lo separaban del oso, pero al verlo, intentó lanzarse a un lado. Konrad lo obligó a avanzar y clavó la lanza en el flanco de la bestia.

Pero la fiera aún no estaba vencida y con un movimiento rápido atacó el semental. Este se encabritó relinchando, se defendió con las patas delanteras y derribó a su jinete. Pese a la cota de escamas, Konrad logró ponerse en pie, desenvainó la espada y arremetió contra el animal salvaje.

Maite cogió su lanza, de la que el oso se había desprendido, y lo atacó desde el lado opuesto. En ese instante apareció Philibert, que clavó su lanza en las fauces abiertas de la bestia. Soltando un último aullido de dolor, el rey de los bosques pirenaicos se desplomó y permaneció tendido en el suelo, inmóvil.

Konrad se secó el sudor de la frente y soltó un suspiro de alivio.

—¡Bien, creo que hemos acabado con él!

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