La Rosa de Asturias (22 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

Pero su amenaza cayó en saco roto, porque Just lo contemplaba con el rostro resplandeciente de felicidad.

3

Unai estaba sentado en una roca tibia por el sol con la vista fija en las ovejas. Apenas quedaba hierba en el prado alto y los pastores ya le habían dicho que se trasladarían de lugar.

Un pastor se aproximó a Unai, se detuvo a su lado y se apoyó en su largo cayado que, gracias a su punta afilada, también hacía las veces de lanza.

—Lo hemos decidido. Mañana llevaremos el rebaño al norte.

—Hay que recorrer un largo camino hasta alcanzar aquellos prados. ¿No hay pastos más cercanos?

El pastor negó con la cabeza.

—¡No! Es lo que hemos acordado; si llevamos a las ovejas a un lugar distinto nos encontraremos con otros pastores y habrá peleas entre las tribus.

Unai, que lo sabía tan bien como el pastor, se encontraba en un aprieto considerable precisamente debido a ello. Ya resultaba bastante complicado mantener a Ermengilda prisionera en el prado de montaña; si recorrían la comarca los verían otros pastores y la noticia de la aparición de Ermengilda circularía con rapidez. Además, había acordado con Maite que se reunirían allí, así que cuando la joven vascona regresara se vería obligada a partir en busca de ellos. ¡Qué error había sido dejarse convencer de vigilar a la astur!

—Tendrás que soltar a la mujer o llevarla contigo, a menos que quieras cortarle el gaznate —dijo el pastor.

—¿Eres idiota o qué? —gritó Unai—. Si matamos a la hija del conde Rodrigo, los astures y los francos nos darán caza como a conejos.

—¡Pues entonces suéltala!

—Maite se pondrá hecha una furia. —Unai recordó su puntería con la honda y se estremeció al pensar en los mortíferos proyectiles. Además, no solo debía actuar con cautela debido a ella: a fin de cuentas, él había formado parte del grupo que atacó a la escolta de Ermengilda y, antes de ponerla en libertad, debía asegurarse de que su padre y su prometido no castigarían a su tribu.

—Entonces ve a ver a su padre y pídele dinero por ella.

La voz del pastor tenía un matiz extraño. ¿Qué le impulsaba a sugerirle algo así: la codicia o alguna otra recompensa? Los pastores eran muy suyos, gran parte del año vivían alejados de sus tribus y se trasladaban de un prado a otro junto con sus rebaños. Aunque si bien era cierto que de vez en cuando robaban una oveja, los vínculos que mantenían entre ellos eran más estrechos que con sus respectivas tribus. Unai se preguntó cuántos pastores sabían ya dónde se encontraba la astur. Tal vez alguno de ellos se dispusiera a vender la información al conde Rodrigo o a los francos.

—¿Qué crees que diría Maite?

El pastor se encogió de hombros.

—Te entregó a la muchacha, así que ya no puede reclamarla. Recibirías una cantidad de oro que te bastaría para comprar todo un rebaño.

Para los pastores, las ovejas no solo eran animales que estaban a su cuidado, sino que suponían la riqueza de la tribu: por eso siempre se mostraban dispuestos aumentar su número. Unai también estaba acostumbrado a medir el prestigio de un hombre de una aldea según el número de animales que poseía.

—No me parecería nada mal poseer más ovejas —contestó.

El pastor esbozó una mueca de desprecio, pues sabía de sobra que el muchacho no poseía ni una sola oveja. El padre de Unai aún controlaba los bienes del clan y, tras su muerte, Unai tendría que compartirlos con varios hermanos y cuñados. No obstante, no quería ofender al joven.

—¡Entonces está decidido! Dirígete a los francos: te pagarán mejor que el conde Rodrigo porque son más ricos —dijo, llevándose la mano al desgastado mango del puñal, y Unai comprendió que los pastores habían llegado a un acuerdo. Para ellos, Ermengilda ya no era la prisionera de Maite ni la suya, sino la de ellos, y él solo sería un mensajero que les ayudaría a cobrar un buen rescate.

—En fin, veo que no tengo otra elección. —Unai se puso de pie para no tener que seguir alzando la mirada hacia el pastor. Aunque se sentía herido en su amor propio, en el fondo experimentó cierto alivio, dado que la decisión no había sido suya. Al menos ello le permitía asegurar a Maite que los pastores lo habían obligado a dar el paso.

—Tendrás que cruzar los Pirineos para encontrarte con los francos. Si actúas con astucia, te convertirás en un hombre rico.

—¡Y vosotros tampoco saldréis perdiendo! —Pese al tono afable, Unai tenía un nudo en la garganta: la mirada del pastor le inspiraba desconfianza. Los hombres como él siempre estaban prestos a coger el puñal. Si el pastor llegaba a la conclusión de que quedaba en desventaja, no vacilaría en matarlo. Pero luego sus temores se desvanecieron: cuando regresara a por Ermengilda, los francos lo harían acompañar por la suficiente cantidad de guerreros para mantener en jaque a los pastores. Con la sensación de que al final lograría imponerse, dio la espalda al pastor y se dirigió a la choza del prado. Las paredes eran de piedras amontonadas y el techo resultaba lo bastante sólido para soportar el peso de la nieve. Las ventanas eran tan pequeñas que ni siquiera un niño podría escurrirse a través de ellas y la puerta disponía de un cerrojo.

Unai lo abrió y entró. El interior de la choza estaba dividido en dos habitaciones; la muchacha solo ocupaba una de ellas, con el fin de no verse expuesta a las miradas constantes de los pastores que de lo contrario podrían haber sucumbido a la tentación; sin embargo, ello ya dejaría de suponer un peligro, puesto que los hombres querían cobrar el dinero del rescate y debían encargarse de que Ermengilda pudiera ser entregada sana y salva a su familia o a su prometido.

El propio Unai había montado la puerta de la prisión de Ermengilda e instalado el cerrojo, que solo se abría mediante una llave de madera que siempre llevaba consigo. Empujó la puerta y aguardó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra.

Ermengilda no parecía desesperada, más bien al contrario. Por lo visto contaba con ser liberada pronto y lo único que la irritaba era el tiempo que aún permanecería prisionera. Su túnica estaba bastante sucia tras el largo cautiverio, pero ella seguía siendo tan bella como un día de primavera.

Unai, que ansiaba poseerla, se preguntó si no debería prometerle la libertad a cambio de entregarse a él. Pero en cuanto dejara de ser virgen ya no podría impedir que los pastores la violaran, tras lo cual la astur exigiría una venganza de sangre, ya fuera por parte de su gente o de los francos. Así que reprimió su deseo y se apoyó en la pared con los brazos cruzados.

—Mañana abandonaremos estos campos de pastoreo y nos dirigiremos al norte.

Unai sintió cierta satisfacción al ver la expresión del rostro de la muchacha: su ansiada libertad parecía desvanecerse y, por un instante, Unai se regodeó en la situación.

—Como Maite no ha vuelto, ahora eres mi prisionera, no la suya. Iré a ver a los francos y les ofreceré tu libertad a cambio de un precio.

Ermengilda lo contempló con aire expectante. Durante las largas semanas de cautiverio de vez en cuando se había preguntado si algún día volvería a gozar de la libertad. Había atribuido la ausencia de Mayte a que esta estaría negociando con su padre o con los francos y a que todavía no se habrían puesto de acuerdo. En cambio consideraba que Unai se conformaría con un puñado de monedas de plata y estaba convencida de que, como mínimo, ella tendría dicho valor, tanto para su padre como para su prometido.

—¡Llévame contigo! Me aseguraré de que recibas tu recompensa. —Ermengilda temía a los pastores y albergaba la esperanza de que Unai accediera a su ruego.

Pero Unai no podía satisfacer ese deseo: los pastores no la dejarían marchar de ningún modo, por miedo a quedarse sin una parte de la recompensa. Por otra parte, a él tampoco le resultaría útil llevar a Ermengilda a Gascuña, puesto que allí existía el peligro de que uno de los vasallos de Carlos se la quitara de las manos para sacar provecho de la situación.

—Imposible —contestó—. Es un camino muy largo y primero debo encontrar a los francos con los que he de negociar.

Cuando Ermengilda lo miró a la cara, se percató de que su respuesta era una evasiva y de que el joven ya no parecía dueño de su propio destino. Aun así, tendría que confiar en él. No atinaba a explicarse por qué Maite la había dejado en manos de ese vascón, solo para ausentarse después. Pese al odio que la hija de Íker sentía por ella, Ermengilda habría preferido permanecer en sus manos: Maite la comprendía mejor que Unai o esos rústicos pastores.

—¡Sería mejor que fueras a ver a mi padre! Así regresarías más rápidamente —insistió.

Unai negó con la cabeza. En el castillo de Rodrigo lo conocían y sabían que vivía en la marca lindante con la frontera; cuando Ermengilda hubiese recuperado la libertad, el conde no tardaría en darle el mismo trato que a un siervo rebelde y lo haría ajusticiar. Pero el franco con quien pensaba negociar no lo conocía ni tenía poder sobre él.

—¡No, iré a ver a los francos! —Sin prestar atención a la expresión decepcionada de la muchacha, se aproximó y comprobó que la correa trenzada que la sujetaba a una estaca clavada en la tierra no se había soltado. Le permitía dar unos pasos, pero no llegar hasta la puerta. Al principio Ermengilda trató de roerla, pero el cuero era mucho más duro que el de la correa con la que la sujetó Maite, así que todos sus esfuerzos fueron en vano.

Unai no descubrió ningún indicio de que la prisionera hubiera tratado de liberarse y asintió con una expresión de alivio. Al parecer, la muchacha se había resignado a la situación y seguiría a los pastores hasta el prado de la tribu, donde aguardaría su regreso.

—Me daré prisa —le prometió y abandonó la choza para ir en busca de pan y queso, sin dejar de contar mentalmente los denarios de plata que obtendría del pariente del rey Carlos.

También Ermengilda pensaba en el conde Eward. Durante su cautiverio, había deseado a menudo que su comitiva hubiera llegado sana y salva a Metz, pero ahora que por lo visto faltaba poco para que la desposaran con el pariente del rey de los francos, ya no sabía si alegrarse o sentir espanto. Mientras comía el pan y el queso duros como piedras, acompañados de un cuenco de leche, enderezó los hombros. Incluso el matrimonio con el franco sería mejor que permanecer en esa oscura habitación donde jamás penetraba el sol.

4

La ira de Maite aumentaba cada día que permanecía en Iruñea mano sobre mano. Por un motivo incomprensible para ella, Eneko no demostró el menor interés en hacerse con Ermengilda. Aunque le había hecho saber a través de Zígor que deseaba hablar con él, Eneko no la había mandado llamar, y al día siguiente partió para reunirse con Lupus, a quien el rey Carlos había nombrado duque de Aquitania.

Estaba instalada en un viejo edificio reformado hacía escasos años, provisto de arcos de forma curiosa y extraños ornamentos. El ala en el cual la alojaron a ella y a las hijas de otros jefes se denominaba el harén.

Maite no tardó en comprender que esas habitaciones debían de haber estado ocupadas por las mujeres del valí sarraceno antes de que Eneko lograra expulsarlo. Aún había sarracenos en la ciudad y varias veces al día Maite oía la voz del muecín llamando a los fieles a la oración. No solo eso: el hombre que las vigilaba a ella y a las demás también debía de ser un sarraceno. Era gordo y lampiño, y tenía la voz extrañamente aguda. Para irritación de Maite, su guardián mantenía las puertas cerradas con llave, impidiéndole abandonar sus aposentos para pasear por el jardín o visitar a los rehenes varones. Entre estos había algunos a los que Maite aún consideraba amigos y que seguramente le habrían prestado ayuda.

Presa de la cólera y del odio, esa tarde también se encontraba ante la celosía que le permitía contemplar el exterior sin ser vista.

—¡Es para volverse loca! ¡Estamos encerradas como cabras en un establo y nadie se ocupa de nosotras!

Una de las otras prisioneras se encogió de hombros y dijo:

—¿Qué quieres? El eunuco hace todo lo posible para que nos encontremos a gusto. Pocas veces había comido tan bien como aquí.

—En eso lleva razón —añadió otra.

El mismo día en el que la instalaron en el harén, Maite barruntó que en aquel grupo sería considerada una marginada, aún más que entre las muchachas de su aldea. Su fama de ser Maite de Askaiz, la que ya de niña había logrado engañar al conde de la marca de Asturias, la había precedido, al igual que la noticia que, junto con los jóvenes de diversas aldeas, había atacado a los jinetes de Rodrigo y raptado a su hija. A partir de entonces, algunas de las tribus que tuvieron que proporcionar rehenes se vieron amenazadas por los astures e incluso atacadas, y las muchachas se lo reprochaban —pasando por alto que los jóvenes guerreros de sus propias tribus habían participado en el ataque con entusiasmo—, considerándola culpable de toda su desgracia.

Maite estaba tan hastiada de sus compañeras de infortunio como de la circunstancia de estar encerrada como una cabra mientras en otra parte su presencia resultaba indispensable. Con gran preocupación, se preguntó qué haría Unai y lamentó haber dejado a Ermengilda en sus manos. No lo conocía lo suficiente como para confiar en su fidelidad. Mientras ella permanecía allí encerrada, Unai quizá ya se había reunido con el conde Rodrigo y entregado a su prisionera. Maite había albergado la esperanza de que, gracias al dinero del rescate, por fin lograría independizarse de Okin y seguir su propio camino, pero por culpa de Eneko de Iruñea, que la había obligado a abandonar Askaiz tan precipitadamente que Maite no tuvo tiempo de ocuparse de su prisionera, esa posibilidad parecía cada vez más lejana.

—Si siempre vas por ahí con esa cara tan larga, todos los jóvenes huirán de ti —se burló una de las otras prisioneras.

«¡Será tonta!», pensó Maite en silencio. Estaba decidida a volver a encargarse de sus propios asuntos, si bien para lograrlo debía escapar de esa casa y de esa ciudad. El recuerdo de su huida del castillo de Rodrigo no la abandonaba. Por aquel entonces solo tenía ocho años, la mitad que en ese momento, y encima había recibido una paliza de muerte. Era preciso repetir lo que ya había conseguido siendo solo una niña.

Entonces unos ruidos inesperados la sacaron de su ensimismamiento. Dirigió la vista hacia el exterior y comprobó que los rehenes varones habían salido al patio, practicaban la lucha en pareja y bebían vino en grandes copas. Se emborracharon con rapidez, empezaron a hacer caso omiso de todas las reglas, acabaron insultándose y la lucha se convirtió en una pelea salvaje.

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