La Rosa de Asturias (56 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

Su orgullo por el éxito alcanzado no impidió que martirizara a Konrad y esa noche el joven franco solo recibió una copa de agua. Aunque desfallecía de sed, el cautivo bebió con lentitud y procuró no malgastar ni una gota. Su mirada revelaba que su espíritu no se había doblegado, motivo por el cual Fadl le administró unos cuantos latigazos y se juró a sí mismo que pisotearía el orgullo de ese hombre y que solo lo mataría cuando estuviera tendido a sus pies aullando como un perro.

Cuando los latigazos cayeron sobre su piel abrasada por el sol, Konrad ya no pudo contenerse y gritó de dolor, reparando en la expresión malévola de quien lo atormentaba. Ese hombre no conocía la misericordia y saborearía su venganza hasta que la última chispa de su vida se apagara. Pero cuando los hombres de Fadl lo arrastraron hasta un almendro y lo sujetaron al tronco, juró que nunca abandonaría la esperanza. A lo mejor lograba liberarse gracias a la misericordia divina y también salvar a Ermengilda. Debía seguir vivo por ella, para evitar que pasara de un matrimonio infernal a un destino aún peor. Solo la había visto aquella mañana cuando ella montó en el carro, pero aun sumida en su pena le pareció más bella que nunca.

4

En los días siguientes, pensar en Ermengilda proporcionó a Konrad la fuerza necesaria para soportar la marcha. Fadl le negó los alimentos y el agua hasta que se le nubló la vista y ya no pudo seguir el ritmo de la yegua. Cayó y notó que el lazo de la cuerda se cerraba en torno a su garganta. En ese momento se quedó sin fuerzas y solo deseó un fin rápido, pero luego se aferró a la idea de que su muerte suponía entregar a Ermengilda a los infieles para siempre, y por eso se alegró cuando alguien le ayudó a volver a ponerse en pie.

Konrad se sorprendió al descubrir que se trataba de Ermo, a quien había creído muerto en el desfiladero de Roncesvalles al igual que todos los otros francos, y sintió un gran alivio al comprobar que él no era el único sobreviviente de aquella masacre al considerar que quizás Ermo pudiera convertirse en un aliado que le ayudara a liberar a Ermengilda. Pero dicha esperanza se desvaneció con rapidez, porque para congraciarse con Fadl, Ermo lo insultó y le pegó un par de puñetazos. Acto seguido, el sarraceno azuzó a su caballo con gesto desdeñoso y Konrad volvió a olvidarse de Ermo.

Dado que estaba expuesto al sol abrasador de agosto, era como si su cuerpo estuviera en carne viva. La piel se le cubrió de ampollas y, tras unos días, empezó a despellejarse. Los labios se le agrietaron y saboreó su propia sangre.

Cuando llegaron a Zaragoza, Konrad supo que su vida llegaba a su fin. Cayó en la desesperación y clamó a Dios y al Salvador por haber permitido que se volviera tan débil.

Al ver las puertas abiertas de la ciudad los ojos se le llenaron de lágrimas. Ante ellas había fracasado como guerrero, y verse obligado a trasponerlas como esclavo se le antojó una burla. Aún más vergonzoso le resultó ser exhibido como un animal ante tantas personas, oyendo los gritos despectivos de los hombres y las risitas de las muchachas y las mujeres. Los niños recogían piedras y terrones de tierra y se los arrojaban. Uno golpeó a la yegua de Fadl, pero en vez de reprender al mocoso, el bereber soltó la cuerda que sujetaba a Konrad y azuzó a su montura, de modo que el cautivo se convirtió en un blanco fácil para los pilluelos.

Maite, que cabalgaba a escasa distancia del bereber, aferró las riendas con ambas manos para contenerse y no dar unos buenos azotes a los que arrojaban piedras. Tras la partida, se había maldecido varias veces por no haberle concedido a Konrad la gracia de una muerte rápida.

En los últimos días había pensado menos en Ermengilda. Los hombres de Fadl no le permitían hablar con ella y procuró tranquilizarse pensando que el destino que la aguardaba no era necesariamente espantoso. Las hijas de los jefes más destacados a menudo eran casadas con hombres de allende las fronteras, aunque profesaran otra fe. El rey Silo era hijo de una sarracena y la madre de Ermengilda era visigoda. La vida que Ermengilda llevaría en el harén del emir al menos sería más soportable que como esposa de Eward.

Entonces alcanzaron el palacio de los Al Qasi. Era un edificio imponente que servía de fortaleza y morada, así como de representación, al clan de Yussuf. Una gran puerta rematada por un arco en punta engulló al grupo como las fauces de un monstruo voraz. Poco después, Maite se encontró en un gran patio repleto de gente. Unos mozos se acercaron para ocuparse de las cabalgaduras y algunas criadas jóvenes ofrecieron copas con un fresco sorbete a los viajeros. Una de las muchachas se detuvo ante Konrad, quien clavó la mirada sedienta en la copa que sostenía, pero Fadl la instó a marcharse.

—Para el perro
giaur
bastará con agua… si es que la recibe —dijo; entonces su rostro se crispó y azotó al prisionero. Konrad se volvió para que no le golpeara la cara y, por unos instantes, soportó los latigazos con aire tozudo. Sin embargo, no tardó en recordar lo que había aprendido camino de Zaragoza.

Empezó a gemir y cayó de rodillas en el polvo.

—¡Piedad, señor! ¡Tened compasión! ¡Sufro mucho!

Konrad se avergonzaba de lamentarse como una mujer, pero era el único modo de evitar un sufrimiento aún peor. Fadl le asestó un último latigazo y luego se volvió hacia Okin, que se había acercado a él.

—¡Los francos son perros que gimen cuando los azotas! —dijo en tono satisfecho.

—Es verdad, pero ¿por qué solo azotas a ese franco y no al otro? —preguntó Okin en tono sorprendido señalando a Ermo, que también se había visto obligado a recorrer el camino a Zaragoza a pie. Ya había notado que los sarracenos habían permitido conservar sus ropas al segundo franco y que le habían dado de comer y beber.

Entre tanto, Ermo había superado el terror inicial y aguardaba la oportunidad de modificar su destino. Sin embargo y a diferencia de Konrad, no pensaba en la huida, sino que pretendía procurarse el favor de los sarracenos. Cuando se dio cuenta de que hablaban de él, se abrió paso entre los caballos y se arrodilló ante Fadl.

—Tu siervo está dispuesto a recibir tus órdenes.

Ermo se esforzó por hablar en la lengua del norte de España, pero como no conocía un número suficiente de palabras, completó la oración en la lengua de su tierra natal.

El bereber bajó la vista y contempló a Ermo, preguntándose qué debía hacer con ese bellaco. Luego bajó la mano y lo obligó a levantarse.

—Tengo un encargo para ti. Te ocuparás de ese perro y te encargarás de que llegue a Córdoba con vida. Si no fuera así, te haré enterrar junto a él. ¡Pero pobre de ti si lo tratas mejor de lo que se merece!

Como Ermo no comprendió las palabras que le dirigieron en árabe, miró en torno buscando ayuda. Fadl indicó a Maite, que aún montaba en su caballo, que se acercara.

—Explícale a ese hombre lo que he dicho.

—No domino la lengua de los francos lo suficiente —contestó Maite, con la intención de eludir dicha orden, pero el bereber no cedió.

—¡Hazlo! ¡Quizá te entienda! De lo contrario, Saíd tendrá que traducirle mis palabras.

Era evidente que Fadl podría haber ordenado a su espía que hablara con Ermo, pero quería comprobar el poder que ejercía sobre Maite, y con ello la puso ante un dilema casi insoportable. Sentía el impulso de decirle a Ermo que tratara bien a Konrad, pero dado que Saíd comprendía cada una de sus palabras, se trataba de un empeño inútil. Así que se conformó con decirle exactamente lo que Fadl quería oír y no osó mirar a Konrad.

Ermengilda oyó sus palabras y se estremeció. Desde su punto de vista, Maite había tomado partido por los hombres que habían matado a Philibert y sometían a Konrad a torturas insoportables, y ello hizo que detestara a la vascona.

No obstante, Ermo soltó un suspiro de alivio al comprender lo que Fadl
el Bereber
quería que hiciera.

—¡El Señor es justo, puesto que me ha entregado el hombre que procuró mi ruina! —exclamó. Para demostrar a Fadl Ibn al Nafzi la obediencia con que cumplía sus órdenes, se acercó a Konrad y le pegó un puntapié.

Su conducta desconcertó al sarraceno, pero cuando Saíd le susurró que, según palabras del sumiso esclavo, los dos francos eran viejos enemigos, asintió complacido. Dicha circunstancia impediría que ambos confiaran el uno en el otro y trataran de huir juntos. Mandó que Konrad fuera arrojado a la perrera para que tuviera que luchar con los demás animales por el agua y los alimentos; luego se dirigió al mayordomo de Yussuf Ibn al Qasi que aguardaba a su lado con aire servicial.

—Encárgate de que las mujeres dispongan de un buen alojamiento. Una está destinada al emir y la otra se encuentra bajo mi protección.

El hombre dirigió una mirada de curiosidad a Maite y al carro en el que viajaba Ermengilda, pero sabía hasta dónde podía llegar y ordenó a uno de los criados que fuera en busca del jefe de los eunucos.

Después hizo una profunda reverencia ante el bereber.

—Me encargaré de que a las mujeres no les falte nada y haré vigilar su puerta para que ni siquiera nuestro señor pueda trasponerla.

—¡Pues no se lo aconsejaría! —dijo Fadl, que acababa de descubrir la presencia de Yussuf y salió a su encuentro.

Yussuf lo abrazó como a un pariente largamente añorado.

—¡Bienvenido, Fadl Ibn al Nafzi! Tu llegada hace que el sol luzca todavía más. Tú y tus guerreros habéis obtenido una gran victoria y castigado a Carlos de Franconia por su arrogancia. Ahora ha de llorar los muertos de su ejército y temblará ante la venganza de los héroes del emir.

—Hemos destrozado su retaguardia y acabamos con todos sus hombres —dijo Fadl en tono orgulloso. Acto seguido señaló a Ermo, que arrastraba a Konrad hasta la perrera bajo la estricta vigilancia de varios bereberes.

—Esos dos son los únicos perros francos que siguen con vida. Uno era un prisionero de su propia gente, el otro es el hombre que mató a mi hermano Abdul. Doy gracias a Alá de que haya caído en mis manos.

Yussuf dedicó una mirada indiferente a ambos francos e invitó a Fadl a seguirlo hasta el palacio. Como Okin consideró que lo pasaban por alto, carraspeó y se interpuso en su camino.

—Te presento saludos de mi señor, el conde Eneko, quien te desea grandes riquezas y honor.

—Trasládale mi agradecimiento a Eneko Aritza —fue la respuesta de Yussuf Ibn al Qasi, al tiempo que disimulaba una sonrisa irritada. Al parecer, Eneko concedía excesiva importancia a su dignidad como gobernador independiente de Pamplona y de las tierras de Nafarroa, por lo cual solo había enviado a su hombre de confianza. Si Eneko hubiera acudido en persona, ello podría indicar que solo era un vasallo del señor de Zaragoza, quien en sí mismo era un vasallo del emir de Córdoba y señor de al-Ándalus.

Yussuf consideró que la conducta de Eneko era tan descortés como necia. Después de que el rey Carlos hiciera arrasar las murallas de Pamplona, el vascón habría hecho bien en procurar buenas alianzas. Si bien era cierto que los guerreros aliados habían aniquilado la retaguardia franca conducida por Roland, Carlos disponía de suficientes guerreros como para emprender otras campañas militares allende los Pirineos.

Hasta cierto punto, Yussuf incluso albergaba la esperanza de que hubiera una nueva campaña militar. Ese era el único motivo por el cual había apoyado el ataque a las huestes de Roland. Si los francos amenazaban a los vascones, estos se verían obligados a pedirle protección y, gracias al apoyo del Emir de Córdoba, lograría poner fin a las ansias de conquista de Carlos. Y entonces la amenaza procedente del norte reforzaría su situación en al-Ándalus y quizás incluso le permitiría instaurar un reino independiente situado entre Córdoba y los francos.

Cuando se dio cuenta de que dedicaba más atención a sus cavilaciones que a sus huéspedes, Yussuf esbozó una amable sonrisa y les rogó que lo siguieran.

5

Mientras Yussuf Ibn al Qasi trasponía la puerta del palacio, el jefe de sus eunucos entraba en el patio por una puerta lateral con andares de pato. Era un individuo bajo, casi tan ancho como alto, cuyo amplio atuendo ondeaba en torno a su cuerpo como una bandera. Ordenó a varios mozos que empujaran el carro de Ermengilda hasta un patio interior, hecho lo cual volvieron a alejarse de inmediato. En su lugar aparecieron diversas esclavas que los sustituyeron.

Entre tanto, Maite aguardaba que alguien se ocupara de ella, pero solo le prestaron atención cuando la mayoría de los sarracenos y los otros vascones abandonaron el patio. Un mozo de cuadra se le acercó, cogió las riendas de su caballo y la condujo hasta el patio interior, donde la aguardaba el jefe de los eunucos.

—Desmonta para que Mansur pueda llevarse tu yegua —ordenó en el tono que reservaba para las criadas díscolas.

Maite sintió la tentación de pegarle un latigazo, pero considerando que su dignidad le impedía discutir con un criado, desmontó y dirigió una mirada arrogante al eunuco.

—¿Adónde me llevas?

El jefe de los eunucos, acostumbrado a que las mujeres cumplieran sus órdenes sin rechistar, dio un respingo al oír el tono autoritario de su voz e hizo una reverencia.

—Me permito llevarte a ti y a la esclava destinada al insigne emir Abderramán, a quien Alá bendiga y proteja, al ala dispuesta para acoger a los huéspedes femeninos de alto rango. Allí no os molestará ningún extraño y ni siquiera mi propio señor atravesará el umbral de dicho aposento.

Si bien Maite jamás había pisado un harén, había aprendido algunas cosas sobre los sarracenos gracias al eunuco que había pertenecido al expulsado gobernador de Iruñea, del cual Eneko se había hecho cargo. Esa gente cuidaba de sus mujeres y de sus jóvenes mejor que los vascones de sus rebaños. Ningún desconocido podía verlas, por no hablar de acercarse a ellas y dirigirles la palabra. Dado que el poder que Abderramán ejercía sobre los valís sarracenos de la región no había dejado de aumentar, ni siquiera el poderoso clan de los Al Qasi podía permitirse ofenderlo, por eso ella y Ermengilda estaban tan seguras como si ángeles con espadas flamígeras vigilaran la puerta.

Con la esperanza de por fin poder hablar con la joven astur sobre todo lo que la afligía, siguió al eunuco al interior del edificio. La puerta de entrada, de gruesas tablas de madera guarnecidas de hierro, habría hecho honor a cualquier fortaleza, y el pasillo al que daba era tan oscuro que, al entrar desde el exterior, a duras penas se lograba distinguir algo. A derecha e izquierda había varias puertas, todas cerradas excepto la última, y el eunuco le indicó que entrara.

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