La Rosa de Asturias (54 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

Temblando de miedo, se preguntó qué hacer. Si se quedaba allí, los enemigos lo descubrirían y lo matarían, pero ¿adónde podía huir? El bosque estaba plagado de atacantes y el desfiladero no ofrecía ningún lugar para ocultarse.

Cuando los combatientes se desplazaron a otro lugar, salió de debajo del carro y, encomendándose a todos los santos, se arrastró por entre los matorrales hasta el linde del bosque. Allí se puso de pie detrás del tronco grueso de un árbol y miró en torno. Unos pasos más allá descubrió la madriguera de un animal. Para un adulto el hueco habría resultado demasiado pequeño, pero para un chiquillo como él resultaría suficiente.

Se acercó con mucha cautela y se arrastró al interior del hueco con las piernas por delante, rogando que el habitante de la madriguera estuviera ausente. Después borró sus huellas con las manos e, indefenso y desesperado, aguardó lo que le deparara el destino.

Durante un buen rato confió en que sus amigos lograran expulsar a los atacantes, pero el fragor de la batalla no parecía tener fin y cuando acabó, las voces de júbilo no eran francas. Just oyó gritos en vascuence y en árabe y, pese a su terror, se percató que además del dialecto del sur, también utilizaban el de Gascuña.

Así que las tropas de Roland, la retaguardia del poderoso ejército franco, habían sido atacadas por guerreros de tres pueblos. Cuando Just asomó la cabeza fuera de la madriguera, vio que los vascones registraban a los francos caídos y degollaban o atravesaban con la espada a todos los que aún agonizaban.

Al parecer, el enemigo quería asegurarse de que nadie saliera con vida y pudiera informar al rey Carlos de lo ocurrido. Comprenderlo lo tranquilizó y logró dominar su pánico. Aunque no había podido ayudar a sus amigos en el combate, tenía dos piernas capaces de recorrer largos caminos y una boca para hablar, así que se encomendó la tarea de llevar al rey Carlos la noticia de la batalla.

Esa idea le ayudó a soportar las horas siguientes. Solo cuando se hizo de noche y las llamas de los carros incendiados por los vascones iluminaron el desfiladero con luz fantasmal, osó salir de su escondrijo. Ya no se oían voces enemigas y el silencio que reinaba era tan absoluto que era como si la naturaleza sostuviera el aliento ante semejante baño de sangre.

Mientras Just tropezaba junto a montañas de cadáveres hacia el norte, comprendió el alcance del desastre que había sufrido el ejército de Roland. Habían expoliado a la mayoría de los guerreros dejándolos casi desnudos; a la luz de las llamas, sus cuerpos empapados en sangre parecían pálidos gusanos pisoteados por un gigante. Pese a ello, Just fue capaz de reconocer a algún guerrero o escudero que había sido su amigo. Las lágrimas se derramaban por sus mejillas y cuando descubrió a Rado se cubrió la boca con las manos para no gritar de dolor.

Se arrodilló junto al muerto y le cruzó los brazos sobre el pecho.

—¡No! ¿Por qué lo has permitido, Dios mío? ¡Era mi mejor amigo!

Nadie le contestó. Después de un rato, Just se obligó a ponerse de pie y seguir caminando. No tenía la fuerza ni la posibilidad de enterrar a uno solo de los muertos, por no hablar de dar sepultura a todos ellos. Pero la idea de dejar el cuerpo de Rado librado a la voracidad de los lobos y los osos casi lo hizo regresar.

Entonces oyó una voz.

—¿Estás vivo, muchacho? ¡Gracias a Dios! Tendrás que ayudarme, porque solo no lo lograré.

—¡Philibert! —Just echó a correr hacia la voz y poco después se encontró ante una pila de muertos amontonados por los vascones.

Philibert, que había seguido el consejo de Maite, yacía debajo de los demás, pero los cadáveres solo lo cubrían en parte. El cuerpo de su último acompañante lo había protegido mejor muerto que vivo y había impedido que le robaran las ropas, pero el peso de los caídos le aplastaba las piernas y no podía moverse.

Just fue apartando los cadáveres rígidos uno tras otro hasta liberar las piernas de Philibert. Pero la debilidad del franco era tal que le impedía ponerse de pie y tuvo que apoyarse en el muchacho para al menos poder dar unos pasos.

—Ha sido un día terrible, muchacho, en el que muchos hombres valientes han hallado la muerte. Supongo que somos los únicos supervivientes.

—Encontré a Rado. ¡Él también ha muerto! —dijo Just en tono agudo, y se echó a llorar.

—Los mataron a todos: Roland, Eward, Anselm von Worringen, Konrad… Oí cómo se jactaban de ello. Es verdad que ellos perdieron muchos hombres, pero como mucho a dos por cada diez de los nuestros. ¿Por qué nuestros comandantes no aseguraron el paso primero, vive Dios?

Just se encogió de hombros.

—Todos somos más sabios cuando las cosas ya han sucedido.

Philibert asintió con expresión sombría.

—Por desgracia tienes razón. Ven, abandonemos este desfiladero de la muerte y encaminémonos a casa. El rey ha de enterarse cuanto antes de la catástrofe ocurrida en este lugar.

OCTAVA PARTE

Esclavizados

1

Lo primero que Konrad sintió fue dolor. Tenía la cabeza dolorida y era como si le hubiesen aporreado el cuerpo con una almohaza de hierro. Hasta respirar le resultaba difícil y penoso. Entonces, como desde la lejanía, oyó que alguien le hacía una pregunta.

—¿Por fin has despertado, franco?

La voz le resultó conocida, pero su atormentado cerebro no lograba adjudicársela a nadie. Quiso llevarse las manos a la cabeza, pero descubrió que lo habían maniatado. Alzó los párpados, pero volvió a bajarlos de inmediato porque la luz del sol se clavó en sus ojos como miles de agujas. El dolor aumentó y un instante después sintió náuseas.

Al principio no logró escupir el vómito y creyó que se asfixiaría, pero alguien lo cogió y lo sostuvo, de modo que pudo expulsarlo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó cuando los espasmos remitieron.

Resonó una dura y breve carcajada.

—¿Acaso lo has olvidado, franco? Vuestro ejército ha sido derrotado y todos vuestros guerreros están muertos. Debes de ser el único que salió con vida. Dudo de que me lo agradezcas, pero ahora ya no estoy en deuda contigo.

—¡Maite!

Por fin Konrad había reconocido a su interlocutora, al tiempo que unas imágenes horrorosas surgían ante sus ojos. Le pareció ver el desfiladero en el que habían sufrido la emboscada, un agujero estrecho y oscuro atravesado por flechas y en el que sus amigos caían como las mieses bajo la hoz del segador. Entonces apareció Maite en medio de torrentes de sangre, con el semblante tenso, los ojos enormes brillando de odio y una honda en la mano. Aunque algo en su interior sospechaba que no había sido del todo así, su estado intensificó aún más las imágenes de pesadilla.

—¡Quisiste matarme! —dijo con rabia apenas disimulada.

—De haber deseado hacerlo —dijo Maite soltando un bufido—, ahora mismo yacerías con la cabeza destrozada junto a los otros francos. Solo lancé la piedra con la fuerza suficiente para aturdirte. Aunque mucho me temo que pronto desearás que hubiera acabado contigo. Eres prisionero de los sarracenos, y Fadl Ibn al Nafzi quiere vengar la muerte de su hermano Abdul, a quien tú mataste. Ya no puedo seguir ayudándote.

—¿Quién es ese Fadl y quién es su hermano? —preguntó Konrad, que a duras penas entendía sus palabras.

—Abdul
el Bereber
era el comandante sarraceno a quien tú, junto con su gente, capturaste y mataste en Zaragoza. Ahora has caído en manos de su hermano, y no es necesario que te detalle lo que hará contigo. Juró hacerte morir mil muertes.

Puesto que ya estaba todo dicho, Maite lo soltó y se puso de pie con la amarga sensación de haber fracasado. Había visto cómo sus compatriotas mataban a todos los francos que aún seguían con vida y no creía que Philibert se les hubiera escapado. Quiso salvarlo a él como había intentado hacer con Konrad, pero un poder más elevado le había arrebatado el destino de ambos de las manos.

Se sentó en una roca a cierta distancia de Konrad y miró en torno. Más allá, varios hombres se afanaban en repartir la mayor parte del botín en tres montones. Fadl
el Bereber
, Lupus
el Gascón
y su tío Okin como lugarteniente del conde Eneko, se encargaban de que nadie se aprovechara. Habían cobrado un gran botín y Maite estaba convencida de que su parte bastaría para comprar numerosos esclavos que le servirían para gestionar su casa de Askaiz y cultivar las tierras que le correspondían.

Pero en vista de lo ocurrido, también dicha perspectiva tenía un sabor amargo. Había presenciado numerosas muertes y también había matado. Hasta aquella batalla había creído que arrebatar la vida de otro ser humano le resultaba tan fácil como a los hombres, pero ahora solo sentía asco y vergüenza. Las otras muchachas vasconas, que la consideraban un ser extraño, habían estado en lo cierto: su deseo de ser una guerrera la había llevado a olvidar que era una mujer.

Sumida en sus reproches, no advirtió la presencia del conde Eneko. El señor de Iruñea ya había recibido la noticia de la muerte de su primogénito; ahora su mano reposaba en el hombro de Ximun, su hijo menor, a quien parecía amedrentar la responsabilidad con la que cargaba debido a la muerte de su hermano.

Entre tanto, los cabecillas de los ejércitos aliados estaban sentados en alfombras dispuestas por Saíd el mercader. Este participaba del consejo porque su deber consistía en trasladar a Córdoba el botín que debía recibir Abderramán.

Okin también formaba parte del círculo. Tras la muerte de Zígor había ascendido a consejero del conde Eneko y quería aprovechar dicha circunstancia para por fin desprenderse de la espina que lo martirizaba desde la muerte de su cuñado. Pese a ello, de momento se limitó a escuchar en silencio. Cada uno de los tres cabecillas quería hacerse con la mayor parte del botín y comparaban las cifras de sus muertos y sus éxitos.

Los sarracenos eres quienes habían sufrido menos bajas. Habían disparado flechas a los francos desde lejos y solo perdieron algunos hombres en la lucha cuerpo a cuerpo. Quienes habían derramado sangre en su lugar fueron los gascones, por eso Lupus, su cabecilla, señaló la parte del botín que en realidad estaba destinada a los sarracenos.

—La mitad de ese botín me corresponde a mí y a mis guerreros. Luchamos cuerpo a cuerpo y destrozamos a los francos con nuestras lanzas y espadas, mientras que otros solo dispararon flechas a traición o arrojaron piedras.

Dicha indirecta estaba dirigida tanto a los sarracenos como a los vascones de Eneko, por lo que este, presa de la cólera, gritó:

—¿Acaso afirmas que tu gente aportó más a la victoria que la mía? ¡No fuisteis vosotros quienes matasteis a Roland, sino nosotros!

—Pero tú no participaste en la batalla —replicó Lupus en tono desdeñoso.

—¡Mi hijo sí! —rugió Eneko—. ¡Y él ha caído! ¡Exijo una recompensa por su muerte! Por eso me corresponde la mayor parte del botín.

Maite, a quien la disputa había arrancado de sus tristes cavilaciones, dirigió la vista hacia el desfiladero donde los guerreros celebraban la victoria mientras sus comandantes ya andaban a la greña. Tanto Eneko como Lupus debían saber que la amenaza representada por los francos no había disminuido. La zona al norte de los Pirineos no tardaría en volver a caer en manos de Carlos. Los territorios de las tribus vasconas solo gozarían de cierta seguridad en las montañas y en sus estribaciones meridionales. Pero allí no había lugar para dos cabecillas con grandes pretensiones.

Maite se dio cuenta de que Eneko no estaba dispuesto a permitir que Lupus ejerciera su poder sobre la frontera ni en los territorios de los cuales él se había apropiado. Al parecer, quería lograr que su adversario regresara al norte y tuviera que luchar con los francos en Gascuña. No obstante, Lupus sabía que sin un respaldo fuerte en el sur, sus oportunidades de sobrevivir eran casi inexistentes. De ahí que el gascón y Eneko se pelearan por el botín y el dominio sobre las tierras de las tribus vasconas y, como no lograban ponerse de acuerdo, acabaran por lanzarse invectivas.

Fadl Ibn al Nafzi observaba el indigno espectáculo con desprecio. Para él, Eneko y Lupus solo eran dos
giaur
que todavía se consideraban libres, pero que tarde o temprano sentirían la fuerza del puño de su señor, el emir de Córdoba. Y para preservar la dignidad de Abderramán, durante el reparto del botín no debía conformarse con una parte más reducida.

—¡Callad y sentaos, por Alá! —gritó cuando Eneko y Lupus se pusieron de pie y cogieron sus espadas—. Repartiremos el botín tal y como se decidió antes de la batalla. ¡Esos dos montones a derecha e izquierda os pertenecen a vosotros y el del medio al todopoderoso emir, a mí mismo y a mis guerreros!

Furioso, Lupus hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Entonces recibirías más que nosotros, aunque los sarracenos sois los que menos hicisteis.

—¡Nuestras flechas acabaron con más francos que vuestras espadas y lanzas! Así que os daréis por satisfechos con lo que Abderramán, al que Alá conceda mil años de vida, os conceda. ¿O acaso queréis enfadar al emir?

Eneko recordó las murallas arrasadas de su ciudad y por fin, haciendo rechinar los dientes, manifestó su acuerdo.

—¡Se hará como tú digas!

—¡Pues yo no estoy de acuerdo! —vociferó Lupus, y su voz resonó contra las paredes de roca.

La respuesta de Eneko no se hizo esperar.

—En realidad, a ti y a tus hombres os corresponde la parte más pequeña, puesto que los gascones acudisteis con un número menor de guerreros que mis vascones.

Cuando Fadl Ibn al Nafzi le dio la razón al señor de Pamplona, Lupus comprendió que llevaba las de perder. Si el reparto del botín provocaba una disputa, los sarracenos y los vascones se unirían y atacarían a sus guerreros. Iracundo, porque como cabecilla de los ejércitos aliados se veía estafado en su parte del botín, se puso de pie e indicó a sus camaradas que lo siguieran. Una vez llegado ante el montón que Fadl y Eneko le habían adjudicado, ordenó empacar todos los objetos de valor o los que podían resultarles útiles. El resto se lo vendería a Saíd por monedas de oro.

Entre tanto, Fadl apoyó una mano en el hombro de Eneko y señaló la tienda que custodiaban sus hombres.

—El emir, a quien Alá otorgue poder y gloria, estará encantado de contemplar a la Rosa de Asturias floreciendo en su jardín.

—Espero que el emir no olvide quién le proporcionó esa flor —contestó el señor de Iruñea.

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