La rueda de la vida (19 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Deseé conocer su secreto. Muerta de curiosidad, literalmente espiaba a esa mujer que ni siquiera había terminado sus estudios secundarios, pero que conocía un gran secreto.

Un día se cruzaron nuestros caminos en el pasillo. De pronto me dije lo que solía decir a mis alumnos: «Por el amor de Dios, si tienes una pregunta, hazla.» Haciendo acopio de todo mi valor, caminé decidida hacia ella, de manera algo agresiva tal vez, lo cual de seguro la sobresaltó, y sin la más mínima sutileza ni encanto le solté:

—¿Qué les hace a mis enfermos moribundos?

Lógicamente ella se puso a la defensiva:

—Sólo les limpio el suelo —contestó educadamente, y se alejó.

—No me refiero a eso —dije, pero ya era demasiado tarde.

Durante las dos semanas siguientes, nos espiamos mutuamente con cierta desconfianza. Era casi como un juego. Finalmente, una tarde ella se hizo la encontradiza conmigo en un pasillo y me arrastró hacia la parte de atrás del puesto de las enfermeras. Todo un cuadro, una ayudante de cátedra vestida de blanco arrastrada por una humilde mujer de la limpieza, de raza negra. Cuando estuvimos totalmente a solas, cuando nadie podía escucharnos, me contó la trágica historia de su vida y desnudó su alma y corazón de una manera que superaba mi comprensión.

Procedente del sector sur de Chicago, había crecido en un ambiente de pobreza y penalidades. Vivía en una casa sin calefacción ni agua caliente donde los niños siempre estaban malnutridos y enfermos. Como la mayoría de la gente pobre, no tenía ninguna defensa contra la enfermedad y el hambre. Los niños llenaban sus hambrientos estómagos con avena barata, y los médicos eran para otra gente. Un día su hijo de tres años enfermó gravemente de neumonía. Ella lo llevó a la sala de urgencias del hospital de la localidad, pero no la admitieron porque debía diez dólares. Desesperada, caminó hasta el Hospital Condal Cook, donde tenían que admitir a las personas indigentes.

Desgraciadamente, allí se encontró en una sala llena de personas como ella, muy enfermas y necesitadas de atención médica. Le ordenaron que esperara. Pero pasadas tres horas de estar sentada allí esperando su turno, vio a su hijo resollar, lanzar un gemido y morir acunado en sus brazos.

Aunque era imposible no sentir pena por esa pérdida, a mí me impresionó más el modo en que contaba su historia. Aunque hablaba con profunda tristeza, no había en ella nada de negatividad, acusación, amargura ni resentimiento. Su actitud era tan apacible que me sorprendió. Lo encontré tan raro y yo era tan ingenua que casi le pregunté: «¿Por qué me cuenta todo esto? ¿Qué tiene que ver esto con mis enfermos moribundos?» Pero ella me miró con sus ojos oscuros bondadosos y comprensivos y me contestó como si hubiera leído mis pensamientos:

—Verá, la muerte no es una desconocida para mí. Es una vieja, vieja conocida.

Me sentí como la alumna ante la maestra.

—Ya no le tengo miedo —continuó en su tono tranquilo y franco—. A veces entro en las habitaciones de esos enfermos y veo que están petrificados de miedo y no tienen a nadie con quien hablar. Me acerco a ellos. A veces incluso les toco la mano y les digo que no se preocupen, que no es tan terrible.

Después se quedó en silencio.

Poco después conseguí que esa mujer dejara de dedicarse a la limpieza y se convirtiera en mi primera ayudante. Ella me ofrecía el apoyo que necesitaba cuando no lo encontraba en ninguna persona. Eso solo fue una lección que he tratado de transmitir. No es necesario tener un gurú ni un consejero para crecer. Los maestros se presentan en todas las formas y con toda clase de disfraces. Los niños, los enfermos terminales, una mujer de la limpieza. Todas las teorías y toda la ciencia del mundo no pueden ayudar a nadie tanto como un ser humano que no teme abrir su corazón a otro.

Doy gracias a Dios por esos pocos médicos comprensivos que me permitieron acercarme a sus pacientes moribundos. Todas aquellas visitas introductorias seguían el mismo protocolo. Vestida con mi bata blanca, en la cual aparecía mi nombre y mi cargo, «Enlace psiquiátrico», les pedía permiso para hacerles preguntas delante de mis alumnos acerca de su enfermedad, de su estancia en el hospital y cualquier problema que tuvieran. Jamás empleaba las palabras «muerte» ni «morir» mientras ellos no sacaran el tema. Les daba a entender que sólo me interesaban sus nombres, edad y diagnóstico. Generalmente a los pocos minutos el paciente aceptaba. De hecho, no recuerdo que ninguno se haya negado nunca.

Normalmente el auditorio se llenaba media hora antes de que comenzara la charla. Con unos cuantos minutos de antelación yo llevaba personalmente al enfermo, en camilla o silla de ruedas, a la sala para la entrevista. Antes de comenzar me retiraba hacia un lado para rogar en silencio que la persona enferma no sufriera ningún daño y que mis preguntas la estimularan a decir lo que necesitaba decir. Mi súplica se parecía a la oración de los Alcohólicos Anónimos:

Dios mío, dame la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las que puedo cambiar, y la sabiduría para discernir entre ambas.

Una vez que el paciente comenzaba a hablar, y para algunos emitir un simple susurro era un terrible esfuerzo, era difícil parar el torrente de sentimientos que se habían visto obligados a reprimir. No perdían el tiempo con banalidades. La mayoría decía que se habían enterado de su enfermedad no por sus médicos sino por el cambio de comportamiento de sus familiares y amigos. De pronto notaban distanciamiento y falta de sinceridad, cuando lo que más necesitaban era la verdad. La mayoría decía que encontraban más comprensión en las enfermeras que en los médicos. «Ahora tiene la oportunidad de decirles por qué», les apuntaba yo.

Siempre he dicho que los moribundos han sido mis mejores maestros, pero hacía falta tener valor para escucharlos. Expresaban sin temor su insatisfacción respecto a la atención médica, y no se referían a la falta de cuidados materiales sino a la falta de compasión, simpatía y comprensión. A los médicos experimentados les molestaba oírse retratar como personas insensibles, asustadas e incapaces. Recuerdo a una mujer que exclamó casi llorando: «Lo único que quiere el doctor es hablar del tamaño de mi hígado. ¿Qué me importa a mí el tamaño de mi hígado en este momento? Tengo cinco hijos en casa que necesitan atención. Eso es lo que me está matando. ¡Y nadie aquí me habla de eso!»

Al final de las entrevistas los pacientes se sentían aliviados. Muchos que habían abandonado toda esperanza y se sentían inútiles disfrutaban de su nuevo papel de profesores. Aunque iban a morir, comprendían que era posible que su vida aún tuviera una finalidad, que tenían un motivo para vivir hasta el último aliento. Podían seguir creciendo espiritualmente y contribuir al crecimiento de quienes los escuchaban.

Después de cada entrevista llevaba al enfermo a su habitación y volvía junto a los alumnos para continuar sosteniendo con ellos conversaciones animadas y cargadas de emoción. Además de analizar las respuestas y reacciones del paciente, analizábamos también nuestras propias reacciones. Por lo general, los comentarios eran sorprendentes por su sinceridad. Hablando de su miedo a la muerte, que la hacía evitar totalmente el tema, una doctora dijo: «Casi no recuerdo haber visto un cadáver.» Refiriéndose a que la Biblia no le facilitaba respuestas para todas las preguntas que le hacían los enfermos, un sacerdote comentó: «No sé qué decir, así que no digo nada.»

En esas conversaciones, los médicos, sacerdotes y asistentes sociales hacían frente a su hostilidad y actitud defensiva. Analizaban y superaban sus miedos. Escuchando a pacientes moribundos todos comprendimos que deberíamos haber actuado de otra manera en el pasado y que podíamos hacerlo mejor en el futuro.

Cada vez llevaba a un enfermo al aula y después lo devolvía a su habitación, su vida me hacía pensar en «una de los millares de luces del vasto firmamento, que brilla durante breves instantes para luego desaparecer en la noche infinita». Las lecciones enseñadas por cada una de estas personas se resumían en el mismo mensaje:

Vive de tal forma que al mirar hacia atrás no lamentes haber desperdiciado la existencia.

Vive de tal forma que no lamentes las cosas que has hecho ni desees haber actuado de otra manera.

Vive con sinceridad y plenamente.

Vive.

20. Alma y corazón

En mi constante búsqueda de pacientes para entrevistar en los seminarios de los viernes, adquirí la costumbre de merodear por los corredores cada noche antes de irme a casa. Eran muy pocos los colegas dispuestos a ayudarme. En casa, Manny escuchaba mis frustrados comentarios hasta que al llegar a un punto perdía la paciencia; él tenía su propio trabajo. Muchas veces me sentía el ser más solitario de todo el hospital, tan sola que una noche entré en el despacho del capellán.

No podía haber hecho nada mejor. El capellán del hospital, el reverendo Renford Games, estaba sentado ante su escritorio. Era un negro alto y guapo de unos treinta y cinco años. Sus movimientos, como su modo de hablar, eran lentos y reflexivos. Lo conocía bien porque asistía regularmente a mis seminarios y era uno de los participantes más interesados. Lógicamente, encontraba que los conocimientos que adquiría allí le servían para aconsejar a los moribundos y a sus familiares.

Esa noche el reverendo Gaines y yo estábamos en la misma onda. Acordamos que hablar de la muerte y la forma de morir nos enseñaba que los verdaderos interrogantes que se planteaban la mayoría de los moribundos tenían más que ver con la vida que con la muerte. Deseaban sinceridad, cercanía y paz. Eso recalcaba que la forma de morir de una persona dependía de cómo vivía. Abarcaba los dominios prácticos y filosóficos, psíquicos y espirituales, es decir, los dos mundos que ambos ocupábamos.

Durante unas semanas pasamos horas inmersos en conversaciones, lo que normalmente me impedía llegar a casa a preparar la cena a una hora razonable. Pero ambos nos estimulábamos y enseñábamos mutuamente. Para una persona como yo, formada en las razones de la ciencia, el mundo espiritual del reverendo Gaines era alimento intelectual que yo devoraba. Generalmente evitaba tocar temas espirituales en mis seminarios y conversaciones con enfermos, debido a que yo era psiquiatra. Pero el interés del reverendo Gaines en mi trabajo me ofrecía una oportunidad única. Con sus conocimientos pude extender la esfera de mi trabajo para incluir la religión.

Durante una de nuestras conversaciones le pedí a mi nuevo amigo y aliado que se convirtiera en mi socio. Afortunadamente aceptó. Desde ese momento me acompañaba en mis visitas a los enfermos terminales y me ayudaba durante los seminarios. En cuanto a estilo, nos complementábamos perfectamente. Yo preguntaba lo que pasaba en el interior de la cabeza del enfermo, y el reverendo Gaines preguntaba por su alma. Nuestro paso de uno a otro tema tenía el ritmo de una partida de pimpón. Los seminarios adquirieron todavía más sentido.

Los demás también opinaban lo mismo, sobre todo los propios pacientes. Sólo uno entre doscientos pacientes se negó a hablar de los problemas resultantes de su enfermedad. Puede que resulte extraño que se mostraran tan bien dispuestos, pero explicaré el caso de la primera paciente que el reverendo Gaines y yo presentamos juntos. La señora G., de edad madura, llevaba meses enferma de cáncer, y durante su estancia en el hospital procuró que todo el mundo, desde sus familiares a las enfermeras, sufrieran con ella. Pero después de varias semanas de conversar con ella, el reverendo Gaines le calmó la ira haciendo que mejoraran sus relaciones con los demás y que hablara con el corazón en la mano, de modo que disfrutara de la compañía de las personas a las que quería. Y estas personas a su vez le devolvían su afecto.

Cuando participó en nuestro seminario, la señora G. estaba muy débil pero también moralmente transformada. «Jamás había vivido tanto en toda mi vida adulta», reconoció.

El voto de confianza más inesperado llegó a comienzos de 1969. Después de más de tres años de dirigir mis seminarios, recibí a una delegación del Seminario Luterano de Chicago, que estaba muy cerca del hospital. Yo me imaginé que sostendríamos un acalorado debate. Pero resultó que venían a pedirme que trabajara en su facultad. Como era de esperar, yo traté de esquivar la tarea aduciendo todo tipo de argumentos para demostrar que yo no les convenía, entre ellos mi aversión a la religión. Pero ellos insistieron.

—No le pedimos que enseñe teología —me explicaron—. Nosotros ya nos ocupamos de eso. Pero creemos que usted puede enseñarnos qué significa un verdadero ministerio en la práctica.

Era difícil disentir de ello, ya que mi opinión personal era que convenía que el profesor hablara en lenguaje no teológico acerca del trato con los moribundos. Con la excepción del reverendo Gaines y de los estudiantes de teología, mis experiencias con pastores de la Iglesia habían sido malísimas. Durante años la mayoría de los pacientes que pedían hablar con el capellán del hospital quedaban decepcionados. «Lo único que quieren es leer en su librito negro», era el comentario que yo escuchaba una y otra vez. En efecto, el capellán se limitaba a eludir hábilmente las preguntas importantes reemplazando la respuesta por alguna cita de la Biblia y apresurándose a salir sin saber qué más hacer.

Esa actitud hacía más daño que bien. Esto lo ilustra muy bien la historia de un niña de doce años llamada Liz. La conocí varios años después, pero de todos modos viene al caso. Cuando se estaba muriendo de cáncer, la enviaron a casa, donde yo ayudaba a sus padres y tres hermanos a enfrentarse a las diversas dificultades que presentaba el lento deterioro de la niña. Al final, la chica, convertida ya en un esqueleto con un enorme vientre lleno de tumores cancerosos, sabía la realidad de su estado, pero de todas formas se negaba a morir.

—¿Cómo es que no te puedes morir? —le pregunté un día.

—Porque no me puedo ir al cielo —me contestó llorosa—. Los curas y las hermanas me dijeron que nadie se puede ir al cielo si no ama a Dios más que a nadie en el mundo entero. —Sus sollozos arreciaron y se me acercó más—. Doctora Ross, yo quiero a mi mamá y a mi papá más que a nadie en el mundo entero.

A punto de echarme a llorar yo también, le hablé de por qué Dios le había asignado esa difícil tarea: era igual que cuando los profesores dan los problemas más difíciles sólo a los mejores alumnos. Ella lo entendió.

—Pues Dios no podría haberle dado una tarea más difícil a ningún niño —comentó.

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