La rueda de la vida (23 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

—Ojalá las cosas fueran como antes —contestó el reverendo.

Mi solución era diferente:

—El verdadero problema es que no tenemos una auténtica definición de la muerte.

Desde la época de los hombres de las cavernas, nadie había logrado encontrar una definición exacta de la muerte. Yo me preguntaba qué les ocurría a mis hermosos enfermos, personas como Eva, que podían decir tantas cosas un día y al día siguiente ya no estaban. Muy pronto el reverendo Gaines y yo comenzamos a formular la pregunta a grupos formados por alumnos de medicina y teología, médicos, rabinos y sacerdotes: «¿Adonde se va la vida? Si no está aquí, ¿dónde está?»

Comencé a intentar definir la muerte.

Me abrí a todas las posibilidades, incluso a algunas de las tonterías que decían mis hijos en la mesa. Jamás les oculté en qué consistía mi trabajo, lo cual nos era útil a todos. Contemplando a Kenneth y Barbara llegué a la conclusión de que el nacimiento y la muerte son experiencias similares, cada una el inicio de un viaje. Pero después llegaría a la conclusión de que la muerte es la más agradable de esas dos experiencias, mucho más apacible. Nuestro mundo estaba lleno de nazis, sida, cáncer y cosas de ésas.

Observé que, poco antes de morir, los enfermos se relajaban, incluso los que se habían rebelado contra la muerte. Otros, al acercarse su final, parecían tener experiencias muy claras con seres queridos ya muertos, y hablaban con personas a las que yo no veía. Prácticamente en todos los casos, la muerte venía precedida por una singular serenidad.

¿Y después? Ésa era la pregunta que quería contestar.

Sólo podía juzgar basándome en mis observaciones. Y una vez que morían, yo no sentía nada. Ya no estaban. Un día podía hablar y tocar a una persona y a la mañana siguiente ya no estaba ahí. Estaba su cuerpo, sí, pero era como tocar un trozo de madera. Faltaba algo, algo físico. La vida.

«Pero ¿en qué forma se va la vida? —seguía preguntando—. ¿Y adonde se va, si es que se va a alguna parte? ¿Qué experimenta la persona en el momento de morir?»

En cierto momento mis pensamientos volvieron a mi viaje a Maidanek, veinticinco años atrás.

Allí recorrí las barracas donde hombres, mujeres y niños habían pasado sus últimas noches antes de morir en la cámara de gas. Recordé la impresión y asombro que me causaron las mariposas dibujadas en las paredes, y mi pregunta: «¿Por qué mariposas?»

Entonces, en un relámpago de claridad, lo supe. Esos prisioneros eran como mis moribundos; sabían lo que les iba a ocurrir. Sabían que pronto se convertirían en mariposas. Una vez muertos, abandonarían ese lugar infernal, ya no serían torturados, no estarían separados de sus familiares, no serían enviados a cámaras de gas. Ya no importaría nada de esa horripilante vida. Pronto saldrían de sus cuerpos como sale la mariposa de su capullo. Comprendí que ése era el mensaje que quisieron dejar para las generaciones venideras.

Esa revelación me aportó las imágenes que emplearía durante el resto de mi carrera para explicar el proceso de la muerte y el morir. Pero de todas formas deseaba saber más. Un día acudí a mi amigo el pastor protestante:

—Vosotros siempre andáis diciendo «Pedid y recibiréis». Bueno, ahora te pido que me ayudes a investigar la muerte.

Él no tenía ninguna respuesta preparada, pero los dos creíamos que una pregunta correcta obtiene por lo general una buena respuesta.

A la semana siguiente una enfermera me habló de una mujer que según ella podría ser una buena candidata para la entrevista. La señora Schwartz, mujer increíblemente resistente y resuelta, había estado muchas veces en la UCI; cada vez todos suponían que se iba a morir, y cada vez sobrevivía. Las enfermeras la miraban con una mezcla de miedo y respeto.

—Creo que es un poco rara —me comentó la enfermera—. Me asusta.

No había nada atemorizador en la señora Schwartz cuando la entrevisté para el seminario sobre la muerte y la forma de morir. Explicó que su marido era esquizofrénico, y que cada vez que sufría los ataques psicóticos atacaba a su hijo de diecisiete años. Ella creía que si se moría antes de que su hijo fuera mayor de edad, éste correría peligro. Al ser su marido el único tutor legal del chico, era imposible saber qué haría cuando perdiera el control.

—Por eso no me puedo morir —explicó.

Al conocer sus preocupaciones, busqué un abogado de la Sociedad de Ayuda Jurídica, que hizo los trámites para que la custodia del chico pasara a un pariente más sano y digno de confianza. Aliviada, la señora Schwartz se fue una vez más del hospital, agradecida por poder vivir en paz el tiempo que le quedara de vida. La verdad es que yo no esperaba volverla a ver.

Pero no había transcurrido un año cuando llamó a la puerta de mi despacho. Venía a suplicarme que la dejara volver al seminario. Me negué. Mi norma era no repetir los casos. Los alumnos tenían que poder hablar con personas totalmente desconocidas sobre los temas más tabúes.

—Justamente por eso necesito hablar con ellos —insistió. Después de un instante de silencio, añadió—: Y con usted.

A la semana siguiente, de mala gana puse a la señora Schwartz delante de un nuevo grupo de alumnos. Al principio contó la misma historia que había contado antes. Afortunadamente, la mayoría de los alumnos no la habían oído. Fastidiada conmigo misma por haberle permitido volver, la interrumpí:

—¿Qué era eso tan urgente que la ha hecho volver a mi seminario?

No necesitó más estímulo. Fue directa al grano y nos contó lo que resultó ser la primera experiencia de muerte clínica temporal de que teníamos noticia, aunque no la llamamos así.

El incidente ocurrió en Indiana. Habiendo sufrido una hemorragia interna, la llevaron de urgencia al hospital y la pusieron en una habitación particular, donde declararon que su situación era «crítica» y que estaba demasiado grave para trasladarla a Chicago. Creyó que esta vez estaba cerca de la muerte, pero no se decidía a llamar a una enfermera, pues había pasado ya demasiadas veces por esa terrible prueba entre la vida y la muerte. Ya que su hijo estaba bien protegido, tal vez pudiera morirse.

Fue muy franca. Una parte de ella quería marcharse, pero otra parte quería sobrevivir hasta la mayoría de edad de su hijo.

Mientras pensaba qué hacer, entró una enfermera en la habitación, la miró y salió sin decir palabra. Según la señora Schwartz, en ese preciso momento salió de su cuerpo físico y flotó hacia el techo. Entonces entró a toda prisa un equipo de reanimación y empezó a trabajar frenéticamente para salvarla.

Todo esto mientras ella observaba desde arriba. Lo veía todo, hasta los más mínimos detalles. Oía lo que decían, incluso percibía lo que estaban pensando. Lo notable era que no sentía ningún dolor, miedo ni angustia por estar fuera de su cuerpo. Sólo sentía una enorme curiosidad y le sorprendía que no la oyeran. Varias veces les pidió que dejaran de emplear esos métodos heroicos para salvarla asegurándoles que estaba bien.

—Pero no me oían.

Finalmente bajó y tocó a uno de los médicos residentes, pero vio sorprendida que su brazo pasaba a través del brazo de él. En ese momento, tan frustrada como los médicos, renunció a decirles nada.

—Entonces perdí el conocimiento —explicó.

Pasados cuarenta y cinco minutos, lo último que observó fue que los médicos la cubrían con una sábana y la declaraban muerta, mientras uno de los residentes, nervioso y en actitud derrotada, contaba chistes. Pero cuando tres horas después entró una enfermera a la habitación a sacar el cuerpo, se encontró con que la señora Schwartz estaba viva.

Todos los presentes en el auditorio escucharon fascinados esta increíble historia. Tan pronto acabó el relato, cada uno se volvió hacia su vecino tratando de decidir si debían creer o no lo que acababan de oír. Al fin y al cabo, la mayoría de los asistentes eran científicos y se preguntaban si no estaría loca. La señora Schwartz tenía la misma sospecha. Le pregunté por qué había querido contarnos su experiencia y ella me preguntó a su vez:

—¿Estoy loca yo también?

No, ciertamente no. Yo ya la conocía lo suficiente para saber que estaba muy cuerda y decía la verdad. Pero ella no estaba tan segura de eso y necesitaba que se lo confirmaran. Antes de que la llevara a su habitación volvió a preguntarme:

—¿Cree que fue un trastorno de la mente?

Por el tono de su voz advertí que estaba angustiada; yo tenía prisa por reanudar la sesión, de modo que le contesté:

—Yo, doctora Elisabeth Kübler-Ross, puedo atestiguar que ni ahora ni nunca ha estado trastornada.

Al oír eso ella reclinó la cabeza en la almohada y se relajó. Entonces no me cupo la menor duda que no tenía nada de loca. Tenía todos los cables intactos.

En la conversación que siguió, los alumnos me preguntaron por qué yo había simulado creer a la señora Schwartz en lugar de reconocer que todo eso eran puras alucinaciones. Sorprendida, comprobé que no había ni una sola persona en la sala que creyera que la experiencia de la señora Schwartz hubiera sido real, que en el momento de la muerte los seres humanos tienen percepción, que todavía son capaces de hacer observaciones, de tener pensamientos, que no sienten dolor y que todo eso no tiene nada de psicopatológico.

—¿Entonces cómo lo llama? —me preguntó otro alumno.

Yo no tenía ninguna respuesta a mano, lo cual irritó a los alumnos, pero les expliqué que todavía hay muchas cosas que no sabemos ni entendemos, aunque eso no significa que no existan.

—Si en este momento yo tocara un silbato para perros, ninguno de nosotros lo oiría, pero los perros sí. ¿Significa eso que ese sonido no existe?

¿Era posible que la señora Schwartz hubiera estado en una longitud de onda diferente a la del resto de nosotros?

—¿Cómo pudo repetir el chiste que hizo uno de los médicos? —pregunté—. ¿Cómo explicamos eso?

El mero hecho de que no hubiéramos visto lo que ella vio no descartaba la realidad de su visión.

En el futuro se presentarían preguntas más difíciles, pero por el momento me protegí explicando que la señora Schwartz había tenido un motivo para venir a nuestro seminario. Como ningún alumno habría podido descubrir ese motivo, les dije que se trataba de una preocupación puramente maternal. Además, ella sabía que el seminario se grababa y que contaba con ochenta testigos.

—Si se hubiera declarado su experiencia un producto de un delirio mental, entonces las disposiciones acordadas para la custodia de su hijo podrían ser anuladas —expliqué—. Su marido recuperaría la custodia del chico y ella no podría tener paz mental. ¿Está loca? Ciertamente no.

La historia de la señora Schwartz me acosó durante semanas, porque yo sabía que lo que le había ocurrido no podía ser una experiencia única. Si una persona que estuvo muerta era capaz de recordar algo tan extraordinario como los esfuerzos de los médicos por revivirla después de que perdiera las constantes vitales, entonces era probable que otras personas también pudieran recordarlo. Así pues, de la noche a la mañana, el reverendo Gaines y yo nos convertimos en detectives. Nuestra intención era entrevistar a veinte personas que hubieran sido reanimadas después de que la falta de signos vitales indicara que habían muerto. Si mi corazonada era correcta, pronto abriríamos la puerta a una faceta totalmente nueva de la condición humana, todo un conocimiento nuevo de la vida.

25. ¿Hay algo después de la vida?

En nuestras investigaciones, el reverendo Gaines y yo mantuvimos las distancias entre nosotros. No, no había ningún malentendido, simplemente acordamos no comparar nuestras observaciones hasta que cada uno tuviera veinte casos. Peinamos los pasillos cada uno por su lado. También buscamos fuera del hospital. Hicimos averiguaciones y seguimos las pistas para encontrar enfermos que se ajustaran a nuestros requisitos. Nos limitábamos a pedirles que nos contaran lo que les había ocurrido o lo que habían sentido. Todos estaban tan deseosos de encontrar a alguien interesado en escucharlos, que sus relatos brotaban a raudales.

Cuando finalmente comparamos nuestras notas, nos quedamos atónitos, a la vez que tremendamente entusiasmados, por el material recogido. «Sí, vi a mi padre tan claro como la luz del día», me dijo un paciente. Otra persona le dio las gracias al reverendo Gaines por hacerle la pregunta: «Me alegra tanto poder hablar de eso con alguien. Todas las personas a las que se lo he contado me han tratado como si estuviera loco, y todo fue tan agradable y apacible...» «Volví a ver», contó una mujer que había quedado ciega en un accidente. Pero cuando la reanimaron, perdió nuevamente la vista.

Eso ocurrió mucho antes de que nadie hubiera escrito algo sobre las experiencias de muerte clínica temporal o de la vida después de la muerte; por lo tanto sabíamos que el público en general acogería nuestros hallazgos con escepticismo y franca incredulidad, y quedaríamos en ridículo. Pero hubo un caso que me convenció. Una niña de doce años me dijo que no le había contado la experiencia a su madre. La experiencia fue tan agradable que no tenía ningún deseo de volver de allí. «No quiero contarle a mi madre que existe un hogar más agradable que el nuestro», explicó.

Finalmente le relató a su padre todos los detalles, incluso que su hermano la había abrazado con mucho cariño. Eso sorprendió al padre, que reconoció que en realidad habían tenido otro hijo, de cuya existencia la niña no tenía idea hasta ese momento. El niño había muerto unos meses antes de que ella naciera.

Mientras el reverendo y yo pensábamos qué hacer con nuestros descubrimientos, nuestras vidas siguieron avanzando en direcciones diferentes. Los dos habíamos estado buscando puestos fuera del ambiente sofocante del hospital. El reverendo Gaines se marchó primero. A comienzos de 1970 se hizo cargo de una iglesia de Urbana; también adoptó el nombre africano de Mwalimu Imara. Todo ese tiempo yo había albergado la esperanza de ser yo quien me marchara primero, pero mientras eso no ocurriera tenía que continuar con los seminarios.

Estos no resultaban tan bien sin mi socio, que era un fuera de serie. Lo reemplazó su antiguo jefe, el pastor N. Pero era tal la falta de química entre nosotros dos que un alumno creyó erróneamente que él era el médico y yo la consejera espiritual. Vamos, un desastre.

Yo seguía preparándome para dejar ese trabajo, y finalmente llegó el viernes en que había decidido impartir el último seminario sobre «La muerte y el morir» de mi carrera. Siempre he sido propensa a los extremos. Después del seminario, me acerqué al pastor N., sin saber muy bien cómo decirle que renunciaba. Nos detuvimos ante el ascensor, hablando del seminario que acababa de terminar y de otros asuntos. Cuando él pulsó el botón para llamar el ascensor, decidí aprovechar ese momento para dimitir, antes de que él entrara en el ascensor. Pero ya era demasiado tarde, pues se habían abierto las puertas.

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