La rueda de la vida (26 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Aunque el desenvolvimiento de la vida es cronológico, las lecciones nos llegan cuando las necesitamos. Durante la Semana Santa anterior había estado en Hawai dirigiendo un seminario. La gente me consideraba una experta en la vida. ¿Y qué pasó? Pues que acabé aprendiendo una lección importantísima sobre mí misma. El seminario fue fabuloso, pero yo lo pasé fatal porque resultó que el hombre que lo organizaba era un tacaño. Nos reservó habitaciones en un lugar horroroso, se quejaba de que comíamos demasiado e incluso nos cobró los papeles y lápices que utilizamos.

De vuelta a casa hice una parada en California. Algunos amigos fueron a recogerme al aeropuerto y me preguntaron cómo había ido el seminario. Yo estaba tan molesta que no supe qué contestar. Con la intención de hacer un chiste, una amiga me dijo: «Bueno, cuéntanos cómo te fue con los conejitos de Pascua.» Al oír eso me eché a llorar desconsoladamente. Toda la rabia y frustración que había reprimido toda esa semana estallaron de pronto. Ese comportamiento no era propio de mí.

Por la noche, ya en mi habitación, me analicé buscando la causa de ese estallido. Entonces comprendí que la mención de los conejitos de Pascua había, desatado el recuerdo de aquella vez que mi padre me ordenó llevar mi conejito negro favorito al carnicero. En aquella ocasión yo me negué a manifestar mis emociones delante de mis padres. Ellos jamás supieron cuánto me dolió y jamás me permití reconocer, ni ante mí misma, lo terrible y doloroso que fue.

Pero repentinamente toda la pena, la rabia y la sensación de injusticia que había reprimido durante casi cuarenta años brotaron como un torrente. Lloré todas las lágrimas que debería haber llorado entonces. También comprendí que les tenía alergia a los hombres tacaños. Cada vez que me encontraba ante alguno, me ponía tensa, y revivía inconscientemente la muerte de mi conejito negro. Finalmente, ese tacaño de Hawai me hizo explotar.

No tiene nada de raro que, una vez exteriorizados mis sentimientos, me sintiera mucho mejor.

Es imposible vivir plenamente la vida si no nos hemos liberado de la negatividad, si no hemos concluido los asuntos pendientes, los conejitos negros.

Pero había otro conejito negro en mi interior, y era mi necesidad (en mi calidad de una «pizca de novecientos gramos») de demostrar constantemente que merecía estar viva. A mis cuarenta y nueve años no era capaz de aminorar mi ritmo de trabajo. Manny también estaba muy ocupado forjándose un porvenir. Carecíamos de tiempo para estar juntos y nuestra relación se resentía. Pensé que el antídoto perfecto sería comprar una granja en algún sitio retirado donde pudiera recargar mis baterías, relajarme con Manny y dar a los niños la oportunidad de disfrutar de la naturaleza tal como yo había hecho de niña. Me imaginaba muchas hectáreas de terreno, árboles, flores y animales. Aunque Manny no compartía mi entusiasmo, al menos reconocía que los viajes en coche que hacíamos mirando las granjas nos daban ocasión para estar juntos.

En nuestra última salida del verano de 1975, encontramos el sitio perfecto, con campos que parecían sacados de un libro de fotografías, donde también había esos túmulos sagrados de los indios. Me encantó. Manny parecía igualmente entusiasmado, a juzgar por todas las fotos que tomó allí con una cámara bastante cara que le había prestado un amigo. Durante el trayecto hacia un hotel de Afton, donde yo iba a dirigir un seminario, comentamos lo mucho que nos había gustado aquella propiedad. Después de dejarme en el hotel, Manny y los niños iban a regresar a Chicago en el coche.

Sin embargo, al entrar en la ciudad pasamos junto a una casita de aspecto insólito, en cuyo porche estaba una mujer que al vernos corrió hacia nosotros agitando frenéticamente los brazos. Pensando que necesitaba ayuda, Manny detuvo el coche. Resultó que la mujer, a la que no conocíamos de nada, sabía dónde me iba a alojar esa noche y estaba esperando que pasara por su casa camino del hotel. Me pidió que la acompañara a su casa.

—Tengo que mostrarle algo muy importante —me dijo.

Por raro que parezca, eso no me extrañó. Ya estaba acostumbrada a que algunas personas llegaran a extremos increíbles para hablar conmigo o para hacerme alguna pregunta muy urgente. Dado que siempre trataba de complacer, le dije que tenía dos minutos. Ella aceptó y la seguí al interior de su casa. Me llevó a una acogedora salita de estar y me señaló una fotografía que tenía sobre una mesa.

—Eso —me dijo—. Mire.

A primera vista, la fotografía era de una flor muy bonita, pero al mirarla con más atención vi que sobre la flor estaba posada una diminuta criatura con cuerpo, cara y alas.

Miré a la mujer y ella asintió con la cabeza.

—Es un hada, ¿verdad? —le dije, sintiendo que se me aceleraba el corazón.

—¿Qué cree usted?

A veces es mejor dejarse guiar por la intuición que pensar con la cabeza, y ésa fue una de aquellas veces. En esos momentos de mi vida estaba receptiva a todo y a cualquier cosa. A menudo tenía la impresión de que se levantaba un telón para permitirme entrar en un mundo que nadie había visto antes. Eso lo probaba. Era uno de esos grandes momentos decisivos. Lo normal para mí habría sido pedirle una taza de café y sentarme a hablar con esa mujer hasta quedar afónica. Pero mi familia me estaba esperando en el coche. No tenía tiempo para hacer preguntas. Acepté la foto sin más.

—¿Quiere una respuesta sincera o una educada? —le pregunté:

—No tiene importancia —contestó—. Con eso ya tengo su respuesta.

Antes de que me acercara a la puerta me pasó una cámara Polaroid y me hizo un gesto hacia la puerta de atrás, que conducía a un jardín muy bien cuidado. La mujer me dijo que tomara una foto de cualquiera de las plantas o flores. Para complacerla y salir pronto de allí, tomé una foto y la saqué de la cámara. A los pocos segundos apareció otra hada floral. Una parte de mí estaba asombrada, otra parte se preguntaba cuál sería el truco, y otra parte le dio las gracias a la mujer y salió a reunirse con Manny y los niños. Cuando me preguntaron qué quería la mujer, inventé una historia. Lamentablemente, cada vez eran más las cosas que no podía contar a mi familia.

Antes de dejarme en el hotel, Manny me pasó la cámara que le habían prestado, ya que era preferible que yo la llevara en el avión a que se la robaran en el motel donde pensaban pasar esa noche. Me sermoneó sobre la importancia de cuidar bien esos equipos tan caros, una monserga que yo había oído tantas veces que ya no me molestaba en escuchar.

—Prometo no tocarla —le dije a la vez que me la colgaba al hombro.

Después me reí de lo paradójico que resultaba que le prometiera no tocarla mientras me la colgaba al hombro.

En cuanto estuve a solas, me puse a pensar en las hadas. Yo conocía a las hadas por los libros que había leído cuando niña, y también les hablaba a mis plantas y flores, pero eso no quería decir que creyera en la existencia de tales seres. Por otro lado, no podía dejar de pensar en esa extraña mujer que fotografiaba a las hadas. Ésa era una prueba palpable y retadora. También lo era el hecho de que yo hubiera hecho lo mismo con una Polaroid. Si era un truco, era uno condenadamente bueno. Pero no creía yo que fuera una farsa.

Desde la visita de la señora Schwartz, sabía que no hay que descartar algo simplemente porque no se pueda explicar. Creía que todos tenemos un guía o ángel guardián que nos observa y protege. Ya fuera en los campos de batalla de Polonia, en las barracas de Maidanek o en los pasillos de los hospitales, muchas veces me había sentido guiada por algo más poderoso que yo.

Y ahora ¿hadas?

Si una persona está preparada para tener experiencias místicas, las tiene. Si está receptiva, va a tener sus encuentros espirituales.

Nadie podría haber estado más receptiva que yo cuando volví a mi habitación del hotel. Cogí la cámara que pertenecía al amigo de Manny (el fruto prohibido, ya que había prometido no tocarla) y me fui hasta una pradera a la orilla de un bosque. Encontré un lugar despejado y me senté en un montículo. El lugar me recordó el escondite secreto que tenía detrás de mi casa en Meiden. Quedaban tres fotos en el carrete de la cámara.

Tres fotos. Para la primera enfoqué la pradera con la elevada colina cubierta de árboles al fondo. Antes de tomar la segunda instantánea grité, a guisa de desafío: «Si tengo un guía y me estás escuchando, hazte visible en la siguiente foto.» Apreté el botón. La última foto no la aproveché.

De vuelta en el hotel, guardé la cámara en la maleta y olvidé el experimento. Pero unas tres semanas después el asunto de la cámara volvió a surgir. Yo regresaba de Nueva York a Chicago y tuve que correr para tomar el avión, cargada con una bolsa llena de exquisiteces para mi marido, nacido en Brooklyn: en Kuhns había comprado una docena de perritos calientes kosher, unos cuantos kilos de salami kosher y una tarta de queso estilo neoyorquino. Cuando aterrizamos, todo el avión olía a charcutería de lujo. Me precipité a casa para darle una sorpresa a Manny, que no me esperaba tan pronto esa noche, y me puse a preparar la cena. Manny llamó por teléfono para hablar con uno de los niños, pero en lugar de mostrarse contento cuando contesté yo, me dijo enfadado:

—Bueno, lo has vuelto a hacer.

—¿He vuelto a hacer qué? —No tenía idea de a qué se refería.

—La cámara.

—¿Qué cámara?

Enfadado me explicó que era la carísima cámara que le habían prestado y que él confiara a mi cuidado en Virginia.

—Seguro que la utilizaste. Mandé a revelar las fotos, y una de las últimas salió con doble exposición. Seguro que el maldito aparato está estropeado.

De súbito recordé mi experimento. Sin hacer caso de su enfado le supliqué que volviera a toda prisa a casa. Nada más entró por la puerta le pedí las fotos, como una niña impaciente.

Si no hubiera visto las fotos con mis propios ojos, jamás habría creído lo que aparecía en ellas. En la primera salía la pradera con la colina y el bosque al fondo. La segunda mostraba la misma escena, pero en el bosque del fondo estaba sobrepuesto un indio musculoso de aspecto estoico con los brazos cruzados sobre el pecho. En el momento en que tomé la foto estaba mirando a la cámara con expresión muy seria. Nada de bromas.

Me sentí eufórica, el corazón me brincaba en el pecho. Esas fotos las guardaría como un tesoro toda mi vida. Eran pruebas fehacientes. Lamentablemente en 1994 el incendio de mi casa las destruyó junto con todas mis otras fotos, diarios, revistas y libros. Pero en esos momentos las contemplé maravillada.

—O sea que es cierto —murmuré.

Dispuesto a regañarme de nuevo, Manny me preguntó qué había dicho.

—¿Ah? Nada.

Era una pena que no confiara bastante en mi marido para transmitirle toda mi emoción y entusiasmo, pero él no habría tolerado que le hiciera perder el tiempo de esa manera. Ya le costaba aceptar mis estudios sobre la vida después de la muerte. ¿Y encima hadas? Bueno, ya estaban lejanas la época de la facultad y las largas y arduas jornadas como residentes en las que nos apoyábamos mutuamente. Manny tenía cincuenta años y padecía del corazón, y lo que le interesaba era instalarse y poseer muchas cosas. Yo, en muchos sentidos estaba comenzando.

Eso sería un problema.

29. Intermediarios hacia el otro lado

Me habían prestado colaboración, pero ahora necesitaba ayuda. Había encontrado una prueba de que la vida continúa después de la muerte. También tenía fotos de hadas y guías. Me habían mostrado trozos de un mundo nuevo e inexplorado. Me sentía como el explorador que está cerca del final de su viaje. Había tierra a la vista, pero no podía llegar allí sola. Hablé con personas de mi círculo de conocidos, cada vez más amplio, diciéndoles que necesitaba alguien a quien acudir, alguien que supiera más.

En seguida se pusieron en contacto conmigo muchos «iluminados» que me propusieron todo tipo de medios para hablar con los muertos y viajar a planos superiores de conciencia. Pero yo no me entendía con ese tipo de personas. En 1976 me llamaron Jay y Martha B., una pareja de San Diego, y me prometieron presentarme a entidades espirituales. «Va a poder hablar con ellas. Se les puede hablar y ellas contestan», me dijeron.

Eso atrajo mi atención. Hablamos unas cuantas veces por teléfono y esa primavera concerté una conferencia en San Diego y fui a visitarlos.

En el aeropuerto los tres nos abrazamos como viejos amigos. Jay B., ex operario de aviación, y su esposa Martha eran más o menos de mi edad y parecían una pareja corriente de clase media. Él tenía una calva incipiente, ella era regordeta. Me llevaron a su casa en Escondido, donde habían organizado unas sesiones interesantes. Desde que el año anterior fundaran la Iglesia de la Divinidad habían reunido un grupo de seguidores de unas cien personas. La gran atracción era la capacidad de B. para servir de intermediario (o médium) con los espíritus. Un intermediario entra en un estado mental profundo, o trance, para invocar a un espíritu superior o persona sabia difunta. Las sesiones se celebraban en una sala pequeña, o «sala oscura», situada detrás de la casa.

—Lo llamamos «fenómeno de materialización» —me explicó él entusiasmado—. Sería largo y difícil contar todas las lecciones que hemos recibido hasta el momento.

¿Quién podría culparme por sentirme entusiasmada? Mi primer día allí me reuní con veinticinco personas de todas las edades y tipos en la sala oscura, un cuarto de techo muy bajo y sin ventanas. Todos nos sentamos en sillas plegables. B. me situó en la primera fila, en un puesto de honor. Después apagaron las luces y el grupo comenzó a entonar una melodía suave y rítmica que fue aumentando de volumen hasta convertirse en un sonoro cántico, que era lo que le daba a B. la energía necesaria para servir de intermediario a las entidades.

Pese a mi expectación, me mantuve escéptica, pero cuando el cántico subió de tono hasta hacerse casi eufórico, B. desapareció detrás de una pantalla. De pronto, por el lado derecho apareció una figura de una altura enorme; era como una especie de sombra aunque, comparada con la señora Schwartz, tenía más densidad y una presencia más imponente.

—Al final de la velada vais a estar asombrados, pero más confusos —dijo con voz profunda.

Yo ya lo estaba. Sentada en el borde de la silla, me sentía cautivada por su hechizo. Era increíble, pero me pregunté si no me hallaría ante el acontecimiento más importante de mi vida. Él cantó, saludó al grupo y después se dirigió hacia mí y se quedó muy cerca, erguido y gigantesco. Todo lo que hizo y dijo tenía un propósito y un significado. Me llamó Isabel, lo que al cabo de unos minutos adquiriría más sentido; después me dijo que tuviera paciencia porque mi compañero del alma estaba tratando de acudir.

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