La rueda de la vida (28 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Aunque yo no entendía las razones que guiaban esas declaraciones, aprendí a aceptarlas. Los guías sólo dan conocimiento; de mí dependía, como de cada uno de los demás, decidir la manera de utilizarlo. Hasta ese momento, eso me había beneficiado.

—Gracias, Isabel —me dijo Pedro hincando una rodilla en el suelo delante de mí—. Gracias por aceptar tu destino.

Me pregunté cuál sería ese destino.

30. La muerte no existe

Una amiga, enterada de que el trabajo se me acumulaba hasta el punto de que mis charlas estaban programadas con un año o dos de antelación, me preguntó una vez cómo organizaba mi vida, cómo tomaba las decisiones. Mi respuesta la sorprendió: «Hago lo que me parece correcto, no lo que se espera de mí.»

Eso explicaba por qué continuaba hablando con mi ex marido. «Tú te divorciaste de mí, no yo de ti», le decía. Esa actitud mía fue la que me impulsó a hacer una parada no programada en Santa Barbara cuando me dirigía a Seattle a dar una conferencia. Repentinamente me entraron deseos de hacerle una visita a una vieja amiga.

Decisiones como ésa eran de esperar en una mujer que predicaba que hay que vivir cada día como si fuera el último. Mi amiga se mostró encantada cuando la llamé por teléfono. Yo esperaba pasar una tarde agradable ante una taza de té. Pero cuando su hermana fue a recogerme al aeropuerto me dijo que había un cambio en los planes.

—¿Qué cambio?

—No quieren que te diga de qué se trata —me dijo, disculpándose.

El misterio se aclararía muy pronto. Mi amiga vivía con su marido, conocido arquitecto, en una hermosa casa estilo español. Salieron a recibirme a la puerta, me abrazaron y expresaron su alivio porque hubiera llegado. ¿Qué posibilidad había de que no llegara? Antes de que pudiera preguntarles si algo iba mal, me llevaron a la sala de estar y me instalaron en un sillón. El marido se sentó frente a mí, comenzó a mecerse y entró en trance. Yo miré a mi amiga con expresión interrogante.

—Es intermediario —me explicó.

Al oír eso me tranquilicé, pensando que la confusión se aclararía sola, así que volví la atención a su marido. Este tenía los ojos cerrados y la expresión muy seria, y cuando el espíritu se apoderó de su cuerpo pareció envejecer unos cien años.

—Logramos traerte aquí —me dijo en tono apremiante, con una voz cascada por la edad, que no era la suya—. Es importante que no dejes las cosas para más adelante. Tu trabajo con la muerte y los moribundos ha acabado. Es hora de que comiences tu segunda misión.

Nunca me había costado ningún esfuerzo el escuchar a los pacientes ni a los intermediarios de espíritus, pero a veces me llevaba más tiempo entender lo que decían.

—¿A qué se refiere con eso de mi segunda misión? —pregunté.

—Es hora de que digas al mundo que la muerte no existe —dijo.

Aunque los guías están aquí para ayudarnos a realizar nuestro destino y a cumplir las promesas que hemos hecho a Dios, protesté. Necesitaba más explicaciones. Necesitaba saber por qué me habían elegido a mí. Al fin y al cabo en todo el mundo me conocían por «la señora de la muerte y los moribundos». ¿Cómo podía dar un giro y decir al mundo que la muerte no existe?

—¿Por qué yo? —pregunté—. ¿Por qué no elegir a un pastor, un sacerdote o alguna persona similar?

El espíritu se impacientó. Rápidamente me recordó que yo había elegido mi trabajo en esta vida en la Tierra.

—Simplemente te digo que ha llegado el momento —me repitió. Me enumeró la larga serie de motivos por los que era yo y no otra persona la elegida para esta misión, aclarándolos uno a uno—: Ha de ser una persona perteneciente al campo de la medicina y la ciencia, no al de la teología ni la religión, porque éstos no han hecho su trabajo y han tenido sobradas oportunidades durante los dos mil últimos años. Ha de ser una mujer y no un hombre. Además, ha de ser alguien que no tenga miedo, que llegue a muchas personas y que con sus explicaciones les transmita la sensación de que les habla personalmente [...] Ésos son los motivos —concluyó—. Es la hora. Tienes muchísimo en que pensar.

De eso no me cabía duda. Después de tomar el té, y totalmente exhaustos física y emocionalmente, mi amiga, su marido y yo nos retirarnos a dormir. Cuando estuve sola en mi cuarto, comprendí que me habían llamado por ese motivo concreto, que nada ocurre por casualidad. Además, ¿no me había dado las gracias Pedro por aceptar mi destino? Ya en la cama, pensé qué diría Salem sobre esa misión.

No bien había pensado eso cuando sentí que había otra persona en mi cama. Abrí los ojos.

—¡Salem! —exclamé.

Estaba oscuro, pero vi que se había materializado de cintura para arriba.

—La energía es tan densa en esta casa que he conseguido materializarme por un par de minutos —me explicó.

Me maravilló que hubiera aparecido sin la ayuda de B. y eso me hizo sentirme menos dependiente de este último. Era evidente que B. ya no era el intermediario para esos momentos especiales.

—Mis felicitaciones por tu segunda misión, Isabel —añadió Salem con su voz profunda, que me era familiar—, mis mejores deseos para ti.

Antes de marcharse, me hizo un masaje en la columna y me indujo un profundo sueño.

Cuando volví a casa, reuní todos los conocimientos y experiencias que había acumulado a lo largo de los años respecto a la vida después de la muerte. No mucho tiempo después, di mi primera charla titulada «La muerte y la vida después de la muerte». Estaba tan nerviosa como la primera vez que ocupé el lugar del catedrático Margolin en el estrado. Pero la reacción fue arrolladoramente positiva, y eso me demostró que estaba en el camino correcto. Durante una charla en el Sur Profundo, cuando estábamos en la parte de preguntas y respuestas después de entrevistar a un hombre moribundo, una mujer de unos treinta años pidió la palabra.

—La suya será la última pregunta —le dije.

Ella se apresuró a coger el micrófono.

—Dígame por favor qué cree que experimenta un niño en el momento de la muerte.

Esa era la oportunidad perfecta para resumir la charla. Expliqué que, de forma similar a los adultos, los niños dejan sus cuerpos físicos igual como la mariposa sale de su capullo y pasan por las diferentes fases de vida después de la muerte que había explicado antes. Añadí que María suele ayudar cuando se trata de niños.

Con la celeridad de un rayo la mujer corrió hacia el estrado. Allí contó que una vez su hijo Peter, que estaba con gripe, tuvo una reacción alérgica a una inyección que le puso el pediatra y murió en la sala de exámenes. Mientras ella y el pediatra esperaban «una eternidad» a que llegara su marido del trabajo, Peter abrió milagrosamente sus grandes ojos castaños y le dijo:

—Mamá, he estado muerto y he estado con Jesús y María. Había tanto amor ahí que no quería volver, pero María me dijo que no había llegado mi hora. Yo no le hice caso, pero Ella me cogió la mano y me dijo: «Tienes que volver; tienes que salvar del fuego a tu mamá.»

En el momento en que María le dijo eso, Peter volvió a su cuerpo y abrió los ojos.

La madre, que contaba esta historia por primera vez desde que ocurriera, hacía trece años, explicó que vivía en un estado de angustia y depresión por saber que estaba condenada «al fuego», o, como lo interpretaba ella, «al infierno». No tenía idea por qué. Al fin y al cabo era una buena madre, buena esposa y cristiana.

—No me parece justo —exclamó—. Eso me ha arruinado la vida.

No era justo, pero yo sabía que podía librarla rápidamente de la depresión explicándole que María, igual que todos los demás seres espirituales, suele hablar simbólicamente.

—Esa es la dificultad que presentan las religiones —dije—. Las cosas se escriben para que se interpreten, y, como ocurre en muchos casos, se malinterpretan.

Le dije que se lo iba a demostrar haciéndole algunas preguntas, que debía contestar sin detenerse a pensar:

—¿Qué le habría ocurrido si María no hubiera enviado a Peter de vuelta?

—Uy, Dios mío —exclamó ella cogiéndose los cabellos—, habría sido un infierno para mí.

—¿Quiere decir que se habría quemado en el fuego?

—No, ésa es una expresión.

—¿Lo ve? ¿Comprende lo que quiso decir María cuando le dijo a Peter que tenía que salvarla del fuego?

No sólo lo comprendió ella, sino que durante los meses siguientes, a medida que aumentaba la popularidad de mis charlas y seminarios, vi que la gente aceptaba sin reparos la idea de la vida después de la muerte. ¿Por qué no? El mensaje era positivo. Innumerables personas relataban experiencias similares: todas habían dejado su cuerpo y viajado hacia una luz brillante. Se sentían inmensamente aliviadas al ver por fin confirmadas sus historias. Eso afirmaba la vida.

Pero en mi organismo se estaba acumulando el estrés producido por todos los cambios que había experimentado mi vida durante esos seis últimos meses: el divorcio, la compra de una nueva casa, el inicio del centro de curación y mis giras de conferencias por casi todo el mundo.

No me había tomado un descanso, y lógicamente estaba agotada. Después de una gira de charlas por Australia decidí por fin dedicar un tiempo a mi persona. Lo necesitaba urgentemente. En compañía de dos parejas, alquilamos una cabaña de montaña en un sitio aislado. No tenía teléfono ni servicio de correo a domicilio, y las serpientes venenosas mantenían a raya a la gente. Un paraíso.

Después de una semana en la que nos sumergimos en las tareas cotidianas de la vida rústica, como cortar leña para la cocina y el hogar, empezaba a sentirme nuevamente una persona descansada y simpática, y esperaba con ilusión quedarme allí otra semana cuando se hubieran marchado mis amigos. Entonces estaría totalmente sola, una situación perfecta. Pero la víspera del día en que debían partir mis amigos, éstos decidieron por votación quedarse a acompañarme. Me fui a acostar deprimida.

En la oscuridad, agotada y deprimida, sentí la necesidad de llorar pidiendo ayuda. Muchas personas acudían a mí para resolver sus problemas, pero ¿a quién podía acudir yo en busca de afecto y apoyo? Aunque nunca había llamado a mis espíritus fuera de Escondido, me habían prometido acudir si alguna vez los necesitaba.

—Pedro, te necesito —susurré.

Pese a la distancia entre Australia y San Diego, en menos de un instante apareció en mi cuarto de la cabaña mi espectro favorito, Pedro. Aunque él conocía mis pensamientos, de todas formas le pregunté si podía llorar sobre su hombro.

—No, no puedes hacer eso —me dijo con firmeza, apresurándose a añadir—: Pero yo sí puedo hacer algo por ti. —Estiró lentamente el brazo y me sostuvo la cabeza en la palma de su mano abierta—. Cuando me vaya lo comprenderás.

Durante unos momentos tuve la sensación de ser transportada lejos en la palma de su mano; fue la sensación más hermosa y gratificante de paz y amor que había experimentado en mi vida. Todas mis preocupaciones y angustias desaparecieron.

Sin decir ninguna palabra de despedida, Pedro se marchó silenciosamente. Yo no tenía idea de la hora, de si la noche acababa de empezar o ya se acercaba el amanecer. No importaba. En la oscuridad mis ojos se posaron sobre una estatua de madera que ocupaba el estante junto a mis libros. Era la figura de un niño cómodamente acurrucado en la palma de una mano. De pronto me embargó la misma sensación de protección, cuidado, paz y cariño que había sentido cuando Pedro me puso la mano en la cabeza, y me quedé dormida sobre un enorme cojín en el suelo.

A la mañana siguiente, cuando mis amigos me despertaron, se sorprendieron de que no me hubiera acostado en la cama, aunque comentaron que por fin tenía un aspecto relajado y descansado. No pude contarles nada de lo ocurrido durante la noche, ya que yo todavía estaba impresionada. Pero Pedro tenía razón. Lo entendí: millones de personas tenían pareja, compañeros, amantes, etcétera, pero ¿cuántas personas gozaban del consuelo y la emoción de ser transportadas en la palma de Su mano?

No, ya no volvería a quejarme ni a autocompadecerme por no tener un hombro donde llorar. En el fondo de mi corazón sabía que jamás estaba sola. Había recibido lo que necesitaba. Como me había ocurrido la noche anterior, con frecuencia había ansiado tener un compañero, un poco de amor, un abrazo o un hombro para apoyarme, algo que jamás había encontrado.

Pero recibía otros regalos, dones que pocas personas experimentaban, y si hubiera podido trocarlos me habría negado. Eso lo sabía.

A juzgar por los últimos acontecimientos, ya no tenía la menor duda de que lo mejor de la vida consiste en descubrir lo que uno ya sabe. Esto es especialmente cierto en las experiencias y poderes espirituales. Consideremos la lección que aprendí de Adele Tinning, una anciana de San Diego que llevaba setenta años hablando diariamente con Jesús. Se comunicaban a través de su sólida mesa de cocina de roble, que se levantaba y se movía en el lugar donde ella colocaba las manos, deletreando mensajes en una especie de código Morse.

Una vez que estaban mis hermanas de visita, las llevé a ver a Adele. Cuando estábamos sentadas a la mesa, que era tan pesada que las tres juntas no habríamos podido moverla aunque hubiéramos querido, Adele cerró los ojos y se echó a reír suavemente.

—Aquí está vuestra madre —dijo, abriendo sus vivos ojos castaños—. Quiere desearos un feliz cumpleaños.

Mis hermanas se quedaron absolutamente pasmadas. Ninguna de nosotras había dicho que ese día era nuestro cumpleaños.

A los pocos meses logré hacer esa proeza yo misma. Una noche, mientras preparaba ternera para la cena, mis dos invitadas, monjas de Tejas, una de ellas ciega, cogieron el coche para ir a la farmacia a hacer una compra. El trayecto de ida y vuelta normalmente lleva unos diez minutos, así que cuando pasada media hora no habían vuelto, comencé a preocuparme.

Me senté ante la mesa de la cocina a pensar qué podía hacer.

—¿Debería llamar a la policía? —pregunté en voz alta—. ¿Habrán tenido un accidente?

De pronto la mesa se movió ligeramente, se levantó y se deslizó.

—No —dijo una voz potente.

Yo di un salto tan alto que casi toqué el techo.

—¿Estoy hablando con Jesús?

Nuevamente la mesa se movió y oí la misma voz:

—Sí.

La alucinante experiencia acababa de comenzar cuando se abrió la puerta de atrás y aparecieron las monjas. Sonrieron al ver lo que estaba ocurriendo.

—Ah, ¿así que también sabes hacer lo de la mesa? —exclamó la hermana V., retirando una silla para sentarse—. Hagámoslo juntas.

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