La rueda de la vida (30 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Comencé por decirles que les hablaría de mi evolución espiritual, advirtiéndoles que necesitaría que me ayudaran para comprenderlo todo, puesto que muchas cosas superaban mi capacidad de entendimiento. En tono jocoso les confesé que no era «una de ellos», es decir, no hacía meditación, no era californiana ni vegetariana.

—Fumo, bebo café y té, en resumen, soy una persona normal. —Eso provocó una gran carcajada—. Jamás he tenido un gurú ni he visitado a un maestro —continué—, y sin embargo he tenido todas las experiencias místicas que cualquiera podría desear.

¿Qué quería decir? Que si yo podía tener esas experiencias, entonces cualquier persona podía tenerlas sin necesidad de ir al Himalaya a meditar durante años.

Cuando relaté mi primera experiencia «fuera del cuerpo», toda la sala guardó completo silencio. Terminé la charla de dos horas con un relato minucioso de las mil muertes y el posterior renacimiento que experimentara en el rancho de Monroe. El público, puesto en pie, me ovacionó. Después de los aplausos, un monje ataviado con una túnica color naranja se acercó al estrado en actitud reverente y se ofreció a aclararme algunas de las cosas que había dicho. En primer lugar, me dijo que aunque yo creía que no sabía meditar, existen muchas formas de meditación.

—Cuando está sentada junto a enfermos y niños moribundos, concentrada en ellos durante horas, está en una de las formas superiores de meditación.

Hubo más aplausos que confirmaban su opinión, pero el monje no les hizo caso ya que intentaba comunicarme otro mensaje:

—Shanti Nilaya —dijo, pronunciando lentamente cada hermosa sílaba— son palabras sánscritas que significan «el hogar definitivo de paz»; allí es donde vamos al final de nuestro viaje terrenal cuando regresamos a Dios.

«Sí —pensé yo, repitiendo las palabras que había oído en la habitación oscura hacía unos meses—, Shanti Nilaya.»

32. El hogar definitivo

Ya de vuelta en casa, estaba en el balcón acompañada por mis vecinos los B., que habían venido a tomar el té conmigo. Una cálida brisa nos acariciaba. Sintiéndome embriagada por el destino, los miré y les anuncié, en un tono algo ceremonioso, que el centro de curación se llamaría Shanti Nilaya. Les expliqué su significado: «El hogar definitivo de paz.»

Al parecer fue una buena idea. Durante el año y medio siguiente, hasta bien entrado 1978, el centro prosperó. Se cuadriplicó la asistencia a los seminarios sobre la «Vida, la muerte y la transición», que tenían una duración de cinco días en régimen de internado y cuyo objetivo era el de «promocionar la curación psíquica, física y espiritual de niños y adultos mediante la práctica del amor incondicional». Cada vez había más personas que ansiaban su desarrollo y crecimiento personal. Mi hoja informativa circulaba por todo el mundo, y yo continué con mi ritmo de trabajo siguiendo un programa de viajes que me llevaba de Alaska a Australia.

Aunque Shanti Nilaya prosperaba, su objetivo seguía siendo limitado: el crecimiento personal. En los seminarios-talleres las personas resolvían sus asuntos inconclusos, se liberaban de la rabia y amargura experimentadas en sus vidas y aprendían a vivir de una manera que las preparara para morir a cualquier edad. Es decir, sanaban, se hacían enteras, íntegras. A los seminarios asistían personas de edades comprendidas entre los veinte y los ciento cuatro años, entre las cuales había enfermos terminales, individuos con problemas afectivos o emocionales y adultos normales; muy pronto establecí también seminarios para adolescentes y niños. Cuanto antes se haga íntegra una persona, más posibilidades tiene de desarrollarse para estar sana física, emocional y espiritualmente. ¿No era eso un buen augurio para el futuro?

A las personas que acudían a mí, ya fuera en Shanti Nilaya o en mis viajes, les decía más o menos lo mismo: «La muerte no es algo que haya que temer. De hecho, puede ser la experiencia más increíble de la vida. Sólo depende de cómo se vive la vida en el presente. Y lo único que importa es el amor.»

Lo que fue muy útil para mi trabajo fue mi encuentro con un niño de nueve años con ocasión de un seminario que estaba dando en el Sur. Durante esas largas charlas, cuando notaba un bajón en mis energías, recargaba mis baterías hablando con personas del público. Vi a los padres de Dougy en la primera fila; aunque nunca había visto antes a esa pareja de aspecto agradable, la intuición me dijo que les preguntara dónde estaba su hijo.

—No sé por qué siento la necesidad de decir esto —les dije—, pero ¿por qué no habéis traído a vuestro hijo?

Sorprendidos por la pregunta, me explicaron que el niño estaba en el hospital recibiendo un tratamiento quimioterapéutico. Pero después del siguiente descanso, el padre volvió con Dougy, que tenía todo el aspecto de padecer un cáncer (delgado, pálido, calvo), pero que en todo lo demás era un típico niño estadounidense. Yo continué hablando y Dougy se dedicó a hacer un dibujo con lápices de colores. Después me regaló el dibujo. Nadie podría haberme hecho un regalo mejor.

Como la mayoría de los niños moribundos, Dougy tenía una sabiduría superior a la de un niño de su edad. A causa de sus sufrimientos físicos había desarrollado una clara comprensión de sus capacidades espirituales e intuitivas. Eso es cierto en todos los niños moribundos, y por eso insto a sus padres a hablar sinceramente con ellos acerca de la pena, la rabia y la aflicción. Lo saben todo. Una sola mirada al dibujo de Dougy me confirmó nuevamente esto.

—¿Se lo decimos? —le pregunté señalándole a sus padres.

—Sí, creo que lo pueden aceptar —contestó.

Pocos días antes los médicos les habían comunicado a los padres que a su hijo le quedaban sólo tres meses de vida, y les costaba enormemente aceptar eso. Pero por el dibujo yo podía contradecir ese pronóstico. Por lo que entendí de las imágenes que Dougy había plasmado, le quedaba bastante más tiempo de vida, posiblemente unos tres años. Su madre, emocionada y muda de alegría, me dio un abrazo. Pero yo no podía atribuirme el mérito.

—Lo único que he hecho es interpretar este dibujo —les dije—. Es vuestro hijo el que sabe estas cosas.

Lo que me gustaba de trabajar con niños era su sinceridad. Van al grano, dejando de lado todas las tonterías y falsedades. Dougy fue el exponente perfecto de esa actitud. Un día recibí una carta de él. Decía:

Querida doctora Ross:

Sólo me queda una pregunta más: ¿qué es la vida y qué es la muerte y por qué tienen que morir los niños pequeños

Besos, Dougy

Cogí unos cuantos rotuladores y escribí un colorido opúsculo en el que resumí todos mis años de trabajo con moribundos. Con palabras sencillas expliqué que la vida era un juego, semejante a lo que hace el vendaval esparciendo las semillas, que son cubiertas por la tierra y calentadas por el sol, cuyos rayos son el amor de Dios que brilla sobre nosotros. Todos tenemos una lección que aprender, una finalidad en la vida, y deseaba decirle a Dougy, que moriría tres años después y estaba tratando de comprender por qué, que él no era una excepción.

Algunas flores sólo viven unos cuantos días;
todo el mundo las admira y las quiere,
como a señales de primavera y esperanza.
Después mueren, pero ya han hecho
lo que necesitaban hacer.

Son muchos miles las personas a quienes ha ayudado esta carta. Pero el mérito es de Dougy.

Ojalá hubiera tenido una percepción igual para los problemas que se estaban creando en nuestro grupo de trabajo. A comienzos de la primavera de 1978, mientras yo estaba de viaje, algunos de los amigos que asistían regularmente a las sesiones de B. con nuestros guías-maestros descubrieron un libro titulado
The Magnificent Potential
(El magnífico potencial), escrito hacía veinte años por un hombre de la localidad llamado Lerner Hinshaw. En el libro se explicaba todo lo que B. y muchos de los guías materializados por él, aunque no todos, nos habían enseñado durante esos dos años pasados. Tan pronto como me enteré de esto, me quedé atónita y me sentí traicionada, como todos los demás.

Cuando lo interrogué, B. negó todo mal proceder y alegó que los guías le prohibían divulgar la fuente de sus conocimientos. No sirvió de nada ningún careo. Cada uno de nosotros tendría que actuar de juez y jurado. Más de la mitad del grupo abandonó las sesiones, ya que les parecía imposible volver a creer o a confiar. En cuanto a mí, no sabía qué hacer; continuamente recordaba la advertencia que me había hecho Pedro hacía unos meses: «A cada uno corresponde hacer su propia elección. El libre albedrío es el mayor regalo que recibió el hombre al nacer en el planeta Tierra.»

Al igual que yo, las personas que continuaron no querían perderse las enseñanzas increíblemente importantes de los guías, pero, ya despertadas nuestras sospechas, comenzamos a notar ciertas cosas raras en las sesiones. Los miembros recién incorporados al grupo desaparecían en la sala de atrás durante largos períodos de tiempo. Oíamos risitas y ruidos curiosos. Yo me preguntaba qué tipo de instrucciones se estarían dando allí. Entonces un día llegó a mi casa una amiga, llorando, afligida y en busca de protección contra B. Cuando finalmente se calmó, me contó que B. le había dicho que había llegado el momento de que encarara sus problemas de sexualidad. Eso la desmoronó y la indujo a huir.

No quedaba más remedio que hablar con B. y su esposa, y eso fue lo que hicimos al día siguiente en mi casa. Como en las ocasiones anteriores, él no manifestó ningún sentimiento de culpabilidad ni de remordimiento. Su esposa, aunque estaba perturbada, se había acostumbrado a ese comportamiento. Bueno, a raíz de más investigaciones, descubrí que B. tenía todo un historial de conducta inmoral, y desde ese momento impedimos que alguien estuviera a solas con él en una sala, sin vigilancia.

Pero los problemas continuaron. En la oficina de San Diego del Departamento Estatal de Defensa del Consumidor recibieron quejas, y en diciembre el personal del fiscal del distrito inició las investigaciones sobre las acusaciones de abusos sexuales. A pesar de las numerosas entrevistas, los interrogatorios no consiguieron ninguna acusación formal. Uno de los investigadores me dijo: «Todo ocurría en la oscuridad. No tenemos ninguna prueba.»

Eso nos colocaba ante un gran dilema, puesto que se nos había dicho que una entidad materializada moriría si alguien encendía la luz en su presencia, y ninguno de nosotros quería correr ese riesgo. Pero mi conflicto era grave. Si todo era una farsa, ¿cómo podían esas entidades contestar correctamente a mis preguntas, que sobrepasaban la limitada erudición de B.? ¿No habíamos visto también con nuestros propios ojos cómo se materializaba una entidad? ¿Acaso Pedro no había aumentado en doce centímetros su estatura para montar sobre un caballo de madera?

Ayudada por unos pocos amigos de confianza comencé mi propia investigación. Pero B. era muy astuto. Una vez, segundos antes de que yo encendiera una linterna, pidió disculpas y declaró terminada la sesión. Otra vez le esposamos las manos a la espalda para impedirle moverse y tocar a los participantes. De todos modos las entidades aparecieron y desaparecieron, y cuando acabó la sesión, el intermediario seguía esposado, aunque las esposas las tenía en los pies. Todos nuestros esfuerzos acababan de modo similar.

Pese a la nube negra que se cernía sobre nuestras cabezas, proseguimos nuestras sesiones vespertinas en la sala oscura. Lamentablemente, los dones de sanador de B., tan potentes en otro tiempo, disminuyeron de un modo notable, y eso sólo sirvió para aumentar la tensión del ambiente. Yo me hacía muchas preguntas. Todo lo que antes había sido unión, cariño y confianza en el grupo era ahora desconfianza y paranoia. ¿Debía retirarme? ¿Debía continuar? Tenía que encontrar la verdad.

Mientras ocurría todo esto, B. me ordenó ministra de la paz de su iglesia. Aunque yo contemplaba todo cuanto hacía B. con cierta desconfianza, aquella ceremonia fue de todos modos un acontecimiento emotivo e inolvidable. Todas las entidades aparecieron en la celebración, incluso K., que era la más imponente de todas ellas. Siempre sabíamos cuándo llegaba, pues su entrada era precedida por un extraño silencio; una vez que se ponía delante de nosotros, ataviado con una túnica larga estilo egipcio, nadie podía moverse. Yo no podía ni mover un dedo, ni siquiera un párpado.

Normalmente K. decía pocas palabras, pero esta vez declaró que mi vida era un modelo de trabajo en pro del amor y de la paz.

—Puesto que siempre has tenido el secreto deseo de ser una verdadera ministra de la paz, esta noche se harán realidad tus deseos —me dijo. Dejó que Pedro realizara el rito mientras Salem tocaba la flauta.

Unos meses después, yo estaba conversando con dos amigas en la calle cuando de pronto apareció K., a unos dos metros del suelo y apoyado en un elevado edificio. Era imposible no reconocer su hermosa túnica egipcia ni su voz sonora y clara:

—Isabel, en el río de lágrimas, da siempre las gracias por lo que tienes —me dijo. Justo antes de desaparecer, añadió—: Haz del tiempo tu amigo.

Me quedé conmocionada. ¿Más lágrimas? ¿Es que no era suficiente el sufrimiento de perder a mi familia? ¿A mis hijos? ¿Mi casa? ¿Y luego mi confianza en B.?

«Haz del tiempo tu amigo.» ¿Qué quería decir con eso? ¿Que con el tiempo se arreglarían las cosas? ¿Que simplemente tenía que esperar con paciencia?

Como se puede deducir por mis actividades, la paciencia no estaba entre mis virtudes. Tratando de vigilar a B. en todo momento, comencé a llevarlos a él y a su esposa a mis seminarios. No ocurrió nada, ni lo más mínimo. Pero un día, cuando volvíamos a casa desde Santa Barbara, su esposa y yo estuvimos esperándolo junto al coche más de una hora. Cuando llegó, no pidió disculpas ni dio ninguna explicación por el retraso. Pero sabiendo que yo estaba agotada por el seminario, puso su chaqueta en el asiento de atrás del coche y me dijo que durmiera mientras él conducía de vuelta a San Diego.

Cuando nos acercábamos a Los Ángeles, me quedé profundamente dormida. Abrí los ojos cuando ya estábamos en el camino de entrada a mi casa. De allí me fui directamente a la cama, donde continué durmiendo.

Alrededor de las tres de la mañana desperté con la sensación de estar reposando sobre un enorme globo en lugar de almohada. Moví varias veces la cabeza de lado a lado, pero esa sensación no se disipó. Medio aturdida y confundida fui a tientas hasta el cuarto de baño, encendí la luz, me miré en el espejo y casi me da un infarto. Tenía la cara totalmente desfigurada, un lado hinchado como un globo y el ojo totalmente cerrado; el otro lo podía abrir lo suficiente para verme. Era una imagen grotesca. «Pero ¿qué demonios me ha ocurrido?», exclamé en voz alta.

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