Read La ruta prohibida Online

Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (22 page)

—Collins me propuso una explicación —recuerda Demir—. Cree que hacia el noveno milenio antes de Cristo, Turquía sufrió una mini era glacial que duró quinientos años. Y que los habitantes de estas regiones, más altos que nosotros, decidieron refugiarse del frío y la nieve del exterior, excavando ciudades en las que la temperatura era constante. Como aquí, que nunca baja de los diez o doce grados.

Andrew Collins, junto a autores bien conocidos en los países anglosajones como Graham Hancock, Rand Flem-Ath o Colin Wilson, defiende que existieron civilizaciones desarrolladas mucho antes de Mesopotamia o Egipto, que se esfumaron tras la llegada de la última glaciación. Para todos ellos, aquel cambio climático de hace once o doce mil años colapsó el curso de la Historia y dio pie a leyendas como las del Diluvio —extendida entre todas las culturas del planeta— o la del hundimiento de la Atlántida. ¿Era, pues, Derinkuyu, un vestigio de alguna de esas civilizaciones prehistóricas?. ¿Era casualidad que en la región del planeta en la que nos encontrábamos hubiera florecido el mito de Shambalah, un imaginario reino subterráneo cuyos tentáculos se extienden supuestamente bajo toda Asia?.

Con el sentimiento de estar tras las huellas de un gran sueño, abandoné Derinkuyu. rumbo a otros hormigueros de la Capadocia. Ömer Demir me deseó suerte.

Más de un millón de almas

Mi siguiente parada fue Meziköy, una mísera aldea rodeada de campos de patatas, alejada de los circuitos turísticos. Parecía un pueblo fantasma.

—Ni te imaginas dónde está aquí la entrada a la ciudad subterránea —me dice Abbas Ataman divertido.

Sacudo la cabeza, atónito. Cuando nos internamos entre sus casas de adobe y techo de paja, y entramos en una de ellas, la sorpresa me petrifica. Allá dentro, en la parte posterior de un salón con suelo de barro, una rueda de piedra corta el paso a un pasillo que se interna tierra adentro. Es una «ciudad» de un solo nivel. Pero apta para que vivan no menos de trescientas personas. En Kaymakli, Tatlarin, Aksar o Kirsehir, se repiten escenas similares. Todas ellas son enormes laberintos excavados con un propósito que sigue siendo incierto para arqueólogos e historiadores.

—¿Sabe cuántas personas se calcula que pudieron acoger las ciudades subterráneas de la Capadocia, cuando funcionaban a pleno rendimiento?.

Abbas Ataman aguarda a que tome mi cuaderno de notas.

—Un millón doscientas mil. ¿No es eso un misterio en toda regla?.

Asiento. Y me prometo regresar cuando alguien encuentre una solución a este enigma.

CAPÍTULO 30

La cultura «X»

De los 510 millones de kilómetros cuadrados de superficie que tiene nuestro planeta, 361 están cubiertos por agua. Eso significa, en términos más fáciles de entender, que el 71% de la piel de la Tierra pertenece a un mundo en el que apenas hemos podido adentrarnos, y del que desconocemos buena parte de sus secretos.

Hace ya muchos años que Antonio Ribera me interesó por los misterios del mar. Por aquel entonces, quien fuera uno de los pioneros de la exploración submarina en España, amigo personal de Jacques Cousteau, buen escritor y un apasionado de los enigmas, me lo dejó bien claro:

—Ni Marte, ni egipcios, ni extraterrestres terminarán intrigándonos tanto como los tesoros que nos aguardan en el fondo marino —decía.

Y tenía razón.

Pero Antonio, que fue como un abuelo para mí, nos dejó en septiembre de 2001, sólo unos meses antes de que se publicara la investigación a la que quiero referirme en este capítulo.

En su despacho de Sant Feliu de Codines, a pocos kilómetros de Barcelona, Ribera y yo conversamos varias veces sobre esta curiosa paradoja: en tiempos de Ulises, el Mediterráneo no tenía exactamente las mismas costas que hoy, insistía. Aunque tampoco el resto de océanos del planeta. Cambios bruscos, enormes, en el perfil de las costas se han producido hasta épocas tan «recientes» como el 8000 a. J.C., causados por el progresivo derretimiento de los hielos polares. El calentamiento de nuestra atmósfera ha reducido esa inmensidad helada a sólo 27 millones de kilómetros cuadrados de superficie. Y desde el 8000 a. J.C. en adelante, los cambios, aunque menores, no han dejado de producirse.

—Piensa —decía— que todas las civilizaciones antiguas hablaron en un momento u otro de grandes islas o masas continentales que desaparecieron bajo las aguas. El mito platónico de la Atlántida, la leyenda de Lemuria y tantas otras tradiciones pudieron estar refiriéndose a un hecho cierto. Una catástrofe geológica real que modificó el perfil de las playas del mundo hace miles de años.

¿Y si tuviera razón?.

Sin duda, una de sus historias favoritas era la de la desaparición de la isla Krakatoa en 1883, en el estrecho de Sundra, entre Java y Sumatra.

—Una sola erupción volcánica la destruyó en mil pedazos. Provocó tsunamis con olas de cuarenta metros de altura, y la explosión se oyó hasta en Madagascar. Pero, ¿sabes lo más curioso? —Antonio sabia cómo mantener la atención de quien le escuchaba, acariciándose su perilla nevada. En 1928, en el mismo lugar en el que se hundió Krakatoa, volvió a emerger una isla. Hoy la llaman Anak Krakatoa, «hija de Krakatoa», y en unas décadas será tan grande como su madre. Créetelo, Javier: el mundo muta.

¡Yo le creí!.

Y hoy los expertos en paleoclimatología tampoco niegan ya esos cambios. Es más, sostienen que las alteraciones en la masa helada del planeta comenzaron a notarse por primera vez hace sesenta mil años y que no se han detenido aún.
[99]
El brusco ascenso de las aguas durante el último cambio climático global, hace ocho milenios, sepultó islas, antiguas bahías y, quizá, ciudades y hasta civilizaciones enteras. Tal vez incluso nos empujó a
nuestra
Edad de Piedra, sumergiendo para siempre esa mítica Edad de Oro de la que hablan todas las tradiciones.

¿Y por qué no?.

¿Acaso esa hipótesis no explicaría de un modo convincente por qué existen más de un centenar de leyendas que hablan de un Diluvio Universal en los cuatro rincones del planeta?. ¿No serán esos mitos los últimos recuerdos de un tiempo anterior al origen oficial de nuestra civilización?.

El caso del Mediterráneo es aún más excepcional si cabe. Glenn Milne, profesor del Departamento de Geología de la Universidad de Durham, trabaja desde 1970 en un programa informático capaz de recrear el modo en el que han ido cambiando las costas de la Tierra desde hace veintidós mil años. Él llama a su trabajo «mapas de inundación», y al aplicarlos al
Mare Nostrum
se ha llevado una verdadera sorpresa: este pequeño mar fue protagonista de grandes alteraciones en sus costas que comenzaron a sucederse hace unos dieciocho mil trescientos años. El estrecho de Gibraltar era aún más sucinto que hoy; Córcega y Cerdeña formaban una sola isla, y Malta tenía entre 8 y 12 kilómetros más de anchura. Al iniciarse el deshielo de Europa, una enorme masa de agua se derramó sobre el Mediterráneo. Gibraltar fue incapaz de drenarla al Atlántico, y el
Mare Nostrum
subió ¡hasta 60 metros de nivel!.

¿En qué afectó esa catástrofe a la humanidad?.

Para la mayoría de historiadores, en casi nada. Sin embargo, una cada vez más creciente comunidad de investigadores cree que antes del 10000 a. J.C. existieron una o varias civilizaciones avanzadas en las costas mediterráneas, que se perdieron para siempre bajo las aguas.

Según esos especialistas, a los que entrevisté antes de escribir
En busca de la Edad de Oro
, al subir bruscamente el nivel del mar decenas de núcleos urbanos desaparecieron, devolviendo a la humanidad a la época de las cavernas. De repente, las descripciones de Hesíodo en
Los trabajos y los días
, y las de Ovidio en sus
Metamorfosis
, cobraban un realismo inesperado: esa Edad de Oro de la humanidad que los dioses del Olimpo decidieron barrer de la Historia con una gran inundación no fue un simple mito.

Ahora bien, ¿sabemos dónde están hoy esas ciudades sumergidas?. ¿Podríamos, con el concurso de la moderna tecnología, descubrir ese fabuloso legado olvidado y rescatar una parte fundamental de nuestro pasado?.

Un romántico en Malta

En el año 2002 un escritor capitaneó en solitario la titánica aventura de encontrar los hipotéticos restos sumergidos de esa Edad de Oro. Como si fuera un moderno Schilemann detrás de su particular Troya, ese hombre decidió peinar los océanos allá donde las leyendas hablaban de ciudades sumergidas. Sus cálculos de que al menos un cinco por ciento de la superficie terrestre de hace diez milenios se encuentra hoy bajo el mar le ofrecían casi 25 millones de kilómetros cuadrados que explorar en todo el planeta
[100]
. Fue así como Graham Hancock se propuso rastrear una porción de los mares del globo equivalente a China y Europa juntas…

A Graham lo conocí en la isla canaria de Tenerife. Llevaba meses rodando una serie para Channel 4 en el Reino Unido en la que expondría los resultados de su romántica búsqueda de ruinas submarinas. Antes de calzarse las bombonas de oxígeno no sabia mucho de ellas, aunque aquel escocés de mirada transparente e ideas fijas estaba seguro de algo: los pueblos de la Edad de Oro estuvieron obsesionados con las estrellas y transmitieron parte de su saber a las civilizaciones que surgieron tras su desaparición. Según él, eso fue lo que ocurrió en la India, Egipto, Centroamérica, las islas megalíticas mediterráneas y China. Y en sus costas se proponía encontrar las ruinas de esos ancestros olvidados.

Tras Tenerife, Hancock puso rumbo a Cádiz siguiendo los «mapas de inundación» de Milne. Gracias a ellos supo que en el Mediterráneo las áreas más afectadas por la crecida de las aguas se redujeron al estrecho de Gibraltar, las costas de Málaga y Almería, el mar Adriático, Malta, Cerdeña y Sicilia. Él y su esposa Santha Faiia terminaron buceando en todas, pero sólo uno de esos puntos les llamó la atención más que el resto: el pequeño archipiélago de Malta. Curiosamente, esas islas —sobre todo la mayor, que da nombre al conjunto— acogen los monumentos megalíticos más antiguos del mundo, El templo de Tarxien y su hipogeo de Hal Saflieni han sido datados entre el 3100 y el 2500 a. J.C. A las ruinas de Gigantija, que conservan bloques de hasta 5 metros de alzada y 15 toneladas de peso o más, se las sitúa entre el 5600 y el 3,600 a. J.C. Y los expertos más cautos admiten que los primeros asentamientos humanos en Malta se produjeron hace la friolera de siete mil doscientos años.

Ahora sabemos que tal vez se quedaron cortos en sus cálculos.

Malta es, de hecho, todo un misterio, y esas dataciones son hoy más que discutibles. Todas descansan sobre el ya descrito método del carbono-14 que se ha aplicado a los pocos vestigios orgánicos hallados junto a las piedras. Sin embargo, seguimos sin tener pruebas definitivas de que los monumentos no estuvieran allí mucho antes que los huesos y cerámicas datados. Es como si hoy quisiéramos fechar San Pedro del Vaticano aplicando el método del carbono-14 a los restos mortales de, por ejemplo, la tumba de Pío IX.

—Lo único que podría convencer a los científicos de su error de datación en Malta —me explicaba Hancock en uno de nuestros encuentros en San Marino, al norte de Milán— es que localizáramos un templo megalítico similar a los conocidos, pero bajo el agua, construido antes de que la última glaciación hiciera subir el nivel del Mediterráneo. ¡Eso no dejaría lugar a dudas!.

Pero Hancock se equivocaba.

En enero de 1994 un buceador llamado Scicluna había dado ya con un lugar así.
[101]
Su hallazgo, sin embargo, fue ignorado tanto por la comunidad científica como por la prensa, y hasta julio de 1999 nadie volvió a hablar de él. Un súbdito alemán, Hubert Zeitlmair, lo reubicó con la ayuda de dos buceadores locales, marcó sus coordenadas exactas con su GPS e hizo públicas imágenes de ese recinto muy poco después. Mostraban grandes bloques de piedra, incisiones rectilíneas en el suelo a modo de «raíles» y hasta agujeros que asemejaban bocas de pozo, de indudable manufactura humana.

El problema de Zeitlmair fue presentarse como un apasionado de las civilizaciones desaparecidas, un «cazador de la Atlántida», y sin las credenciales académicas adecuadas. Este economista aficionado a la arqueología cometió, además, el error de declararse seguidor de las ideas de Zecharia Sitchin, un escritor neoyorquino que desde hace años defiende que seres extraterrestres visitaron la Tierra en la más remota antigüedad. Y con esa carta de presentación el desinterés de los arqueólogos malteses estuvo asegurado.

Yo no tuve tantos prejuicios como ellos. Por eso, en diciembre de 1999 busqué la oportunidad para entrevistarme con Zeitlmair en Cerdeña. Lo encontré sumido en la desesperación. Tenia imágenes submarinas de un templo en las aguas de Malta, ¡y nadie le hacía caso!.

—He descubierto que los veintitrés templos megalíticos que existen en la costa de Malta imitan posiciones de cuerpos del sistema solar —me dijo—. Y he averiguado la posición de un nuevo recinto sumergido gracias a que sus constructores lo ajustaron también a esa regla. ¿Por qué las autoridades no me escuchan?.
[102]

Intrigado por esos comentarios, Graham Hancock visitó Malta aquel mismo año y más tarde, en junio de 2000. Tras numerosas inmersiones infructuosas, Santha y él terminaron por localizar gradas, arcos y hasta unas escaleras que no conducían a ninguna parte, y que eran, indudablemente, partes de una antigua construcción.

De regreso al Reino Unido, y de nuevo gracias a los «mapas de inundación» de Glenn Milne, Hancock pudo incluso fechar esas estructuras entre quince y dieciocho mil años de antigüedad,
[103]
y se sumó a la menos extravagante de las ideas de su gula Zeitlmair:

—Este templo sumergido —nos dijo— nos está diciendo que la Era de los Megalitos debe ser datada de nuevo, retrasada hasta hace trece mil años por lo menos.

Pero ¿qué cultura habitaba el Mediterráneo hace tanto tiempo?. ¿Quién fue capaz de levantar templos prodigiosos como los de Malta?. Y aún más, ¿qué les llevó a orientarlos a posiciones estelares tan remotas?.

Es curioso: si estas preguntas se hubieran realizado en el siglo XIX, el arqueólogo maltés G. G. de Vase hubiera respondido, sin dudar, que tras esos enigmas se escondía el recuerdo de la Atlántida. Zeitlmair era, Pues, un hombre con ideas de otro tiempo. Para él, así como para autores como Joseph Bosco en 1922 o Anton Mifsud en 2000, Malta era lo que aún quedaba emergido de la mítica isla hundida a la que se refirió Platón en su
Timeo
[104]
.

Other books

A Family Forever by Helen Scott Taylor
SH Medical 08 - The Baby Dilemma by Diamond, Jacqueline
The Galaxy Game by Karen Lord
Patient Zero by Jonathan Maberry
Teresa Medeiros by Touch of Enchantment
The Last Ember by Daniel Levin
The Dig by Michael Siemsen