La saga de Cugel (18 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La señora Soldinck había observado con interés toda la maniobra. Finalmente preguntó:

—¿Quién gobernaba esa nave?

—Parecían comerciantes de la isla Sarpent —dijo Cugel—. Mala gente, por lo que se dice. En el futuro eludiremos todas esas naves.

La señora Soldinck no hizo ningún comentario, y Cugel meditó en solitario sobre aquel nuevo misterio: ¿cómo había conseguido Soldinck alcanzarles tan rápido?

Con la llegada de la oscuridad, Cugel cambió el rumbo, y la nave perseguidora se perdió en el horizonte, a popa. Cugel dijo a la señora Soldinck:

—Por la mañana estarán a diez leguas fuera de rumbo. —Se volvió para ir abajo… El resplandor de una luz en la linterna de popa llamó su atención.

Cugel lanzó un grito de rabia y apagó la luz. Se volvió furioso hacia la señora Soldinck.

—¿Por qué no me dijisteis que habíais encendido la luz?

La señora Soldinck se encogió indiferente de hombros.

—En primer lugar, nunca lo preguntasteis.

—¿Y en segundo lugar?

—Es prudente tener una luz encendida cuando se está en el mar. Ésa es la regla de la precaución marinera.

—A bordo del
Galante
es innecesario encender las luces a menos que yo lo ordene.

—Como digáis.

Cugel palmeó la escalabra.

—Mantened el rumbo actual durante una hora, luego girad al sur.

—¡Poco aconsejable! ¡Trágicamente poco aconsejable!

Cugel descendió a la cubierta central y permaneció acodado en la barandilla hasta que el suave resonar de unas campanillas de plata le avisaron que la cena estaba preparada. Esta noche era servida en la cabina de popa, en una mesa con un mantel blanco de lino.

La comida era adecuada a las expectativas de Cugel, y así lo informó a Tabazinth, que aquella noche estaba de servicio nocturno.

—Quizá haya un poco de exceso de hinojo en la salsa del pescado —observó—. Y al segundo servicio de vino, me refiero al Montrachio blanco, le falta todavía un año para que esté en su punto. De todos modos, en conjunto, poco puede reprocharse, y espero que lo informes así a la cocina.

—¿Ahora? preguntó Tabazinth con modestia.

—No necesariamente —dijo Cugel—. ¿Por qué no mañana?

—Creo que seguirá siendo pronto.

—Exacto. Tenemos nuestros propios asuntos que discutir. Pero primero —Cugel miró por la portilla de popa—, como había esperado, esa astuta y loca mujer ha encendido de nuevo la linterna. No puedo imaginar lo que tiene en mente. ¿De qué sirve tener encendido un gran faro en popa? No estamos yendo hacia atrás.

—Probablemente quiere advertir a esa otra nave que nos está siguiendo tan de cerca.

—Las posibilidades de colisión son pequeñas. Quiero evitar llamar la atención, no atraerla.

Todo va bien, Cugel. No tenéis que preocuparos. Tabazinth se acercó a él y apoyó las manos sobre sus hombros—. ¿Os gusta la forma de mi peinado? Me he puesto un perfume especial; se llama «Tanjence», que es el nombre de una hermosa mujer de leyenda.

Tu pelo es encantador hasta el punto de distraer; el perfume es sublime; pero tengo que subir y arreglar las cosas con tu madre.

Tabazinth intentó retenerle con sonrisas y mohines.

—Oh, Cugel, ¿cómo puedo creer en vuestros halagos si al primer pretexto salís huyendo? Quedaos conmigo; mostradme exactamente cuál es vuestro interés! Dejad que la pobre vieja se ocupe de su timón.

Cugel la apartó a un lado.

—¡Controla tus entusiasmos, hermosa muñequita! ¡Sólo estaré fuera un instante, y luego seguiremos!

Cugel salió precipitadamente de la cabina, subió a la cubierta de popa. Como había temido, la linterna ardía con una luz deslumbrante. Sin pararse a censurar a la señora Soldinck, Cugel no sólo extinguió la luz, sino que quitó el cristal reflectante y los lumenex y lo arrojó todo al mar.

Luego se dirigió a la señora Soldinck.

—Habéis presenciado mi último acto de tolerancia. Si vuelve a aparecer una luz en este barco, no va a gustaros lo que ocurrirá a continuación.

La señora Soldinck contuvo altaneramente su lengua, tras una inspección final de la escalabra, Cugel regresó a su cabina. Después de más vino y varias horas de escarceos con Tabazinth, se quedó profundamente dormido y no regresó a la cubierta de popa aquella noche.

Por la mañana, al sentarse parpadeando a la luz del sol, sintió de nuevo aquella extraña sensación de desplazamiento que le había turbado en otras ocasiones anteriores. Salió a la cubierta de popa, donde Salasser estaba al timón. Cugel fue a mirar la escalabra; la uña apuntaba directamente al sur.

Cugel regresó a la cubierta central e inspeccionó los gusanos; se movían lánguidos a medio cebo, aparentemente sanos salvo lo que parecía ser un poco de cansancio y un asomo de timpe en el animal trasero de babor.

Hoy habría trabajo en las plataformas, del que solamente se libraría la encargada del servicio de noche.

Pasó un día, luego otro: para Cugel un tiempo de tranquilidad y disfrute del aire marino, la espléndida cocina y las atenciones del servicio nocturno. La única fuente de intranquilidad era aquellos extraños desplazamientos en el tiempo y el espacio que ahora creía que no eran más que episodios de «déja vu».

La mañana que Tabazinth le sirvió el desayuno en la cubierta de popa, su ágape se vio interrumpido por el avistamiento de un pequeño barco de pesca. Más allá, al sudoeste, Cugel divisó la imprecisa línea costera de una isla, que estudió perplejo. ¿«Déja vu» de nuevo?

Cugel se hizo cargo del timón y viró para pasar cerca del barco de pesca, tripulado por un hombre y dos muchachos. Mientras pasaban en ángulo recto junto a su quilla, Cugel fue a la barandilla y llamó a los pescadores.

—¡Hola! ¿Qué isla es ésa de ahí?

El pescador miró a Cugel como miraría a un tonto.

—Lausicaa, como deberías saber muy bien. Si yo estuviera en tus zapatos, daría un amplio rodeo.

Cugel miró hacia la isla con la boca muy abierta. ¿Lausicaa? ¿Cómo era posible, a menos que hubiera intervenido la magia?

Cugel se dirigió confuso a la escalabra; todo parecía en orden. ¡Sorprendente! Habían partido hacia el sur; ahora habían regresado al norte, ¡y debían haber cambiado el rumbo o trazado un círculo en torno al lugar del que habían salido!

Cugel hizo virar el barco hacia el este, y Lausicaa se desvaneció en el horizonte. Luego cambió el curso de nuevo, y enfiló otra vez al sur.

La señora Soldinck, a su lado, frunció disgustada los labios.

—¿De nuevo al sur? ¿No os he advertido de los peligros del sur?

—¡Directos al sur! Ni un ápice al este, ni una fracción de un ápice al este. ¡El sur es nuestra dirección! ¡El norte a popa, y el sur a proa!

—¡Es una locura! —murmuró la señora Soldinck.

—¿Una locura? ¡En absoluto! ¡Estoy tan cuerdo como vos! Admito que este viaje me ha desconcertado en algunos momentos. Soy incapaz de explicar nuestra aproximación a Lausicaa desde el norte. ¡Es como si hubiéramos completado una circunnavegación!

—Iucounu el Mago ha puesto un conjuro sobre el barco para salvaguardar su cargamento. Esta es la hipótesis más razonable, y otro motivo para poner rumbo a Port Perdusz.

—Descartado —dijo Cugel—. Voy abajo a pensar. Informad de cualquier circunstancia extraordinaria.

—Se está alzando viento —dijo la señora Soldinck—. Puede que tengamos tormenta.

Cugel se dirigió a la borda, y era cierto: una ligera brisa procedente del noroeste rizaba la negra superficie del mar.

—El viento permitirá que los gusanos descansen —dijo Cugel—. ¡No puedo imaginar por qué parecen tan faltos de energías! Drofo insistiría que se han esforzado demasiado, pero yo sé que no.

Descendió a la cubierta central y dejó caer la vela y fijó las puntas. La vela de seda azul se hinchó con la brisa, y el agua burbujeó junto al casco.

Cugel dispuso una confortable silla allá donde podía apoyar los pies en la barandilla y, con una botella de Rozpagnola blanco en el regazo, se dedicó a observar a Meadhre y Tabazinth mientras se ocupaban de un incipiente caso de gangue en el gusano de atrás de babor.

Transcurrió la tarde, y Cugel se adormeció al suave movimiento del barco. Despertó para descubrir que la ligera brisa se había hecho más intensa, de modo que el barco se movía más enérgicamente, alzándose y hundiéndose rítmicamente a proa y dejando una apreciable estela en la popa.

Salasser, de servicio nocturno, le sirvió té en una taza de plata acompañado de una selección de pastas pequeñas, que Cugel consumió sintiéndose anormalmente abstraído.

Por fin se levantó de su silla y se dirigió hacia la cubierta de popa. Halló a la señora Soldinck de un humor lúgubre.

—El viento no es bueno —le dijo—. Será mejor que retiréis la vela.

Cugel rechazó su consejo.

—El viento sopla magníficamente en nuestro rumbo, y los gusanos pueden descansar.

—Los gusanos no necesitan descansar —restalló la señora Soldinck—. Con la vela empujando el barco, no puedo mantener el rumbo como desearía.

Cugel señaló la escalabra.

—¡Directos al sur! ¡Ese es el rumbo que debéis mantener! ¡La uña señala la dirección!

La señora Soldinck no tenía nada más que decir, y Cugel abandonó la cubierta de popa.

Atardecía. Cugel se dirigió a proa y se detuvo debajo de la linterna, como Drofo acostumbraba a hacer. Este anochecer el cielo occidental era espectacular, con una larga hilera de cirros cubriendo de jirones escarlatas el cielo azul oscuro. En el horizonte, el sol vacilaba y se demoraba, como reluctante de abandonar el mundo de la luz diurna. Una fea corona verdeazulada adornaba el borde del globo: un fenómeno que Cugel no había observado nunca antes. Una herida purpúrea en la superficie del sol parecía pulsar, como el orificio de un pólipo: ¿un portento?… Cugel empezó a darse la vuelta, luego, golpeado por un pensamiento repentino, miró a la linterna.

El cristal reflector y los lumenex, que Cugel había retirado de la linterna de popa, no estaban tampoco allí,

Parecía, pensó Cugel, como si fértiles mentes trabajaran duramente a bordo del
Galante
. De todos modos, se dijo a sí mismo, es conmigo con quien tienen que luchar, y no me conocen como Cugel el Astuto por nada.

Siguió en la proa durante unos minutos más. En la cubierta de popa, las tres muchachas y la señora Soldinck bebían té y miraban a Cugel de reojo. Cugel apoyó un brazo en el poste de la linterna, creando una
Galante
silueta contra el cielo del ocaso. Las altas nubes mostraban ahora el color de sangre seca, y eran claramente las precursoras del viento. Sería juicioso reducir un poco la vela.

La luz del atardecer murió. Cugel meditó en los extraños acontecimientos del viaje. Navegar hacia el sur durante todo el día y despertar a la mañana siguiente en aguas mucho más al norte que el punto de inicio del día anterior: era una secuencia innatural… ¿Qué explicación plausible, aparte la magia, existía? ¿Un torbellino oceánico? ¿Una escalabra retrógrada?

Una conjetura siguió a la otra en la mente de Cugel, cada una más improbable que la anterior. Ante una idea particularmente ridícula se detuvo para lanzar una sardónica risa antes de rechazarla con todas las demás teorías más plausibles… Se detuvo en seco y volvió a revisar la idea, puesto que, por extraña que pareciera, la teoría encajaba exactamente con todos los hechos.

Excepto en un único aspecto crucial.

La teoría descansaba sobre la premisa de que la capacidad mental de Cugel era de bajo grado. Cugel rió de nuevo, pero más incómodo esta vez, y finalmente dejó de reír.

Los misterios y paradojas del viaje quedaban ahora iluminados. Parecía que la innata caballerosidad y el sentido de la decencia de Cugel habían sido explotadas desde un principio, volviendo contra él su fácil confianza en los demás. ¡Pero ahora el juego iba a cambiar!

Un tintinear de campanillas de plata anunció el servicio de su cena. Cugel se demoró un momento para echar una última mirada al horizonte. La brisa estaba soplando con mayor fuerza y levantando pequeñas olas que lamían los costados del
Galante
.

Cugel caminó lentamente a popa. Subió a la cubierta de popa, donde la señora Soldinck acababa de entrar de guardia. Cugel le dedicó una seca inclinación de cabeza, que ella ignoró. Miró a la escalabra; la uña señalaba «Sur». Cugel fue a la barandilla de popa y miró casualmente a la linterna. El cristal reflector no estaba en su sitio, lo cual no demostraba nada. Cugel dijo a la señora Soldinck:

—Una buena brisa permitirá que los gusanos descansen.

—Es posible.

—El rumbo es sur, recto y seguro.

La señora Soldinck no se dignó contestar. Cugel descendió a cenar. Los platos, servidos por la encargada del servicio nocturno Salasser, que Cugel hallaba no menos encantadora que sus hermanas, superaban en todos los aspectos sus estándares críticos. Esta noche la muchacha había peinado su pelo al estilo de los coribantes spansianos, y llevaba una sencilla túnica blanca atada a la cintura por una cuerda dorada…, un atuendo que resaltaba de forma magnífica su esbelta figura. De las tres muchachas, Salasser era la que probablemente poseía la inteligencia más refinada, y su conversación, aunque a veces desconcertante, impresionaba a Cugel por su frescura y sutileza.

Salasser sirvió a Cugel el postre: una tarta de cinco sabores. Mientras Cugel consumía aquella delicadeza, Salasser empezó a quitarle los zapatos.

Cugel retiró los pies.

—Por el momento seguiré calzado.

Salasser alzó las cejas, sorprendida. Normalmente Cugel estaba ansioso por buscar las comodidades de la cama tan pronto como había terminado su postre.

Esta noche Cugel apartó a un lado la tarta a medio terminar. Saltó en pie, salió a toda prisa de la cabina y trepó a la cubierta de popa, donde halló a la señora Soldinck en el acto de encender la linterna.

—¡Creo que me expresé muy claramente al respecto! —dijo Cugel con furia. Tendió la mano hacia la linterna y, pese al grito de protesta de la señora Soldinck, retiró las partes que le permitían funcionar y las arrojó lejos a la oscuridad.

Descendió de nuevo a la cabina.

—Ahora —le dijo a Salasser— puedes quitarme los zapatos.

Una hora más tarde Cugel saltó de la cama y se envolvió en su bata. Salasser se alzó de rodillas.

—¿Adónde vais? Había pensado en algo innovador,

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