Read La saga de Cugel Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La saga de Cugel (39 page)

—¡Nunca ha dormido tan tranquilo! ¡Vamos arriba!

—Pulsó el bulbo; el estrado se estremeció y crujió y flotó hacia arriba por un oscuro pozo que se abrió sobre ellos. Al fin emergieron por la válvula de esencia constrictiva por la que Cugel había penetrado en su caída. Inmediatamente un resplandor de luz escarlata inundó el pozo, y un momento más tarde el estrado se deslizaba al nivel del altar del templo de Phampoun y se inmovilizaba.

—Ahora mi saco de terces —dijo Cugel—. ¿Dónde lo dejé exactamente? Creo que un poco más allá. ¡Observa! A través de los grandes arcos puedes ver la plaza principal de Lumarth, y ésos son la Gente Amable yendo a sus asuntos. ¿Cuál es tu opinión sobre todo esto?

—De lo más interesante, aunque no estoy familiarizado con estas vistas tan extensas. De hecho, casi siento vértigo. ¿Cuál es la fuente de este salvaje resplandor rojo?

—Es la luz de nuestro viejo sol, que se encamina en estos momentos hacia el ocaso.

—No me atrae. Por favor, apresúrate; empiezo a sentirme intranquilo.

—Iré rápido —dijo Cugel.

El sol poniente envió un haz de luz a través del portal, que fue a incidir directamente sobre el altar. Cugel, saltando detrás del masivo sillón, retiró de golpe los dos discos que protegían los ojos de Phampoun, y las lechosas órbitas resplandecieron a la luz solar.

Por un instante Phampoun permaneció quieto. Sus músculos se contrajeron, sus piernas se agitaron, abrió mucho la boca y emitió un sonido explosivo: un chirriante grito que propulsó a Pulsifer fuera de su boca y lo mantuvo vibrando como una bandera al viento. Phampoun saltó del altar y cayó despatarrado y rodó por el suelo del templo, sin cesar en sus cataclismicos gritos. Se puso en pie de un salto y, golpeando atronadoramente las losas del suelo con sus grandes pies, saltó de un lado para otro y finalmente atravesó las paredes de piedra como si fuesen de papel, mientras la Gente Amable de la plaza miraba petrificada.

Cugel, tomando los dos sacos de oro, salió del templo por una entrada lateral. Por un momento observó a Phampoun corriendo a toda velocidad por la plaza, gritando y agitando los brazos hacia el sol. Pulsifer, agarrado desesperadamente a un par de colmillos, intentaba dirigir al enloquecido demonio que, ignorando todo freno, corría hacia el este a través de la ciudad, pisoteando árboles y reventando casas como si no existieran.

Cugel bajó a paso rápido hacia el Isk y se abrió camino hasta uno de los muelles. Seleccionó un esquife de buenas proporciones, equipado con mástil, vela y remos, y se preparó para subir a bordo. Una chalana se acerco al muelle desde río arriba, empujada vigorosamente por la pértiga manejada por un hombre corpulento con las ropas hechas jirones. Cugel se volvió de espaldas, fingiendo un interés casual en el paisaje, hasta el momento de poder abordar el esquife sin atraer la atención.

La chalana tocó el muelle; su ocupante trepó a tierra firme por una escalerilla de cuerda.

Cugel siguió mirando hacia el otro lado del agua, fingiendo indiferencia a todo excepto al paisaje fluvial.

El hombre, jadeando y gruñendo, se detuvo de pronto. Cugel captó su intensa inspección; finalmente se volvió, y se halló contemplando el congestionado rostro de Huruska, el nolde de Gundar, aunque apenas era reconocible a causa de las picaduras que Huruska había sufrido de los insectos de las marismas de Lallo.

Huruska miró larga y duramente a Cugel.

—¡Ésta es la más gratificante de las ocasiones! —exclamó con voz ronca—. Temía que nunca volviéramos a encontrarnos. ¿Y qué llevas en esos sacos de cuero?

—Arrancó uno de los sacos de manos de Cugel—. Oro, por el peso. ¡Tu profecía se ha visto totalmente cumplida! ¡Primero honores y un viaje fluvial, y ahora la riqueza y la venganza! ¡Prepárate a morir!

—¡Un momento! —exclamó Cugel—. ¡Has olvidado amarrar como corresponde la chalana! ¡Esto es conducta desordenada!

Huruska se volvió para mirar, y Cugel lo empujó al agua desde el muelle.

Maldiciendo y espumeando, Huruska chapoteó hacia la orilla mientras Cugel luchaba con los nudos de las amarras del esquife. Finalmente consiguió soltar la cuerda; acercó el esquife mientras Huruska llegaba por el muelle cargando como un toro. Cugel no tuvo otra elección más que abandonar su oro, saltar al esquife, empujarlo lejos de la orilla y empezar a utilizar los remos mientras Huruska, en tierra, agitaba furiosamente los brazos hacia él.

Pensativo, Cugel izó la vela; el viento lo empujó río abajo doblando una curva. Su última visión de Lumarth, a la muriente luz del atardecer, incluía los bajos y lustrosos domos de los templos de los demonios y la oscura silueta de Huruska de pie en el muelle. A lo lejos aún podían oírse los gritos de Phampoun, junto con el ocasional desmoronar de ladrillos.

2
El Saco de Sueños

El río Isk, a partir de Lumarth, avanzaba formando grandes curvas a través de la llanura de las Flores Rojas, en dirección sur. Durante seis apacibles días, Cugel navegó en su esquife siguiendo la corriente del caudaloso río, deteniéndose por la noche en una u otra de las posadas que se alineaban en las orillas.

Al séptimo día el río giró hacia el oeste, y cruzó con erráticos meandros y giros esa región de espiras de roca y boscosos montecillos conocida como el Chaim.

El viento soplaba, cuando lo hacia, en ráfagas impredecibles, y Cugel, arriando la vela, se contentó con derivar al impulso de la corriente, guiando la embarcación con ocasionales golpes de remo.

Los poblados de la llanura habían quedado atrás; la región estaba deshabitada. Viendo las ruinosas tumbas a lo largo de las orillas, los bosquecillos de cipreses y tejos, las susurradas conversaciones que oía subrepticiamente por las noches, Cugel se alegró de viajar por el río en vez de a pie, y salió del Chaim Púrpura con gran alivio.

En el poblado de Troon, el río desembocaba en las marismas de Tsombol, y Cugel vendió el esquife por diez terces. Para llenar un poco su bolsa se empleó con el carnicero del lugar, y tuvo que realizar las tareas más desagradables del negocio. De todos modos, la paga no era mala, y Cugel hizo de tripas corazón y se conformó con sus indignas tareas. Su trabajo fue tan concienzudo que fue llamado para preparar el festín que debía ser servido en un importante festival religioso.

Por inadvertencia, o por las tensiones de las circunstancias, Cugel utilizó dos animales sagrados para la preparación de su ragú especial. A medio banquete fue descubierto el error, y Cugel tuvo que abandonar el pueblo a toda prisa.

Tras permanecer oculto toda la noche tras el matadero para eludir a la histérica multitud, Cugel echó a andar a paso veloz a través de las marismas de Tsombol.

El camino las cruzaba de una forma indirecta, serpenteando por entre turberas y charcas de agua estancada, siguiendo el trazado de una antigua carretera, y doblando así la longitud del trayecto. Un viento del norte barrió la oscuridad del cielo, de modo que el paisaje era apreciable en toda su claridad. A Cugel no le gustó en absoluto la vista, especialmente cuando, al mirar al frente, descubrió a lo lejos un pelgrane dejándose arrastrar por el viento.

A medida que avanzaba la tarde cesó el viento, dejando una quietud innatural por toda las marismas. Desde detrás de los montecillos de hierbas, los welkins de agua llamaban a Cugel, utilizando la dulce voz de doncellas en desgracia:

—¡Cugel, oh Cugel! ¿Por qué viajas tan aprisa? ¡Ven a mi morada y peina mi hermoso pelo!

Y:

—¡Cugel, oh Cugel! ¿Adónde vas? ¡Llévame contigo, para compartir tus alegres aventuras!

Y:

—¡Cugel, amado Cugel! El día está muriendo; el año toca a su fin. ¡Ven a visitarme tras el montículo, y nos consolaremos sin freno el uno al otro!

Cugel se limitó a acelerar el paso, ansioso por encontrar un refugio donde pasar la noche.

Mientras el sol temblaba al borde de las marismas de Tsombol, Cugel llegó a una pequeña posada, resguardada tras cinco robles de siniestro aspecto. Se alojó allí aquella noche, agradecido, y el posadero le sirvió una aceptable cena de hierbas estofadas, chambergos al ast, pastel de sésamo y espesa cerveza de bardana.

Mientras Cugel comía, el posadero se plantó ante él con las manos en las caderas.

—Veo por vuestro modo de comportaros que sois un caballero de alta cuna; sin embargo, cruzáis a pie las marismas de Tsombol como un campesino. Me asombra la incongruencia.

—Es fácil explicarla —dijo Cugel—. Me considero el único hombre honesto en un mundo de truhanes y bandidos, exceptuada la actual compañía. En estas condiciones, es difícil acumular riqueza.

El posadero se tironeó la barbilla y se fue. Cuando volvió para servirle a Cugel el postre, se detuvo el tiempo suficiente para decir:

—Vuestras dificultades han despertado mi simpatía. Esta noche reflexionaré sobre el asunto.

El posadero cumplió su palabra. Por la mañana, después de que Cugel hubiera terminado su desayuno, lo llevó al establo y le mostró un gran animal de color pardo con poderosas patas traseras y una empenachada cola, embridado y ensillado ya para la marcha.

—Es lo menos que puedo hacer por vos —dijo el posadero—. Os venderé este animal por un precio simbólico. De acuerdo, carece de elegancia, y de hecho es un híbrido de dounge y de felukhary. Pero avanza a buen paso; se alimenta de desechos poco caros, y es famoso por su terca lealtad.

Cugel se retiró educadamente unos pasos.

—Aprecio tu altruismo, pero para un animal así cualquier precio es excesivo. Observa las llagas en la base de su cola, el eccema a lo largo de su lomo y, a menos que esté muy equivocado, le falta un ojo. Además, su olor no es en absoluto el que debería ser.

—¡Bagatelas! —exclamó el posadero—. ¿Deseáis una montura en la que podáis confiar para cruzar la llanura de las Piedras Erectas o un accesorio para vuestra vanidad? El animal puede ser vuestro por unos simples treinta terces.

Cugel retrocedió, asombrado.

—¿Cuando un espléndido wheriot cambalese se vende por veinte? ¡Mi querido amigo, tu generosidad sobrepasa mi capacidad de pagar!

El rostro del posadero sólo expresaba paciencia.

—Aquí, en mitad de las marismas de Tsombol, no podríais comprar ni siquiera el olor de un wheriot muerto.

—Dejémonos de eufemismos —dijo Cugel—. Tu precio es un ultraje.

Por un instante el rostro del posadero perdió su actitud amable, y dijo con voz gruñente:

—Todas las personas a las que vendo esta montura se aprovechan del mismo modo de mi generosidad.

Cugel se sintió asombrado por la observación. No obstante, notando la duda del otro, aprovechó la ventaja.

—Pese a más de una docena de recelos, te ofrezco unos generosos doce terces.

—¡Hecho! —exclamó el posadero, antes casi de que Cugel hubiera terminado de hablar—. Os repito, descubriréis que el animal es absolutamente leal, incluso más allá de vuestras expectativas.

Cugel pagó los doce terces y montó en la bestia. El posadero le despidió amablemente.

—¡Espero que gocéis de un seguro y cómodo viaje!

—¡Que tus empresas prosperen! —replicó Cugel del mismo modo.

A fin de efectuar una partida a lo grande, Cugel intentó que el animal diera una cabriola tirando de las riendas, pero la montura se limitó a cocear un par de veces el suelo y echó a andar hacia el camino.

Cugel cabalgó cómodo durante un par de kilómetros, y durante dos kilómetros más, y teniendo en cuenta todos los elementos se sintió favorablemente impresionado por su adquisición.

—Lástima que el animal camine con este paso cansino; veamos si puede acelerarlo un poco.

Agitó las riendas; la montura apresuró el paso, convirtiéndolo casi en un trote corto, con la cola arqueada y la cabeza muy alta.

Cugel clavó los talones en los flancos del animal.

—¡Más aprisa! ¡Veamos como galopas!

El animal saltó hacia delante con gran energía, y la brisa agitó la capa de Cugel chasqueando a sus espaldas.

Un enorme roble se alzaba junto a una curva del camino: un objeto que el animal parecía identificar como punto de orientación. Incrementó su velocidad, para detenerse luego de pronto y alzar sus cuartos traseros, arrojando así a Cugel por encima de su cabeza a la zanja de la cuneta. Cuando Cugel consiguió volver tambaleante al camino, descubrió que el animal galopaba tranquilamente cruzando la marisma, en la dirección general de la posada.

—Una leal bestia, en efecto —gruñó Cugel—. Es inquebrantablemente fiel a las comodidades de su establo. Encontró su sombrero de terciopelo verde, se lo encasquetó de nuevo en la cabeza, y echó a andar hacia el sur, siguiendo el camino.

A última hora de la tarde llegó a un poblado formado por una docena de chozas de barro y habitado por gente baja, rechoncha y de largos brazos, que se distinguía particularmente por sus grandes mechones de pelo encalado.

Cugel observó la altura del sol, luego examinó el terreno que tenía delante, que se extendía en una deprimente sucesión de matorrales y de charcas hasta donde alcanzaba la vista. Haciendo de tripas corazón, se acercó a la mayor y más pretenciosa de las chozas.

El dueño de la casa estaba sentado a un lado sobre un banco, encalando el pelo de uno de sus hijos en mechones que partían del centro de su cabeza como los pétalos de un crisantemo blanco, mientras otros niños jugaban cerca en el barro.

—Buenas tardes —dijo Cugel—. ¿Puedes proporcionarme comida y alojamiento para esta noche? Naturalmente, te pagaré lo que sea justo.

—Me sentiré privilegiado haciéndolo —respondió el dueño de la casa—. Esta es la choza más cómoda de Samsetiska, y yo soy conocido por mi colección de anécdotas. ¿Quieres ver el lugar?

—Me gustaría descansar una hora en mi habitación antes de darme un baño caliente.

Su anfitrión hinchó los carrillos, se limpió la cal de las manos e hizo un gesto a Cugel para que entrase en la choza. Señaló un montón de cañas a un lado de la estancia.

—Esta es tu cama; échate durante el tiempo que quieras. En cuanto al baño, las charcas de la marisma están infestadas de threkloides y gusanos alambre, y no te las recomiendo.

—En este caso me pasaré sin él —dijo Cugel—. De todos modos, no he comido nada desde el desayuno, y me gustaría cenar lo más pronto posible.

—Mi esposa ha ido a ver las trampas de la marisma —dijo su anfitrión—. Es prematuro hablar de la cena hasta que sepamos lo que trae de vuelta.

Other books

Unforgettable by Meryl Sawyer
A Touch Too Much by Chris Lange
Somerset by Leila Meacham
A Gate at the Stairs by Lorrie Moore
Larceny and Old Lace by Tamar Myers
Six of One by Joann Spears
(5/10) Sea Change by Parker, Robert B.