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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (4 page)

- O sea que si quisieras matar a un enemigo le podrías servir miel venenosa… -reflexionó Tolomeo.
- Sí, desde luego, aunque no sé qué cantidad sería suficiente para matarlo. A lo mejor tendría que comer mucha.
Echamos a andar por el camino de grava, bordeado por pulcros arriates de plantas.
- He dispuesto todas las venenosas a la izquierda -dijo Olimpo. Se detuvo delante de unas plantas de peludas hojas lobuladas, de aproximadamente un pie de altura. En el extremo de los tallos se veían unos capullos con los pétalos fuertemente enrollados-. ¿Sabéis lo que es eso? -nos preguntó.
- Una de esas hierbas que crecen en los prados -contesté-. A veces la he visto en las grietas de los muros.
- Es el beleño negro -dijo Olimpo con semblante satisfecho-. Puede matar en pocos minutos, y en medio de fuertes dolores. Pero en pequeñas dosis creo que incluso podría ser medicinal. Me parece que es útil para detener los vómitos, aunque no hay manera de controlar su potencia. Seguramente el veneno varía entre las distintas plantas, y en las hojas no hay la misma cantidad que en las raíces. Lo mismo te puede inducir a cantar, a bailar y a hablar con personas imaginarias que adormecerte y provocarte unos sueños muy reales en los que vuelas o te conviertes en un animal. Después sobreviene la muerte. No se puede predecir.
- ¿Y si sólo la tocas? -pregunté.
Me miró sonriendo.
- Yo siempre me pongo guantes. -Siguió bajando por el camino y nos señaló unas flores blancas en forma de estrella que oscilaban en lo alto de unos delicados tallos. Parecían azucenas en miniatura-. Esto se llama «excremento de paloma».
- Qué nombre tan feo para una flor tan bonita -dije yo.
- Toda ella es venenosa, pero sobre todo los bulbos -explicó Olimpo-. Se pueden triturar y disfrazar de harina para cocer una hermosa hogaza de pan. Cierto que resulta un poco más amarga, pero se la podría untar con miel de rosa de Jericó para mejorar el sabor y hacerla más apetecible -añadió, soltando una carcajada.
- ¿Qué ocurre si te la comes? -preguntó Tolomeo.
- Lo primero que notas es que te falta la respiración -contestó Olimpo-. Después empiezas a jadear… y después te mueres.
- ¿Todo en cuestión de unos minutos? -preguntó Tolomeo-. Pues entonces no es lo que me pasa a mí, aunque tengo dificultades para respirar.
- No -se limitó a contestar Olimpo, haciendo un esfuerzo para tomarlo aparentemente a broma-. Aquí no hay enemigos que te puedan poner una hogaza envenenada en el plato.
- ¡Mira! ¿Qué es eso? -preguntó Tolomeo, entusiasmado, señalando un arriate de frondosas plantas rematadas por unas inflorescencias de delicadas flores blancas. Las plantas le llegaban casi hasta la cintura.
Olimpo permaneció orgullosamente de pie junto a ellas, casi en actitud paternal. Sí, ya era hora de que se casara y tuviera hijos a los que cuidar en lugar de dedicar tanta atención a las plantas.
- Veo que sabes elegir las plantas más ilustres. Ésta es nada menos que la cicuta, que acabó con la vida de Sócrates.
- ¡Cicuta! -La miré fascinada. Los tallos rematados por las flores blancas y las hojas caídas ofrecían un aspecto muy agradable-. ¿Qué ocurre si te la bebes? -pregunté.
- Bueno, no hace falta bebería, aunque se puede preparar un brebaje. Tiene un olor característico a orina de ratón. -Pareció que la cosa le hacía gracia-. Las hojas se pueden usar también para preparar una sabrosa ensalada. Los síntomas tardan un poco en aparecer. Tendrías la oportunidad de terminarte cortésmente la comida en compañía.
- ¿Y qué se nota? -preguntó Tolomeo.
- Bueno, se ha descrito un gradual debilitamiento de los músculos y una creciente parálisis. Pero la mente se conserva lúcida.
- ¿Es doloroso? -pregunté. No me parecía una mala manera de morir.
- Sí, por desgracia. Mientras los músculos se mueren, gritan de dolor.
- Dime, Olimpo… ¿hay alguna manera relativamente indolora de morir? Por envenenamiento, quiero decir -pregunté.
Reflexionó un instante.
- No se me ocurre ninguna. El cuerpo no quiere morir, sobre todo cuando goza de perfecta salud hasta el momento de tomar el veneno. Por eso lucha. Muchos venenos producen varios efectos y dan lugar a distintos síntomas.
- Pero qué ocurre con la cicuta -volvió a preguntar Tolomeo-. ¿Cuánto tarda en hacer efecto?
- El tiempo suficiente como para poder pronunciar memorables discursos en el lecho de muerte, tal como hizo Sócrates. Por eso la suelen elegir los escritores, los poetas y los filósofos. -Olimpo hizo una pausa-. Pero la cicuta no es totalmente perjudicial. En pequeñas cantidades se puede usar para aliviar los dolores del pecho y el asma. Como es natural, hay que ser muy valiente para probarla.
- O estar muy desesperado -dije yo.
- El veneno y la medicina están estrechamente relacionados. De hecho, el término griego
pharmakon
sirve para designar ambas cosas. ¿Y quién se atrevería a negar que el veneno puede ser el mejor remedio cuando la vida se convierte en una enfermedad?
Recordé el «método romano» de empalarse en una espada. No cabía duda de que el veneno era más civilizado. Los romanos me parecían excesivamente aficionados al suicidio. No era necesario que sufrieran un grave revés para que tomaran la espada o se cortaran las venas.
- Muy cierto -dije yo-. Pero ahora dejemos estos venenos y enséñanos la otra parte del jardín, la de las plantas que curan.
Tolomeo hizo una mueca.
- ¡Qué aburrimiento! -exclamó sin prestar demasiada atención a los arriates de plantas medicinales… el ajenjo, la alheña, el láudano, el tragacanto, el jengibre, los árboles balsámicos, el áloe y el estoraque.
- Y aquí está el rincón del jardín donde crecen las plantas que poseen ambas propiedades, como la coloquíntida -dijo Olimpo señalando una enredadera del suelo, que acababa de florecer y estaba llena de minúsculas calabacitas-. El fruto se usa en pequeñas cantidades para matar insectos o provocar el aborto. En grandes cantidades provoca una muerte dolorosa.
- Por favor, no la uses con nosotros -le dijo Tolomeo.
- Y aquí está la famosa y mítica mandrágora -dijo Olimpo señalando una planta de hojas carnosas y arrugadas que irradiaban desde un tallo central, con unas flores de color morado en medio-. La manzana del amor. Despierta el deseo en su víctima… o tal vez su beneficiario -añadió entre risas-. Por si fuera poco, favorece la concepción. Pero en grandes dosis produce estupor, ejerce un efecto purgante y causa la muerte. Por desgracia no se puede mezclar con vino, por lo cual un seductor puede ofrecerle vino a su amada pero él no debe tomarlo, pues de lo contrario su elixir de amor se convertiría en un brebaje mortal.
- Creo que su raíz tiene una curiosa característica -dije.
- Sí, tiene forma de falo -contestó Olimpo-. Y al parecer grita cuando se la arranca de la tierra.
- ¿Dices que tiene forma de falo? -pregunté sin poder reprimir la risa-. Pues yo jamás he oído gritar a ninguno.
Olimpo se turbó profundamente y Tolomeo se puso colorado como un tomate. Después ambos estallaron en una sonora carcajada.
- Eso podría ser una divertida escena de una comedia griega -dijo finalmente Olimpo.
Los tres decidimos abandonar el jardín. Eché un último vistazo a la mandrágora, tan inocentemente echada en el suelo, y me volví a reír sin poderlo evitar.
Por la noche cené tranquilamente en mis aposentos con Carmiana, Iras, Tolomeo y el pequeño Cesarión, el cual ya estaba aprendiendo las buenas maneras en la mesa.
- Como rey que serás algún día, tendrás que soportar muchos banquetes -le dije, remetiéndole una servilleta en el cuello de la túnica. Los banquetes no eran el menos oneroso de los deberes de un monarca. ¿De cuántas maneras se podían cocinar y presentar las ostras y cuántas exclamaciones de deleite podía uno lanzar a lo largo de toda una vida?-. Y ahora te tienes que reclinar así…
La luz ya estaba muriendo y los criados encendieron las lámparas de aceite. Experimentaba una especie de desgana y una sensación de decepción. En cierto modo me sentía una extraña en mi propio palacio. Roma había cambiado mi visión del mundo; lo que antes me parecía suficiente e independiente, ahora se me antojaba aislado, abandonado.
«Pero eso es una tontería -pensé-. No estamos abandonados en absoluto… miles de navíos pasan por nuestro puerto y aquí convergen mercaderías de todo el mundo antes de proseguir su viaje. Seda, vidrio, papiros, mármol, mosaicos, medicamentos, especias, objetos de metal, alfombras, piezas de alfarería… todo se canaliza a través de Alejandría, el mayor emporio comercial del mundo.»
Pero aun así me parecía demasiado tranquilo. A lo mejor la vida normal se me antojaba tranquila porque estaba acostumbrada a una sucesión constante de intrigas, golpes de mano, asesinatos y revoluciones desde que tenía once años.
«¿No es un milagro que ahora estés sentada aquí como reina indiscutible de un Egipto independiente, cenando tranquilamente con los tuyos? -Yo misma me hacía reproches, como si fuera un severo preceptor hablando con sus alumnos-. ¿No es un milagro también que puedas decirle de verdad a Tolomeo que no hay pan envenenado en su mesa? Tu país está en paz, se muestra satisfecho y goza de prosperidad. ¿Qué más podría pedir un gobernante? ¿Hubo alguna vez alguien que empezara la vida con menos probabilidades de terminarla que tú?»
- … la planta de la mandrágora.
Los demás llevaban toda la cena conversando, y yo no había oído ni una sola palabra de lo que decían.
- ¿Por qué hablas sola? -me preguntó Tolomeo-. Veo que mueves los labios. ¡Y no nos escuchas!
- Mi mente aún está un poco extraviada -reconocí-.
En
cierto modo todavía me parece que me encuentro a bordo de aquel barco.
Carmiana me dirigió una mirada comprensiva. Sabía a qué me refería y no era nada relacionado con las olas ni con el temblor de las piernas al caminar en tierra firme después de tanto tiempo de permanecer en un barco.
- ¡Yo creía que te alegrarías de haber abandonado aquel maloliente trasto! -me replicó Tolomeo-. Y ahora cuéntales lo de la mandrágora, y lo de aquella planta de florecitas peludas que te obliga a retorcerte hasta que quedas convertido en un nudo gordiano.
- Le han llamado mucho la atención las plantas venenosas del jardín de Olimpo -expliqué-. Las medicinales no le han interesado. Y eso del nudo gordiano te lo acabas de inventar tú. ¡Olimpo no lo ha dicho!
- Bueno, pero hubiera tenido que decirlo. -Tolomeo picó un poco de comida-. Todo eso me hace perder el apetito.
- Tenemos que recuperar a los catadores de comida -dije. Nuestros fieles catadores de comida se habían retirado. Era una ocupación exasperante y nadie se dedicaba a ella durante mucho tiempo. Cuando regresaban a sus ciudades natales solían dar rienda suelta a sus impulsos alimenticios y se pasaban día y noche comiendo todo lo que les apetecía.
- Sí, mi señora -dijo Iras-. Hay que hacer muchas cosas ahora que has vuelto definitivamente.
«He vuelto definitivamente.» ¿Por qué razón el mundo entero e incluso mi maravilloso reino se me antojaban tan desolados? Todas aquellas personas congregadas a mi alrededor buscaban en mí algún tipo de fortaleza y amparo. Y yo se lo proporcionaría, confiando en que jamás supieran lo desamparada que realmente se sentía aquella que los amparaba.
Después de la cena le pedí a Mardo que se reuniera conmigo. Necesitaba hablar con él en privado. Me alegré tanto de verle cuando entró en mi cámara que casi estuve a punto de echarme a reír. Había adquirido una gran corpulencia, como ya he mencionado, y no tardaría en ofrecer el aspecto típico de todos los eunucos. Por más que yo lo sintiera, no podía hacer nada. No podía prohibirle que comiera para evitar que engordara. Y supongo que las delicias culinarias habían sido una forma de recompensarse a sí mismo por la tensión de tener que soportar el peso del gobierno a lo largo de dos años. Por lo menos podía tener la certeza de que no se había recompensado, como tantos ministros, robándome mi tesoro.
- Mi querido Mardo, no sabes cuánto me alegro de tener un ministro como tú. Pocos gobernantes tienen esta suerte.
Su rostro ancho y cuadrado se iluminó con una sonrisa.
- Considero un honor haber asumido semejante responsabilidad, y la he soportado de buen grado. No obstante… -tomó asiento, obedeciendo a mi invitación-, tu regreso es un alivio. -Se alisó los pliegues de la túnica y agitó los pies calzados con unas sandalias adornadas con incrustaciones de piedras preciosas-. Un nuevo estilo recién llegado de Siria -me explicó-. El mercader tuvo que ceder un par en concepto de derechos de aduana -añadió, esbozando una picara sonrisa.
- Te sientan muy bien -dije. Mardo no necesitaba unas suelas más gruesas, porque era muy alto. ¡Pobre Octavio, ser más bajo que un eunuco egipcio!-. Y la túnica… ¿los flecos también son un nuevo estilo?
En Oriente las modas experimentaban cambios constantes.
- Se llevaban mucho al año pasado. En realidad dicen que los flecos proceden de la Partia. ¡Pero nosotros no queremos reconocerlo, claro!
- Me he quedado tan anticuada como una vieja canción -dije con asombro-. Tendré que renovar mi vestuario.
- Supongo que será una tarea muy agradable.
- Mucho más agradable que examinar los informes y los sumarios, y que reunirme con todos los nuevos embajadores.
- Por eso eres una buena reina, porque tienes la fortaleza necesaria para resistirlo -dijo Mardo.
- Mardo, necesito saber qué opiniones ha merecido mi ausencia.
Confiaba en que fuera sincero conmigo.
- ¿En palacio? Pues…
- No, no en palacio. En Alejandría y en todo Egipto. Sé que tú siempre tienes una oreja pegada al suelo y que tu familia está en Menfis. ¿Qué pensaba la gente?
- Se preguntaba si volverías -contestó sin andarse con rodeos-. Pensaban… temían que te quedaras en Roma y que éste fuera el precio de la independencia de Egipto.
- ¿Que César me mantendría prisionera, quieres decir?
Me miró horrorizado.

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