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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (5 page)

- No, por supuesto que no, pero que haría falta controlar y ablandar al voluble Senado, lo cual no se puede hacer desde lejos.
- ¿Y qué pensaron de mi relación, de mi matrimonio con César?
Mardo se encogió de hombros.
- Ya conoces a los egipcios, y también a los griegos. Son muy prácticos. Se sintieron orgullosos de que hubieras elegido a un vencedor y no a un derrotado de las guerras civiles.
Sí, eran los romanos los que estaban obsesionados con la moralidad. La gente de más edad de Oriente era más sabia.
- Por lo menos no tengo que luchar contra eso. No te puedes imaginar, Mardo, lo que significa vivir dos años entre gente que sólo se dedica a juzgar, dar lecciones de moralidad, echar reprimendas y condenar. ¡Allí en Roma hay otras cosas que son tan grises y opresivas como el tiempo!
Hasta que no lo hube formulado con palabras, no pude darme cuenta por entero de lo mucho que pesaba aquel manto de condenas. El hecho de haberme librado de él hizo que de repente la cabeza me empezara a dar vueltas.
- ¡Bah! -dijo, haciendo una mueca-. Bueno, ahora ya has vuelto a un lugar donde te comprendemos y apreciamos. ¡Bienvenida a casa!
A casa… pero ¿por qué me resultaba todo tan extraño?
- Gracias, Mardo. La eché de menos en todo momento durante mi ausencia.
Mardo hizo una pausa, como si no supiera si añadir algo más o no. Al final lo hizo.
- Debo decirte sin embargo que ahora que las cosas han cambiado, algunos dirán que tu política ha sido un fracaso y que tus esfuerzos no han obtenido ningún resultado duradero para Egipto. Todo se desvaneció en los Idus de marzo, y volvemos a estar en el mismo sitio que estábamos antes de que César viniera a Egipto. ¿Quién nos podrá garantizar ahora nuestra independencia?
- Yo la garantizaré -dije, aunque tenía la sensación de haber ascendido a una gigantesca cadena montañosa para encontrarme no en una fértil llanura sino delante de otra cadena no menos gigantesca. Un segundo ascenso hubiera sido casi inimaginable. Y además había otra cosa-. Mardo, tengo que comunicarte lo que he descubierto durante la travesía. Estoy embarazada. Habrá otro Cesarión, un pequeño César.
Arqueó las cejas.
- Eso alterará una vez más el equilibrio político. ¿Cómo te las arreglas para influir en las personas y las tierras desde tan lejos? Tienes una magia especial.
- Dudo que eso cambie las cosas en Roma. César no mencionó a Cesarión en su testamento, y éste tendrá menos derechos aún.
- No estés tan segura. Yo que tú procuraría proteger bien a Cesarión. Las bromas con Tolomeo a propósito de las plantas venenosas tienen mucha gracia, pero es a Cesarión a quien algunos tendrían razones para matar.
Sentí un escalofrío. Era cierto. Tanto si se mencionaba en el testamento de César como si no, el mundo estaba enterado de la existencia de su hijo. Mi propio padre era un hijo ilegítimo. El bastardo real, la perpetua amenaza, no era sólo una figura habitual de los relatos y los poemas sino que muy a menudo alcanzaba el trono.
¿Sería Octavio capaz de cometer un asesinato? Parecía muy melindroso y respetuoso de la ley pero…
- Al no haber dejado ningún heredero romano, César ha dejado cuatro pretendientes a su nombre. El hijo adoptivo Octavio, su primo Marco Antonio, sucesor natural de su legado político y militar, Cesarión, su hijo natural nacido de una extranjera, y ahora otro. -Mardo hizo una pausa-. Pero además tiene otro heredero, la muchedumbre, el pueblo de Roma. Era al pueblo a quien él se dirigía, el pueblo al que ha legado su villa y sus jardines. No lo excluyas de tus cálculos políticos. El pueblo y no el Senado romano decidirá si César tiene que ser un dios.
- Yo no deseo que mis hijos hereden las intrigas de Roma. Me hubiera gustado que conocieran a su padre cuando fueran mayores. Y me gustaría tener algo suyo, aparte de este colgante. -Lo tomé para mostrárselo a Mardo-. Es una joya de su familia. Pero me hubiera gustado que también me diera algo para Cesarión.
- Bueno, le bastará con ir a cualquier foro o templo del mundo romano para ver una estatua de su padre. Lo van a convertir en dios, fíjate bien en lo que te digo. Y después habrá bustos, estatuillas y broches, que se podrán adquirir a todos los mercachifles y mercaderes desde Gades a Ecbatana.
- ¡Mi querido e irrefrenable Mardo! ¡Hasta podrá hacer una colección! -dije mientras las lágrimas de la risa me asomaban a los ojos al imaginarme un estante lleno de estatuas de César de todas las formas y tamaños. Habría musculosos y desnudos Césares griegos, Césares sirios de grandes ojos y solemnes ropajes, Césares del desierto montados en camellos, Césares faraónicos y Césares galos vestidos con pieles de lobo. Me sostuve los costados con las manos mientras me doblaba de risa. Cuando al final pude recuperar el aliento, añadí-: Oh, Mardo, es la primera vez que me río de buena gana desde que… -Sacudí la cabeza-. Gracias.
Mardo se enjugó los ojos.
- Puesto que todo pasa por Alejandría, piensa en los derechos de aduana. ¡Lo aprovecharemos para ir a la última moda!
35
Era un claro día de junio. Soplaba una suave brisa y toda Alejandría parecía una aguamarina engarzada en plata cuyo refulgente brillo me obligaba a protegerme los ojos.
Hoy se iba a colocar en el suelo de la sala de los banquetes el mosaico que César me había regalado. No me había fallado la memoria; cuando lo vi por primera vez pensé que tenía exactamente los mismos colores que el mar de Alejandría, y era cierto.
La figura de Venus surgiendo de la espuma del mar era tan hermosa que todas las mujeres mortales parecían toscas y decepcionantes comparadas con ella.
Lancé un suspiro. ¿Qué se proponía el arte, inspirarnos o deprimirnos? El hecho de que ninguna mujer viviente pudiera acercarse jamás a semejante perfección, ¿tenía que estimularme a acercarme al máximo a mi propia perfección, o simplemente servía para acentuar todos mis defectos?
Aquel día, en medio de la luz esplendorosa y de la fresca brisa de la mañana, me sentí inspirada por ella. En otros tiempos me había sentido recién creada, como surgida del mar y con deseos de permanecer en la orilla para exigir mi herencia y mi destino. ¿Volvería alguna vez a sentir lo mismo?
Su dorado cabello se ondulaba en zarcillos sobre unos hombros tan magistralmente representados que se podían ver incluso los músculos y las delicadas redondeces de la carne.
«¿Cuántos años tienes? -le pregunté mentalmente-. ¿Cincuenta años? ¿Cien? Ahora serías muy distinta si fueras de carne en lugar de piedra. Así engaña el arte a la verdad.»
- Recuerdo cuando te hicieron el regalo. -La ronca voz de Carmiana a mi espalda me sobresaltó.
El ruido de los cinceles de los obreros había ahogado sus pisadas.
- Es impresionante, ¿verdad? -Ambas contemplamos a Venus con envidia-. Tú te pareces más a ella que yo -le dije-. Tienes su mismo color de cabello.
- Nadie se parece a ella -dijo Carmiana-. Por eso ejerce tanto poder.
Carmiana poseía un encanto semejante al de Venus. Los hombres la miraban como mancebos enamorados, incluso los viejos escribas.
- Carmiana -le dije-, creo que tendrías que pensar en casarte, lo cual no significa que no puedas seguir a mi servicio. No puedo por menos que compadecerme del hombre que podría ser tu marido pero que no lo es, porque tú pasas de largo por su lado.
Soltó una seductora carcajada.
- Yo también lo he estado pensando -confesó-, pero aún no he encontrado a ningún mortal. Mira, de la misma manera que Venus hace que la mayoría de las mujeres no satisfaga plenamente las aspiraciones de los hombres, Apolo hace que los hombres no satisfagan enteramente a las mujeres. Me gustaría encontrar a alguien que se pareciera a las estatuas de Apolo y… ¿tú has visto alguno por aquí?
Sí, pensé: Octavio. Pero, a diferencia de una estatua, él hablaba, se movía y revelaba unos rasgos muy desagradables.
- Últimamente, no.
- ¿Pero lo has visto alguna vez? -insistió en preguntarme.
- Probablemente no -le aseguré para que no pensara que me callaba a alguno-, pero a partir de ahora lo buscaré con más interés.
Nos encontrábamos de pie en las gradas del palacio que bajaban directamente al puerto real privado. Por encima de nuestras cabezas volaban las gaviotas, cuya blancura destacaba contra el azul del cielo.
- Vamos a dar un paseo en barca -dije de repente. Hacía demasiado buen tiempo para quedarnos encerradas en casa-. No, nada de navegación a vela, algo más lánguido donde podamos tendernos y contemplar los colores del cielo y del mar.
Tenía toda suerte de embarcaciones entre las que poder escoger: una barcaza de placer, una pequeña embarcación de vela, una balsa con toldo, una reproducción de las embarcaciones faraónicas. Disfrutaba en el agua gracias a mi fuerza de voluntad, tal vez el rasgo más característico y valioso de mi personalidad. La voluntad puede ser útil cuando el talento, la inspiración e incluso la suerte nos abandonan. Pero cuando la voluntad nos abandona, estamos realmente perdidos.
Carmiana lo estaba deseando.
- Nunca he estado en la barcaza faraónica -indicó-. Esa que tiene un capullo de flor de loto en la proa.
- Pues entonces subiremos a ésa.
Bajamos por las anchas gradas de mármol suavemente curvadas, parecidas a las de un teatro construido de cara al mar. A través de las claras y cristalinas aguas de abajo vi las rocas y las llamativas anémonas del fondo. Las olas rompían a lo lejos contra la base del Faro, arrojando al aire unas columnas de rocío marino tan altas y claras como plumas de avestruz.
«Tengo que encargar un mosaico gemelo del de Venus -decidí en aquel momento-. Deberá reproducir exactamente la escena que estoy contemplando ahora, y el azul del mar tendrá que ser idéntico. Deberá representar el puerto de Alejandría en un hermoso día estival.»
Las embarcaciones estaban permanentemente preparadas, de modo que no hubo que esperar mientras el capitán llevaba a cabo los últimos ajustes en la barcaza faraónica. Carmiana subió por la decorada plancha y saltó a la cubierta.
- Oh -exclamó asombrada-. ¿Será verdad lo que ven mis ojos?
Me acerqué a ella.
- Si te refieres a si la madera es madera auténtica y el oro es oro auténtico, sí, es verdad.
- Quería decir simplemente que todo eso es maravilloso, en el sentido más sincero de la palabra.
- Está destinada a satisfacer a un faraón. Me han asegurado que navegaban de esta manera. -Efectivamente, se reclinaban sobre almohadones en el resguardado pabellón de madera de cedro de la cubierta; les daban aire con abanicos de largo mango cuajados de joyas, en caso de que no soplara el viento, y ellos acariciaban con sus manos las barandillas de pan de oro-. Ven -dije, acompañándola al pabellón, donde enseguida nos recostamos sobre los almohadones.
Un esclavo vestido con la faldita, el collar y el tocado de los tiempos antiguos apareció como surgido de un sueño para servirnos unas bebidas frías.
Los remeros impulsaron silenciosamente la barcaza con sus remos de punta de plata y la embarcación se meció suavemente sobre las cálidas aguas.
El mar… el mar era la grandeza de Alejandría. Traía las riquezas del mundo a nuestra puerta y nos otorgaba poder. Tendría que reconstruir inmediatamente nuestra flota. Tal y como estaban las cosas, no hubiéramos podido defendernos más que con las legiones romanas que César había estacionado allí. Pero si se fueran, o se volvieran contra nosotros obedeciendo las órdenes de algún amo romano, uno de los asesinos quizá…
El hecho de que la esplendorosa luz del día no estuviera garantizada hacía que ésta resultara más tentadora que nunca.
Mi espíritu se elevó por primera vez aquel día, pero al anochecer, como un pájaro que regresara a su árbol, descendió en picado y volvió a caer.
Incluso cuando mi mente estaba ocupada con las sumas y las restas, siempre acechaba lo «otro», aquella melancolía, justo más allá del alcance de mi vista. No lamenté por tanto que un sirviente me anunciara la llegada de Epafrodito para discutir conmigo un asunto. Era un alivio que alguien me interrumpiera.
Se deshizo en disculpas por lo intempestivo de la hora.
- No importa -le dije, apartando a un lado mis pergaminos-. Estaba trabajando, como puedes ver. Las horas de trabajo nunca cesan. Y esta noche es un buen momento para eso.
Fuera, en la cálida noche alejandrina, había gente paseando por las calles, cantando, riendo o bebiendo mientras su reina permanecía encerrada en una estancia con sus libros mayores.
- Pues entonces somos iguales -dijo Epafrodito sonriendo-. Mi mujer no es partidaria de que trabaje tanto, aunque goza con el fruto de mi esfuerzo.
Era la primera vez que se permitía hacer un comentario de carácter personal. O sea que estaba casado. ¿Tendría hijos? Prefería esperar a que él me lo dijera.
- Ya tengo los informes definitivos sobre el contenido de los tres nuevos almacenes que se han construido para sustituir los que fueron devastados por el incendio. Hemos colocado estantes más estrechos para que no quede nada escondido en los inventarios. Y para que de esta manera también se pueda controlar más fácilmente la presencia de ratones.
Me entregó orgullosamente los documentos.
Esperé. Me parecía un poco raro que hubiera acudido a verme a semejante hora de la noche simplemente para entregarme aquellos informes. Me los hubiera podido enviar en cualquier momento por medio de un mensajero.
- También quería comunicarte algo que he averiguado a través del capitán de uno de los barcos que hoy han arribado al puerto.
O sea que no me había equivocado.
- ¿Sí?
- No se trata de nada oficial, son cosas que este hombre ha oído decir. Pero según parece los asesinos han tenido que abandonar Roma. Nadie sabe adonde irán. El heredero de César ha llegado a Roma para reclamar la herencia, pero Antonio lo ha rechazado. Dicen que Antonio lo ha tratado con descortesía y que ha intentando atemorizarlo para que se vaya, porque no quiere que se sepa que se ha gastado casi todo el dinero de César.

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