Authors: Kiera Cass
Tags: #Infantil y juvenil, #Ciencia Ficción, #Romántico
—¿Disculpa?
—¡Es ridículo! —grité, recuperando de nuevo el valor.
—¿Qué es lo que es ridículo?
—¡Este concurso! ¡Todo este asunto! ¿Es que nunca has querido a nadie? ¿Así es como quieres escoger esposa? ¿De verdad eres tan superficial? —solté, girándome un poco hacia él.
Para hacer las cosas más fáciles, se sentó en el banco, de modo que yo no tuviera que torcer el cuello. Estaba demasiado contrariada como para agradecérselo.
—Entiendo que quizá pueda parecerlo, que todo esto pueda parecer poco más que un entretenimiento barato. Pero en el mundo en el que vivo estoy muy limitado. No tengo ocasión de conocer a muchas mujeres. Las que conozco son hijas de diplomáticos, y generalmente tenemos muy poco de lo que hablar. Y eso si es que hablamos el mismo idioma.
A Maxon aquello le pareció divertido y soltó una risita. A mí no me hizo gracia. Se aclaró la garganta.
—En esas circunstancias, no he tenido ocasión de enamorarme. ¿Tú sí?
—Sí —respondí con naturalidad. Y en cuanto la palabra salió de mis labios deseé haberme mordido la lengua. Aquello era algo privado; no era asunto suyo.
—Entonces has tenido bastante suerte —dijo, con una punta de envidia.
Aquello sí que tenía gracia. Lo único que tenía yo que pudiera envidiar el príncipe de Illéa era precisamente lo que quería olvidar.
—Mi madre y mi padre se casaron así y son bastante felices. Yo también espero hallar la felicidad. Encontrar a una mujer que toda Illéa pueda querer, alguien que pueda ser mi compañera y que me acompañe cuando reciba a los líderes de otros países. Alguien que se haga amiga de mis amigos y que se convierta en mi confidente. Estoy listo para encontrar a mi futura esposa.
Algo en su voz me sorprendió. No había ni rastro de sarcasmo. Lo que a mis ojos parecía poco más que un concurso de la tele era para él su única ocasión de encontrar la felicidad. No podría intentarlo con una segunda ronda de chicas. Bueno, quizá sí pudiera, pero sería muy embarazoso. Estaba desesperado, y a la vez esperanzado. Sentí que la rabia que me despertaba disminuía. Solo un poco.
—¿De verdad te parece que esto es una jaula? —en sus ojos se reflejaba la preocupación.
—Sí —dije, ya más serena. Y enseguida añadí—: Alteza.
Él se rió.
—La verdad es que yo me he sentido enjaulado más de una vez. Pero tienes que admitir que es una jaula muy bonita.
—Para ti. Llena tu bonita jaula con otros treinta y cuatro hombres, todos luchando por lo mismo y verás lo bonita que es entonces.
Él levantó las cejas.
—¿De verdad ha habido peleas por mí? ¿No sabéis todas que soy yo el que escoge? —dijo, riéndose.
—En realidad no es eso. Se disputan dos cosas. Unas luchan por ti; otras luchan por la corona. Y todas creen saber qué decir y qué hacer para desequilibrar la balanza.
—Ah, sí. El hombre o la corona. Me temo que hay gente que no distingue una cosa de la otra.
—Buena suerte con eso —repuse, mordaz.
Tras mi comentario socarrón me quedé un momento en silencio. Lo miré por el rabillo del ojo, esperando que dijera algo. Él fijó la mirada en un punto indefinido del césped, con expresión preocupada. Daba la impresión de que aquello le inquietaba desde siempre. Respiró hondo y volvió a mirarme.
—¿Y tú por qué luchas?
—En realidad, yo estoy aquí por error.
—¿Por error?
—Sí. Algo así. Bueno, es una larga historia. Y ahora… estoy aquí. Y no voy a luchar. Mi plan es disfrutar de la comida hasta que me des la patada.
Al oír aquello soltó una carcajada. De hecho se dobló en dos de la risa y se dio una palmada en la rodilla. Era una extraña mezcla de rigidez y calma.
—¿Tú qué eres? —preguntó.
—¿Perdón?
—¿Una Dos? ¿Una Tres?
¿Es que no se enteraba?
—Una Cinco.
—Ah, ya. Bueno, en ese caso la comida quizá pudiera ser una buena motivación para quedarse —volvió a reírse—. Lo siento, no veo bien tu broche con la oscuridad.
—Me llamo America.
—Bueno, me parece perfecto —Maxon plantó la vista en la profundidad de la noche y sonrió. Parecía que todo aquello le divertía—. America, querida, espero que encuentres algo en esta jaula por lo que valga la pena pelear. Después de esto, no me imagino cómo será verte luchar por algo que quieras de verdad.
Bajó del banco y se agachó, poniéndose a mi lado. Estaba demasiado cerca. Yo no podía pensar con claridad. Quizá fuera que me impresionaba la situación, o que aún estaba algo temblorosa tras mi crisis de llanto. En cualquier caso, me pilló tan por sorpresa que me cogiera la mano que no fui capaz de protestar.
—Si esto te hace feliz, puedo decirle al servicio que te gusta el jardín. Así podrás salir por las noches sin tener que ir de la mano del guardia. Aunque preferiría que tuvieras uno cerca.
Eso me interesaba. Cualquier tipo de libertad me sonaba de maravilla, pero quería dejarle perfectamente claros mis sentimientos.
—Yo no… No quiero nada de ti —dije, apartando los dedos de su mano.
Aquello le pilló desprevenido, y pareció algo dolido.
—Como desees.
Me sentía arrepentida. Solo porque no me gustara aquel tipo no tenía por qué hacerle daño.
—¿Volverás a entrar pronto?
—Sí —respondí, soltando aire y mirando al suelo.
—Pues te dejo, que querrás estar sola. Habrá un guardia junto a la puerta, esperándote.
—Gracias…, esto…, alteza —sacudí la cabeza. ¿Cuántas veces me había dirigido a él erróneamente en aquella conversación?
—America, querida… ¿Me harás un favor? —dijo, cogiéndome la mano de nuevo. Aquel tipo no se rendía.
Me lo quedé mirando, sin saber muy bien qué decir.
—Quizá.
Volvió a sonreír.
—No menciones esto a las otras. En teoría se supone que no tengo que conoceros hasta mañana, y no quiero que nadie se moleste. Aunque no creo que la bronca que me has soltado se pueda considerar una cita romántica, ¿no?
Esta vez fui yo quien sonrió.
—¡Desde luego! —respiré hondo—. No lo diré.
—Gracias —dijo. Me levantó la mano y se la llevó a los labios. Tras besarla, la posó suavemente sobre mi regazo—. Buenas noches.
Me quedé mirando el punto de mi mano donde me había besado, atónita por un momento. Luego me giré y vi que Maxon se alejaba, para dejarme la intimidad que tanto había deseado.
Por la mañana no me desperté con el ruido de las doncellas al entrar —aunque ya habían entrado— ni con la preparación del baño —aunque ya estaba preparado—. Me desperté con la luz que se coló por mi ventana cuando Anne retiró suavemente las pesadas y elaboradas cortinas, tarareando con dulzura alguna canción, encantada con su trabajo.
Yo aún no estaba lista para ponerme en marcha. Había tardado mucho en relajarme después de tanta tensión, y aún más tiempo en dormirme al darme cuenta de lo que significaría exactamente aquella conversación en el jardín. Si tenía ocasión, le pediría disculpas a Maxon. Sería un milagro si me daba incluso ocasión de hacerlo.
—¿Señorita? ¿Está despierta?
—Noooo —gimoteé, con la cara contra la almohada.
Pero Anne, Mary y Lucy se rieron ante mis lamentos, y eso bastó para hacerme sonreír y para que me decidiera a ponerme en marcha.
Es probable que con aquellas chicas fuera con las que más fácilmente podía llevarme bien de todo el palacio. Me pregunté si podrían llegar a convertirse en confidentes de algún tipo, o si la disciplina y el protocolo las habrían hecho completamente incapaces de compartir incluso una taza de té conmigo. Aunque fuera una Cinco de nacimiento, ahora mismo tenía todos los atributos de una Tres. Y si eran criadas, tenían que ser Seises. Pero a mí aquello no me importaba. Me encontraba bien en compañía de Seises.
Entré muy despacio en el monstruoso baño; cada paso que daba resonaba en aquel enorme espacio de azulejo y cristal. A través de los grandes espejos vi que Lucy se fijaba en las manchas de tierra de mi bata. Luego los ojos atentos de Anne cayeron en ellas. Y después los de Mary. Por suerte, ninguna de las dos hizo comentarios. Uno de mis temores era que me acribillaran a preguntas, pero estaba equivocada. Evidentemente les preocupaba muchísimo que me sintiera cómoda. Si me preguntaban qué había estado haciendo fuera de mi habitación —o, peor aún, fuera del palacio—, resultaría muy embarazoso.
Se limitaron a quitarme la bata con cuidado y a llevarme al baño. No estaba acostumbrada a desnudarme en presencia de otras personas —ni siquiera de mamá o de May—, pero no parecía que hubiera otra opción. Aquellas tres mujeres me ayudarían a cambiarme de ropa durante todo el tiempo que pasara allí, así que tendría que aguantarlo hasta el día de mi partida. Me preguntaba qué sería de ellas cuando yo me fuera. ¿Las asignarían a otras chicas que necesitaran más cuidados a medida que avanzara la competición? ¿O ya tenían otros trabajos en el palacio de los que habían sido excusadas temporalmente? Me pareció maleducado preguntarles qué era lo que hacían antes o insinuar que no estaría mucho tiempo allí, así que no lo hice.
Tras el baño, Anne me secó el cabello, levantándome la mitad de la melena con cintas que me había traído de casa. Eran azules, así que casualmente resaltaban las flores de uno de los vestidos de día que mis doncellas habían hecho para mí, y ese fue el que escogí. Mary me maquilló con tonos tan suaves como el día anterior, y Lucy me extendió una loción por los brazos y las piernas.
Había una gran variedad de joyas entre las que escoger, pero yo les pedí mi cajita. Allí dentro tenía un minúsculo collarcito con un ruiseñor que me había regalado mi padre, y era plateado, así que hacía juego con el broche con mi nombre. Sí me puse un par de pendientes de la colección de palacio, pero probablemente fueran los más pequeños que había.
Anne, Mary y Lucy me supervisaron con la mirada y sonrieron, satisfechas. Me tomé aquello como un indicador de que mi aspecto era correcto para el desayuno. Me despidieron con sonrisas, reverencias y buenos deseos, y me puse en marcha. A Lucy le temblaban las manos de nuevo.
Subí al vestíbulo de arriba, donde nos habíamos encontrado todas el día anterior. Era la primera, así que me senté a descansar en un pequeño sofá. Poco a poco empezaron a llegar las otras. Enseguida observé una constante: todas las chicas tenían un aspecto fenomenal. Lucían el cabello recogido en elaboradas trenzas o tirabuzones, dejando la cara despejada. Llevaban un maquillaje cuidado a la perfección y unos vestidos planchados inmejorablemente.
Yo había escogido el vestido más sencillo que tenía para el primer día; los vestidos de todas las demás tenían algún detalle brillante. Hubo dos chicas que, al llegar al vestíbulo, cayeron en la cuenta de que llevaban unos vestidos casi idénticos. Ambas dieron media vuelta y fueron a cambiarse. Todas querían destacar, y cada una lo hacía a su manera. Incluso yo.
Todas querían parecer Unos. Por mi parte, tenía el aspecto de una Cinco con un bonito vestido.
Pensé que había tardado mucho en prepararme, pero las otras chicas se retrasaron mucho más. Incluso después de que llegara Silvia para acompañarnos abajo, aún tuvimos que esperar a Celeste y a Tiny, que había necesitado que le encogieran el vestido.
Cuando estuvimos todas, nos dirigimos hacia las escaleras. Había un espejo dorado en la pared, y todas nos giramos para echar un último vistazo mientras bajábamos. En una imagen fugaz, me vi junto a Marlee y Tiny. Desde luego se me veía sencilla.
Pero al menos era yo misma, y aquello suponía todo un consuelo.
Bajamos, esperando que nos llevaran al comedor, donde nos habían dicho que comeríamos. Sin embargo, nos condujeron al Gran Salón, donde habían puesto mesas y sillas individuales en filas, todas con sus platos, sus copas y su cubertería de plata. No obstante, de la comida no había ni rastro. Ni siquiera un olor que prometiera. Más allá, en una esquina, observé un grupito de sofás. Unos cuantos cámaras, apostados en diferentes puntos, grababan nuestra llegada.
Fuimos entrando y nos sentamos donde quisimos, ya que allí no había cartelitos con nuestros nombres. Marlee estaba en la fila de delante de la mía, y Ashley se sentó a mi derecha. No me molesté en mirar dónde estaban las demás. Daba la impresión de que muchas habían hecho al menos una amiga, igual que yo tenía mi aliada en Marlee. Ashley había elegido sitio a mi lado, así que supuse que desearía mi compañía. Aun así, no decía nada. A lo mejor estaba contrariada por el informe de la noche anterior. Por otra parte, el día anterior también había estado muy callada. Quizá fuera su carácter. Pensé que lo peor que podía pasarme es que no me respondiera, así que decidí al menos saludarla.
—Ashley, estás preciosa.
—Oh, gracias —dijo, en voz baja. Ambas comprobamos que las cámaras estaban lejos. No es que la conversación fuera privada, pero no nos hacían ninguna falta—. ¿No es divertido llevar todas estas joyas? ¿Y las tuyas?
—Humm, a mí me pesaban demasiado. He preferido ir más ligera.
—¡Sí que pesan! Me da la impresión de que llevo diez kilos en la cabeza. Pero no podía dejar pasar la ocasión. ¿Quién sabe cuánto tiempo nos quedaremos?
Aquello tenía gracia. Ashley parecía bastante segura de sí misma desde el principio. Con aquel aspecto y aquella compostura, era ideal como princesa. Me parecía raro que dudara de sí misma.
—Pero ¿no crees que ganarás? —pregunté.
—Por supuesto —susurró—. ¡Pero es de mala educación admitirlo! —contestó, y me guiñó un ojo, lo que me hizo soltar una risita.
Otro error por mi parte. Aquella risita llamó la atención de Silvia, que estaba entrando en aquel momento.
—Chis, chis. Una dama nunca levanta la voz más allá de un leve murmullo.
Se hizo el silencio. Me pregunté si las cámaras habían registrado mi error, y me noté las mejillas calientes.
—Buenos días, señoritas. Espero que todas descansarais bien en vuestra primera noche en palacio, porque ahora empieza el trabajo. Hoy empezaremos las clases de conducta y protocolo, proceso que continuará durante toda vuestra estancia. Sabed que informaré de cualquier falta de comportamiento por vuestra parte a la familia real.
»Sé que puede sonar duro, pero esto no es un juego que podáis tomaros a la ligera. Una de las presentes en esta sala será la próxima princesa de Illéa, lo cual no es poco. Debéis esmeraros en mejorar, cualquiera que fuera vuestro origen. Os convertiréis en damas de la cabeza a los pies. Esta misma mañana recibiréis vuestra primera clase.