La selección (17 page)

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Authors: Kiera Cass

Tags: #Infantil y juvenil, #Ciencia Ficción, #Romántico

Fijé la mirada en el suelo, intentando aplacar todas mis preocupaciones.

—America, por favor…

Me giré hacia Maxon.

—Están bien. Los rebeldes han sido lentos, y todo el mundo en palacio sabe qué hacer en caso de emergencia.

Asentí. Nos quedamos allí, de pie, un minuto, hasta que noté que se disponía a marcharse.

—Maxon —susurré.

Él se giró, algo sorprendido de que alguien se dirigiera a él de un modo tan informal.

—Sobre lo de anoche… Deja que te explique. Cuando vinieron a casa, a prepararnos para venir aquí, un hombre me dijo que yo nunca debía decirte que no. Pidieras lo que pidieras. En ningún caso.

—¿Qué? —respondió él, atónito.

—Lo dijo de un modo que hacía pensar que podrías pedir ciertas cosas. Y tú me habías dicho que no habías tratado con muchas mujeres. Después de dieciocho años…, y luego pediste a los cámaras que se alejaran. Me asusté cuando te acercaste tanto.

Maxon sacudió la cabeza, intentando procesar todo aquello. La humillación, la rabia y la incredulidad se reflejaban en su rostro, habitualmente sereno.

—¿Eso se lo han dicho a todas? —dijo, horrorizado.

—No lo sé. Supongo que a muchas de las chicas no les hacía falta que se lo advirtieran. Probablemente «ya estén» deseando abalanzarse sobre ti —observé, señalando con un gesto de la cabeza a las demás.

Él chasqueó la lengua, molesto.

—Pero tú no, así que no tuviste ningún reparo en darme un rodillazo en la entrepierna, ¿es eso?

—¡Te di en el muslo!

—Por favor… Un hombre no tarda tanto en recuperarse de un rodillazo en el muslo —respondió, dejando claro su escepticismo.

Se me escapó la risa. Afortunadamente, Maxon también se rió. Pero justo entonces otro proyectil golpeó contra las ventanas, y nos detuvimos en seco. Por un momento se me había olvidado dónde estaba. Era algo que no me sucedía mucho, y que me iría muy bien para conservar la cordura.

—¿Y cómo te vas a enfrentar a una habitación llena de mujeres llorando? —pregunté.

Su expresión de asombro tenía algo de cómico.

—¡No hay nada en el mundo que me descoloque más! —susurró, desesperado—. No tengo ni la más mínima idea de cómo pararlo.

Aquel era el hombre que iba a gobernar nuestro país: un tipo que se venía abajo ante las lágrimas. Divertidísimo.

—Dales unas palmaditas en el hombro o en la espalda y diles que todo irá bien. La mayoría de las veces, cuando las chicas lloran, no esperan que les resuelvas el problema; solo quieren que las consueles.

—¿De verdad?

—Más bien.

—No puede ser tan sencillo —dijo, intrigado.

—He dicho la mayoría de las veces, no siempre. Pero probablemente en esta ocasión a muchas de las chicas les bastaría.

Resopló.

—No estoy seguro. Dos ya me han preguntado si las dejaré marcharse cuando acabe esto.

—Pensaba que eso no nos estaba permitido —dije, aunque no debería haberme sorprendido. Si había accedido a dejar que me quedara como amiga, no debían de importarle mucho los aspectos técnicos—. ¿Qué vas a hacer?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? No voy a retener a nadie contra su voluntad.

—A lo mejor luego cambian de opinión.

—Quizá —hizo una pausa—. ¿Y tú? ¿También estás asustada y dispuesta a marcharte? —preguntó, casi como en broma.

—La verdad es que estaba convencida de que, en cualquier caso, me enviarías a casa después del desayuno —admití.

—La verdad es que yo también me lo había planteado.

Se produjo un silencio entre nosotros, y los dos sonreímos. Nuestra amistad —si es que podía llamarse así— desde luego era rara e imperfecta, pero al menos era honesta.

—No me has respondido. ¿Quieres marcharte?

Otro proyectil impactó contra la pared, y la idea iba ganando atractivo. El peor ataque que había sufrido en casa había sido el de Gerad, cuando intentó quitarme comida del plato. Aquí las chicas no me apreciaban, los vestidos eran encorsetados, la gente intentaba herir mis sentimientos y la experiencia en conjunto resultaba incómoda. Pero era positiva para mi familia y se comía bien. Maxon parecía un poco perdido, y quizá podría seguir manteniéndolo a raya un poco más. Y, quién sabe, a lo mejor podría ayudarle a escoger a la próxima princesa.

Le miré a los ojos.

—Si tú no me echas, yo no me voy.

—Bien —sonrió—. Tendrás que explicarme más trucos, como ese de las palmaditas en la espalda.

Yo también le sonreí. Sí, todo iba mal, pero quizá saliera algo bueno de todo aquello.

—America, ¿podrías hacerme un favor?

Asentí.

—Por lo que sabe la gente, anoche pasamos mucho rato juntos. Si alguien te pregunta, ¿podrías decirles que yo no soy…, que yo nunca haría…?

—Por supuesto. Y siento muchísimo lo que pasó.

—Debería haberme imaginado que, si alguna de vosotras iba a desobedecer una orden, serías tú.

Unos cuantos proyectiles dieron contra la pared, lo cual provocó los chillidos entre las chicas.

—¿Quiénes son? ¿Qué es lo que quieren? —pregunté.

—¿Quiénes? ¿Los rebeldes?

Asentí.

—Depende de a quién se lo preguntes. Y de qué grupo estés hablando —respondió.

—¿Quieres decir que hay más de uno?

Aquello empeoraba mucho las cosas. Si aquello era un solo grupo, ¿qué podrían hacer dos o más juntos? Me parecía increíblemente injusto que nos mantuvieran oculto todo aquello. Por lo que yo sabía, todos los rebeldes eran iguales, pero Maxon hacía que sonara como si los hubiera mejores y peores.

—¿Cuántos hay? —insistí.

—Básicamente dos, los norteños y los sureños. Los norteños atacan con mucha más frecuencia. Están más cerca. Viven en la zona húmeda de Likely, cerca de Bellingham, al norte. Es un lugar en el que nadie quiere vivir (prácticamente está en ruinas), así que lo han convertido en su base, aunque supongo que viajan. Lo de los viajes es una teoría mía a la que nadie hace mucho caso. Pero es mucho menos probable que consigan entrar, y, cuando entran, los ataques son… casi tímidos. Supongo que esto es un ataque de los norteños —dijo, levantando la voz entre el estruendo.

—¿Por qué? ¿Qué los hace tan diferentes de los sureños?

Maxon se lo pensó, como si dudara de si debía contármelo. Miró alrededor para ver si alguien podía oírnos. Yo también miré, y vi que había varias personas que nos observaban. En particular, Celeste parecía querer fundirme con la mirada. No mantuve el contacto visual con ella mucho rato. Aun así, pese a todas las mironas, no había nadie lo suficientemente cerca como para oírnos. Cuando Maxon llegó a la misma conclusión, se acercó y me susurró al oído:

—Sus ataques son mucho más… letales.

—¿Letales? —me estremecí.

Él asintió.

—Solo vienen una o dos veces al año, por lo que parece. Creo que todos intentan esconderme las estadísticas, pero no soy tonto. Cuando vienen, muere gente. El problema es que a nosotros ambos grupos nos parecen iguales (son tipos desaliñados; la mayoría, hombres, delgados pero fuertes, y sin emblemas reconocibles), así que no sabemos a qué nos enfrentamos hasta que ha acabado.

Recorrí la sala con la mirada. Si Maxon se equivocaba y resultaba que eran sureños, había mucha gente en peligro. Pensé de nuevo en mis pobres doncellas.

—Pero sigo sin entenderlo. ¿Qué es lo que quieren?

Maxon se encogió de hombros.

—Parece que los sureños quieren acabar con nosotros. No sé por qué, pero supongo que porque están hartos de vivir al margen de la sociedad. Técnicamente ni siquiera son Ochos, ya que no participan del tejido social. Pero los norteños son un misterio. Padre dice que solo quieren molestarnos, alterar nuestra labor de gobierno, pero yo no lo creo —dijo, adoptando un aspecto muy digno por un momento—. Sobre eso también tengo otra teoría.

—¿Y me la vas a contar?

Maxon vaciló de nuevo. Supuse que esa vez no se trataba tanto del miedo a asustarme, sino de que se temía que no me lo tomara en serio.

Se me acercó de nuevo y me susurró:

—Creo que están buscando algo.

—¿El qué?

—Eso no lo sé. Pero cada vez que vienen los norteños, siempre es lo mismo: los guardias están fuera de combate, heridos o atados, pero nunca los matan. Es como si no quisieran que los siguieran. Aunque suelen llevarse algún rehén, y eso nos crea muchos problemas. Y luego, las habitaciones (bueno, las habitaciones a las que llegan) están patas arriba: todos los cajones sacados, los estantes revueltos, la alfombra del revés… Rompen muchas cosas. No te creerías la de cámaras que he perdido a lo largo de los años.

—¿Cámaras?

—Sí, bueno —repuso, tímidamente—. Me gusta la fotografía. A pesar de todo, nunca acaban llevándose gran cosa. Padre piensa que mi idea es una tontería, por supuesto. ¿Qué podrían andar buscando un puñado de bárbaros analfabetos? Aun así, creo que debe de haber algo.

Aquello era un misterio. Si yo no tuviera un céntimo y supiera cómo entrar en el palacio, supongo que me llevaría todas las joyas que pudiera, cualquier cosa que lograra vender. Aquellos rebeldes debían de tener algo en la mente cuando llegaban allí, más allá de la reivindicación política o su supervivencia.

—¿Te parece un razonamiento tonto? —preguntó Maxon, sacándome de mis cábalas.

—No, tonto no. Perturbador, pero no tonto.

Intercambiamos una breve sonrisa. Me di cuenta de que si Maxon fuera Maxon Schreave, sin más, y no Maxon, el futuro rey de Illéa, sería el tipo de persona que me gustaría tener como vecino, alguien con quien poder hablar.

Se aclaró la garganta.

—Supongo que tendré que completar mi ronda.

—Sí, imagino que habrá unas cuantas señoritas preguntándose por qué te demoras tanto.

—Bueno, «amiga», ¿alguna sugerencia de con quién debería hablar ahora?

Sonreí y miré hacia atrás, para asegurarme de que mi candidata a princesa seguía manteniendo el tipo. Así era.

—¿Ves a la chica rubia de allí, vestida de rosa? Es Marlee. Es un encanto, muy amable; le encanta el cine. Anda, ve.

Maxon soltó una risita y se fue hacia ella.

El tiempo que pasamos en el comedor nos pareció una eternidad, pero el ataque solo había durado poco más de una hora. Más tarde descubrimos que no habían penetrado en el palacio; solo en el recinto. Los guardias no habían disparado a los rebeldes hasta que estos habían intentado dirigirse a la puerta principal, lo que explicaba lo de los ladrillos —que habían arrancado de la muralla exterior— y la fruta podrida que habían estado lanzando contra la ventana tanto rato. Al final, dos hombres acabaron por acercarse demasiado a las puertas, les dispararon y todos salieron huyendo. Si la distinción hecha por Maxon era correcta, aquellos debían de ser de los norteños.

Nos tuvieron encerradas un poquito más, mientras rastreaban el perímetro del palacio. Cuando se convencieron de que todo estaba como correspondía, dejaron que nos dirigiéramos a nuestras habitaciones. Marlee y yo fuimos cogidas del brazo. A pesar de haber mantenido la calma, la tensión del ataque me había dejado agotada, y estaba encantada de tener a alguien que me distrajera.

—¿Entonces te ha dejado que te pongas pantalones igualmente? —me preguntó.

Yo me había puesto a hablar de Maxon a las primeras de cambio, deseosa de saber cómo había ido su conversación.

—Sí, se mostró muy generoso.

—Es un detalle por su parte, después de haber ganado.

—Es un buen ganador. Incluso es gracioso cuando se le lleva a ciertos extremos —«
Como cuando se le da un rodillazo en la joya de la corona, por ejemplo
», pensé.

—¿Qué quieres decir?

—Nada —aquello no quería explicárselo—. ¿De qué habéis hablado antes?

—Bueno, me ha preguntado si me gustaría quedar con él esta semana —contestó, ruborizándose.

—¡Marlee! ¡Eso es estupendo!

—¡Calla! —dijo, mirando alrededor, aunque el resto de las chicas ya había subido las escaleras—. Intento no hacerme demasiadas ilusiones.

Nos quedamos calladas un minuto hasta que por fin estalló:

—¿A quién quiero engañar? ¡Estoy tan nerviosa que casi no lo soporto! Espero que no tarde mucho en llamarme.

—Si ya te lo ha pedido, estoy segura de que no dejará pasar mucho tiempo. Quiero decir, en cuanto haya acabado con sus labores de gobierno del día, supongo.

Ella se rió.

—¡No me lo puedo creer! Quiero decir… que sabía que era guapo, pero nunca sabes cómo puede comportarse. Me preocupaba que fuera…, no sé, pomposo, o algo así.

—A mí también. Pero en realidad es… —¿Qué era Maxon, en realidad? Sí, era algo pomposo, pero no tanto que resultara cortante, como me había imaginado. Era innegable que se portaba como un príncipe, pero, aun así, era muy…, muy…—… Es normal —dije por fin.

Marlee ya no estaba mirando. Se había perdido en sus ensoñaciones mientras caminábamos. Esperaba que Maxon estuviera a la altura de la imagen que se estaba haciendo mi amiga de él, y que ella fuera el tipo de chica que él quería. La dejé en su puerta, me despedí con un gesto y me dirigí a mi habitación.

La imagen de Marlee y Maxon desapareció de mi mente en cuanto abrí la puerta. Anne y Mary estaban inclinadas sobre Lucy, que parecía muy agitada. Estaba congestionada, y tenía las mejillas cubiertas de lágrimas; el ligero temblor habitual en ella se había convertido en una gran agitación, y le sacudía todo el cuerpo.

—Cálmate, Lucy, todo va bien —le susurraba Anne, mientras le acariciaba el cabello alborotado.

—Ya ha acabado todo. Nadie ha resultado herido. Estás a salvo, cariño —le decía Mary, sosteniéndole la mano.

Yo estaba tan impresionada que no podía hablar. El difícil momento por el que pasaba Lucy era algo privado; no debería haberlo visto. Di media vuelta, pero Lucy me detuvo antes de que pudiera salir de la habitación.

—Lo…, lo… siento… Lady… Lady… —balbució.

Las otras contemplaron la escena con cara de preocupación.

—No te angusties. ¿Estás bien? —pregunté, cerrando la puerta para que nadie más pudiera vernos.

Lucy intentó seguir hablando, pero no le salían las palabras. Las lágrimas y el temblor tenían dominado aquel cuerpecito tan pequeño.

—Estará bien, señorita —intercedió Anne—. Tardará unas horas, pero, cuando la cosa acaba, siempre se calma. Si sigue mal, podemos llevarla al ala de la enfermería —dijo, y luego bajó la voz—. Solo que Lucy no quiere. Si consideran que no eres apta para el servicio, te mandan a la lavandería o a la cocina. Y a Lucy le gusta ser doncella.

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