La Semilla del Diablo (21 page)

—Me consta que quieren irse —dijo el doctor Sapirstein.

Rosemary reflexionó.

—Muy bien —dijo—. Seguiré como antes hasta el domingo; pero nada más.

—Si usted quiere —le dijo el doctor Sapirstein—, haré que le envíen esas pastillas mañana por la mañana; puede hacer que Minnie le deje la bebida y el pastel y luego los tira y se toma una pastilla a cambio.

—Eso será estupendo —dijo Rosemary—. Me sentiré más contenta de ese modo.

—Eso es lo principal en estos momentos —dijo el doctor Sapirstein—, que usted esté contenta.

Rosemary sonrió:

—Si es un niño —dijo—, le pondré Abraham Sapirstein Woodhouse.

—¡Dios no lo permita! —exclamó el doctor Sapirstein.

Guy, al enterarse de la noticia, se sintió tan satisfecho como Rosemary.

—Siento que este sea el último viaje de Roman —exclamó—; pero me alegro, por ti, de que se vaya. Estoy seguro de que ahora te sentirás más tranquila.

—¡Oh, claro que sí! —exclamó Rosemary—. Ya me siento mejor. Sólo de saberlo.

* * *

Aparentemente, el doctor Sapirstein no perdió tiempo en contar a Roman lo de los supuestos sentimientos de Rosemary, porque aquella misma tarde Minnie y Roman fueron a su apartamento a darle la noticia de que se iban a Europa.

—El domingo a las diez de la mañana —dijo Roman—. Vamos en avión directamente a París, donde pasaremos cosa de una semana, y luego iremos a Zurich, Venecia, y la ciudad más encantadora del mundo, Dubrovnik, en Yugoslavia.

—Me muero de envidia —dijo Guy.

Roman se dirigió a Rosemary:

—Ya veo que esto no es para usted como un rayo surgiendo de improviso de un cielo sin nubes, ¿verdad, querida? —en sus ojos hundidos hubo un brillo fugaz de conspirador.

—El doctor Sapirstein ya me dijo que ustedes pensaban irse —explicó Rosemary.

Minnie declaró:

—Nos habría gustado estar aquí cuando naciera el niño...

—Sería una tontería —replicó Rosemary—. Ahora que pueden disfrutar del buen tiempo...

—Ya le mandaremos fotos del bebé —prometió Guy.

—Es que cuando a Roman le entran ganas de viajar —dijo Minnie— no hay quien lo sujete.

—Cierto, cierto —corroboró Roman—. Después de haberme pasado la vida viajando me es imposible quedarme en una ciudad más de un año, y ya hace catorce meses que volvimos del Japón y las Filipinas.

Les explicó los encantos especiales de Dubrovnik, y también los de Madrid y la isla de Skye. Rosemary lo observaba, preguntándose qué es lo que sería en realidad, si el amable viejo charlatán, o el hijo loco de un padre loco.

Al día siguiente, Minnie no insistió en quedarse hasta que ella se hubiera tomado la bebida y el pastel; iba a salir y llevaba una larga lista de cosas que tenía que hacer. Rosemary se ofreció a recogerle un vestido en la lavandería y a comprarle pasta dentífrica y drama-niña. Cuando tiró la bebida y el pastel y se tomó una de las grandes pastillas blancas que el doctor Sapirstein le había enviado, se sintió un poco ridícula.

El sábado por la mañana, Minnie le dijo:

—Así que sabe quién fue el padre de Roman, ¿verdad?

Rosemary asintió con la cabeza, sorprendida.

—Ya había observado que se había vuelto un poco fría con nosotros —dijo Minnie—. ¡Oh! No se excuse; no es la primera persona ni será la última. No se lo reprocho. ¡Ah! ¡Mataría a aquel viejo loco si no estuviera muerto ya! Ha sido una maldición en la vida del pobre Roman. Por eso le gusta tanto viajar; siempre quiere dejar un sitio antes de que la gente descubra quién es. No le diga que usted lo sabe, ¿quiere? Él siente tanto cariño por usted y por Guy que eso casi le partiría el corazón. Quiero que disfrute de un viaje realmente feliz, sin penas, porque no es probable que pueda hacer más viajes. ¿Quiere aceptar todas las cosas que tenga en mi refrigerador y que se podrían estropear? Mande luego a Guy y le daré un montón.

* * *

Laura-Louise dio una fiesta de despedida el sábado por la noche en su pequeño y oscuro apartamento del duodécimo piso, que olía a raíz de tanis. Vinieron los Wees y los Gilmore, así como la señora Sabatini con su gato Flash y el doctor Shand. (¿Cómo había sabido Guy que el doctor Shand traía un magnetófono y lo ponía en funcionamiento?, se preguntó Rosemary. Y que era un magnetófono y no una flauta ni un clarinete. Tendría que preguntárselo). Roman habló del itinerario que él y Minnie habían planeado, sorprendiendo a la señora Sabatini, que no podía creer que no fueran a Roma y Florencia. Laura-Louise sirvió pasteles caseros y una suave mezcla de jugo de frutas con alguna bebida alcohólica. La conversación pasó a tocar los temas de los tornados y los derechos civiles. Rosemary, observando y escuchando a esas personas, que eran tan parecidas a sus tías y tíos de Omaha, encontró difícil seguir creyendo que fueran en realidad brujos. El bajito señor Wees estaba escuchando a Guy, quien hablaba de Martin Luther King; ¿podía alguien imaginarse a este débil anciano, ni siquiera en sueños, como a un lanzador de hechizos, un fabricante de amuletos? Y viejas desaliñadas como Laura-Louise y Minnie y Helen Wees ¿iban a dar brincos, desnudas, en orgías que eran una mofa de la religión? Y, sin embargo, ¿no las había visto a todas ellas desnudas? No, no, eso era una pesadilla, una salvaje pesadilla que ella había tenido hacía tiempo, mucho tiempo.

Los Fountain telefonearon para desear buen viaje a Minnie y Roman, así como el doctor Sapirstein y dos o tres personas más cuyos nombres no conocía Rosemary. Laura-Louise trajo un regalo al que habían contribuido todos, una radio de transistores en un estuche portátil de piel de cerdo, y Roman lo aceptó con un elocuente discurso de gracias, en el que se le quebró la voz.
Sabe que se va a morir
, pensó Rosemary, quien lo sintió de veras por él.

Guy insistió en ayudarles a llevar el equipaje a la mañana siguiente, a pesar de las protestas de Roman; puso el reloj despertador para que avisara a las ocho y media y, en cuanto éste tocó, se levantó de un salto, se enfundó en unos pantalones vaqueros y en una camisa sin mangas y corrió a llamar a la puerta de Minnie y Roman. Rosemary fue con él con su bata a rayas color menta. Había poco que llevar: dos maletas y una sombrerera. Minnie llevaba una cámara fotográfica y Roman su radio nueva.

—Todo aquel que necesita más de una maleta —dijo mientras cerraba con dos vueltas de llave la puerta de su apartamento—, es un turista, no un viajero.

Ya en la acera, mientras el portero tocaba el silbato para llamar a un taxi, Roman comprobó que llevaba los billetes, pasaporte, cheques de viajero y moneda francesa. Minnie agarró a Rosemary por los hombros.

—No importa quienes seamos —le dijo—. Usted estará en nuestro pensamiento a cada instante, querida, hasta que sean felices y usted, recuperada su cintura normal, tenga en sus brazos sano y salvo, a su nenito o a su nenita.

—Gracias —contestó Rosemary, y besó a Minnie en la, mejilla—. Gracias por todo.

—Haga que Guy nos mande muchas fotos, ¿me oye? —dijo Minnie devolviendo el beso a Rosemary.

—Lo haré. Lo haré —prometió Rosemary.

Minnie se volvió hacia Guy. Roman tomó la mano de Rosemary.

—No le deseo buena suerte —dijo—, porque no la necesita. Tendrá una vida muy feliz.

Ella lo besó.

—Que se diviertan mucho en el viaje —le deseó—, y que vuelvan sanos y salvos.

—Quizá —dijo él, sonriendo—. Pero quizá nos quedemos en Dubrovnik, en Pescara, o tal vez en Mallorca. Ya veremos... Ya veremos...

—Que vuelvan —les dijo Rosemary, y lo dijo en serio. Volvió a besarlo de nuevo.

Llegó un taxi. Entre Guy y el portero cargaron las maletas en el asiento al lado del conductor. Minnie se encogió y entró en el vehículo haciendo un esfuerzo, sudando bajo su vestido blanco. Roman la siguió y se acomodó al lado de ella.

—Al aeropuerto Kennedy —dijo—. Edificio de la TWA.

Hubo más adioses y besos a través de las ventanillas abiertas, y, luego, Rosemary y Guy saludaron con la mano al taxi que se alejaba, de donde contestaron unas manos con guantes blancos.

Rosemary se sintió menos feliz de lo que había creído.

* * *

Aquella tarde buscó
Todos ellos brujos
, para releer partes del libro y quizás hallar que era tonto y cosa para reírse. El libro había desaparecido. No estaba encima del Informe Kinsey o en ninguna otra parte que ella pudiera ver. Preguntó a Guy y éste le contestó que lo había tirado a la basura el jueves por la mañana.

—Lo siento, querida —le dijo—; pero no quería que leyeras más de esas tonterías que tanto te alteraban.

Ella se sintió asombrada y contrariada.

—Guy —le dijo—. Ese libro me lo dio Hutch. Me lo dejó a mí.

—No pensé en ello —contestó Guy—. Lo único que quería es no verte inquieta. Lo siento.

—Has hecho algo terrible.

—Lo siento. No pensé en Hutch.

—Aunque él no me lo hubiera dado, no se tiran los libros de otras personas. Si quiero leer algo, lo leo.

—Lo siento —repitió él.

Eso la tuvo fastidiada todo el día. Y había olvidado algo que le quería preguntar, y eso la fastidió también.

Lo recordó aquella noche, mientras regresaban, andando, de «La Scala», un restaurante no lejos de su casa.

—¿Cómo sabías que el doctor Shand trae un magnetófono? —le preguntó.

Él no comprendió.

—El otro día —le recordó ella—, cuando yo estaba leyendo el libro y discutimos por él, tú dijiste que el doctor Shand traía un magnetófono y lo ponía en funcionamiento. ¿Cómo lo sabías?

—¡Oh! —contestó Guy—. Él me lo dijo. Hace tiempo. Yo le dije que nosotros oímos una flauta o lo que fuera a través de la pared un par de veces, y me contestó que era él. ¿Por qué pensaste que yo lo sabía?

—No lo he pensado —replicó Rosemary—. Sólo me lo pregunté.

* * *

Ella no pudo dormir. Echada de espaldas, se mantuvo despierta y frunció el ceño mirando al techo. El bebé dentro de ella estaba durmiendo bien; pero ella no podía. Se sentía inquieta y preocupada, sin saber qué es lo que la preocupaba.

Bueno, el bebé, por supuesto, y el cómo irían las cosas.

Últimamente había dejado de hacer sus ejercicios. Y prometió solemnemente que los continuaría.

Ya era lunes, lunes trece. Quince días más. Dos semanas. Probablemente todas las mujeres se sentían inquietas y raras dos semanas antes. ¡Y no podrían dormir por estar enfermas y cansadas de dormir echadas de espalda! La primera cosa que ella iba a hacer después de todo esto era dormir veinticuatro horas echada boca abajo, con su cara bien hundida en un almohadón.

Oyó un ruido en el apartamento de Minnie y Roman; pero debía de ser del piso de arriba o del piso de abajo. Los sonidos se disimulaban y confundían cuando funcionaba el acondicionador de aire.

Ellos estarían ya en París. Felices ellos. Algún día Guy y ella irían allí con tres hermosos niños.

El bebé se despertó y comenzó a moverse.

19

Compró algodón, vendas, talco y loción para el bebé; contrató los servicios de una casa de lavandería de pañales y ordenó de otro modo las ropitas del bebé en los cajones de la cómoda. Encargó a la imprenta las tarjetas de participación (Guy ya les diría por teléfono el nombre y la fecha), y puso las señas y los sellos a un montón de sobrecitos color marfil. Leyó un libro que se llamaba
Colina de verano
, que presentaba un ejemplo al parecer irrefutable de cómo se debe educar a un niño, y habló en «Sardi’s East» con Elise y Joan del convite.

Empezó a sentir contracciones; una, un día; otra, otro día; luego, ninguna; luego, dos.

Recibieron una postal de París, con una vista del Arco de Triunfo y unas frases escritas con letra clara:
Pensamos en los dos. Tiempo magnífico, comida excelente. El vuelo fue perfecto. Cariños, Minnie
.

El bebé se descolgó en su interior, listo para nacer.

* * *

A primeras horas de la tarde del viernes 24 de junio, en la papelería de Tiffany’s, donde ella había ido a comprar veinticinco sobres más, Rosemary se encontró con Dominick Pozzo, quien había sido antes el profesor de dicción de Guy. Era un hombre bajito, bronceado, un poco cargado de espaldas, y con una voz rasposa y desagradable. Estrechó la mano a Rosemary y la felicitó por su aspecto y por la reciente buena suerte de Guy, en la cual reconoció que él no tenía nada que ver. Rosemary le contó que Guy iba a firmar el contrato para una obra, y le habló de la última oferta que había hecho la Warner Brothers. Dominick quedó encantado; ahora, dijo, es cuando Guy podría beneficiarse realmente de sus clases intensivas. Le explicó por qué, e hizo prometer a Rosemary que haría que Guy le telefoneara, y expresándose mutuamente sus buenos deseos, se volvieron hacia los ascensores. Rosemary lo tomó por el brazo.

—Nunca le he dado las gracias por habernos dado entradas para ver
The Fantasticks
—le dijo—. Me encantó. La siguen y la seguirán representando siempre, como aquella obra de Agatha Christie en Londres.


¿The Fantasticks?
—preguntó Dominick.

—Usted dio a Guy un par de entradas. ¡Oh! Hace tiempo. En otoño. Fui con una amiga. Guy ya la había visto.

—Nunca di a Guy entradas para
The Fantasticks
—repuso Dominick.

—Sí que le dio. El pasado otoño.

—No, querida. Jamás di a nadie entradas para
The Fantasticks
; nunca tuve ninguna para dar. Se equivoca.

—Estoy segura de que él me dijo que usted se las había dado —insistió Rosemary.

—Pues entonces fue él quien se equivocó —aseguró Dominick—. ¿Querrá decirle que me llame?

—Sí, sí, se lo diré.

Era extraño, pensó Rosemary cuando esperaba a cruzar la Quinta Avenida. Guy había dicho que Dominick le había dado las entradas, estaba segura de eso. Recordó que había estado pensando si debía enviar o no una nota de agradecimiento a Dominick y finalmente decidió que no era necesario. No estaba equivocada.

Se encendió la luz verde y ella cruzó la avenida.

Pero Guy tampoco podía haberse equivocado. No le regalaban entradas todos los días, y debió recordar quién se las había dado. ¿Le habría mentido deliberadamente? Quizá no le habían dado las entradas, sino que se las había encontrado y se las quedó. No, habría habido una escena en el teatro; él no la habría expuesto a ella a eso.

Fue andando en dirección oeste, por la calle Cincuenta y Siete, muy despacio, con la grandura del bebé colgando ante ella y su espalda doliéndole al tener que servir de contrapeso a aquel peso delantero. El día era cálido y húmedo, casi treinta y tres grados centígrados, y con tendencia a aumentar. Iba caminando muy lentamente.

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