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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (26 page)

Ahora estábamos mirándonos el uno al otro. Me dejé la camisa puesta. Seguíamos plantados enfrentándonos.

Newhall dijo por fin:

—De acuerdo, ahora voy a por ti.

Empezó a moverse hacia adelante. Justo entonces apareció una viejecita vestida de negro portando un montón de paquetes. Sobre su cabeza llevaba un pequeño sombrero verde.

—¡Hola, chicos! —dijo la vieja.

—Hola, abuela.

—Maravilloso día…

La diminuta anciana abrió la puerta de su coche y metió dentro los paquetes. Luego se giró hacia Jimmy Newhall.

—¡Oh, qué magnífico cuerpo tienes, hijo mío! ¡Apuesto a que podrías ser Tarzán de los Monos!

—No, abuela —dije—, perdóneme pero él es el Mono y los que están con él son su tribu.

—Oh —dijo ella. Montó en su coche, lo arrancó y esperamos hasta que salió del parking.

—Vale, Chinaski —dijo Newhall—, en el instituto eras famoso por tus desprecios y tu maldita bocaza. Ahora voy a recetarte la cura.

Newhall saltó hacia adelante. Estaba preparado. Yo no tanto. Creí ver un pedazo de cielo cayendo sobre mí erizado de puños. Era más rápido que un mono, más rápido y más grande. No pude ni lanzarle un puñetazo, sólo sentí sus puños y eran duros como roca. Mirando de soslayo a través de mis ojos entrecerrados podía ver cómo sus puños volaban y aterrizaban. Dios mío, tenía potencia, parecía no acabar nunca y yo no tenía lugar donde meterme. Empecé a pensar que a lo mejor yo era un mariquita, que quizás debiera serlo y entonces rendirme.

Pero a medida que siguió golpeándome, mi miedo desapareció. Sólo estaba asombrado por su fuerza y energía. ¿De dónde la sacaba un cerdo como él? Estaba pleno. No pude ver nada más, mis ojos se cegaron con relámpagos rojos, verdes y púrpura, y entonces algo rojo estalló dentro de mí… y sentí cómo me derrumbaba.

¿Es así como sucede?

Caí sobre una rodilla. Oí pasar un avión por encima. Deseé estar en él. Sentí que algo corría por mi boca y barbilla… era sangre cálida manando de mi nariz.

—Déjale, Jimmy, está acabado… Miré a Jimmy.

—Tu madre es una pajillera —le dije.

—¡Te mataré!

Newhall se abalanzó sobre mí antes de que me pudiera levantar. Me cogió por la garganta y rodamos y rodamos hasta quedar debajo de un Dodge. Oí cómo su cabeza se golpeaba contra algo.

No sé contra qué se dio, pero oí el crujido. Sucedió muy rápidamente y los demás no se dieron cuenta.

Me levanté y Newhall también.

—Voy a matarte —dijo.

Newhall movió los puños como si fueran aspas de un molino. Esta vez no era tan terrible. Golpeaba con la misma furia pero había perdido algo. Ahora era más débil. Cuando me atizaba, no veía ya relámpagos de colores. Podía ver el cielo, los coches aparcados, las caras de sus amigos y a él mismo. Yo siempre había tardado en arrancar. Newhall estaba aún intentando cumplir su amenaza pero era mucho más débil. Y yo tenía unas manos pequeñas; pequeños puños que eran armas terribles.

Qué tiempos tan frustrantes fueron aquellos años: tener el deseo y la necesidad de vivir pero no la habilidad.

Incrusté un derechazo en su estómago y le oí boquear, por lo que le agarré por la nuca con mi izquierda y clavé otra derecha en la boca de su estómago. Entonces lo aparté de mí y le apliqué el un dos sobre su escultórico rostro. Vi la mirada de sus ojos y fue fantástico. Le estaba dando algo que nunca le habían dado. El estaba aterrorizado. Aterrorizado porque no sabía cómo encajar la derrota. Decidí acabar con él lentamente.

Entonces alguien me golpeó en la nuca. Fue un golpe fuerte. Me di la vuelta y miré.

Era su amigo pelirrojo, Carl Evans.

Vociferé señalándole con el dedo:

—¡Maldito cabrón, apártate de mí! ¡Me enfrentaré con vosotros uno por uno! ¡En cuanto termine con este menda tú serás el siguiente!

No me llevó mucho tiempo acabar con Jimmy. Incluso intenté realizar algunas fintas y bailoteos a su alrededor. Le propinaba algunos golpes cortos, saltaba en torno suyo y luego comenzaba a atizarle de pleno. El aguantó muy bien durante un rato y pensé que no podría acabar con su resistencia, cuando entonces me dirigió esa extraña mirada que parecía decir: oye, mira, quizás debiéramos ser amigos y tomarnos un par de cervezas juntos. Entonces se derrumbó.

Sus amigos se acercaron, le recogieron y, sosteniéndole, hablaron con él:

—¡Oye, Jim! ¿Estás bien?

—¿Qué es lo que te ha hecho el hijo de puta, Jim? Vamos a hacerle pedazos, Jim. Tan sólo dínoslo.

—Llevadme a casa —replicó Jim.

Me quedé mirando cómo bajaban las escaleras sujetándole entre todos, mientras uno de ellos llevaba su camisa y camiseta…

Fui al piso bajo para recoger mi carrito. Justin Phillips estaba esperándome.

—No creí que regresaras —dijo sonriendo desdeñosamente.

—No confraternice con los trabajadores no cualificados —le contesté.

Cogí el carrito y empecé a arrastrarlo. Mis ropas estaban revueltas y mi cara no tenía precisamente buen aspecto. Anduve hasta el ascensor y pulsé el botón. El albino subió en el tiempo debido. Las puertas se abrieron.

—La noticia se ha esparcido —dijo—. He oído que eres el nuevo campeón mundial de los pesos pesados.

Las noticias viajan velozmente en los lugares donde nunca sucede gran cosa.

Ferris y su oreja rebanada me estaban esperando.

—¿Acaso te dedicas a zurrar la badana a nuestros clientes?

—Sólo a uno.

—No tenemos modo de saber cuándo empezarás con otro.

—Ese tipo me retó.

—Nos importa un comino. Todo lo que sabemos es que estás despedido.

—¿Y qué pasa con mi cheque?

—Lo recibirás por correo.

—Muy bien, hasta la vista…

—Un momento, necesito la llave de tu taquilla.

Saqué mi llavero que sólo tenía una llave, la saqué y se la entregué a Ferris.

Anduve hasta la puerta del vestuario de los empleados y la abrí de par en par. Era una pesada puerta metálica que se abría con dificultad. Mientras lo hacía, dejando entrar así la luz del sol, me giré y dirigí un pequeño saludo a Ferris. No respondió. Sólo me devolvió la mirada. Luego la puerta se cerró. De algún modo me caía bien.

48

—¿Así que no pudiste mantener un empleo siquiera una semana?

Estábamos comiendo albóndigas y espaguettis. Mis problemas siempre se discutían a la hora de cenar. La hora de la cena era casi siempre un momento desgraciado.

No respondí a la pregunta de mi padre.

—¿Qué pasó? ¿Por qué te dieron la patada en el culo? —insistió.

No respondí.

—Henry, ¡contesta a tu padre cuando te habla! —chilló mi madre.

—¡No supo aguantar, eso es todo!

—Mírale la cara —dijo mi madre—, toda raspada y cortada. ¿Te pegó tu jefe, Henry?

—No, madre…

—¿Por qué no comes, Henry? Parece que nunca tienes hambre.

—No puede comer —dijo mi padre—, no puede trabajar, no puede hacer nada… ¡No merece ni que le den por culo!

—No deberías hablar así en la mesa, papaíto —reconvino mi madre.

—¡Bueno, es la pura verdad! —mi padre tenía una enorme pelota de espaguettis enrollada en su tenedor. Introdujo la masa en su boca y empezó a mascar, y mientras batía sus mandíbulas alanceó una albóndiga y se la metió en la boca, luego volvió a abrirla para añadir un pedazo de pan francés.

Recordé lo que Iván había dicho en Los hermanos Karamazov: «¿Quién no desea asesinar a su padre?»

Mientras mi padre mascaba toda esa masa de comida, una larga hebra de espaguetti colgaba de una esquina de su boca. Al fin se dio cuenta y sorbió la hebra ruidosamente. Después cogió su taza de café, echó dos grandes cucharadas de azúcar, alzó la taza y bebió un largo sorbo que inmediatamente escupió sobre su plato y el mantel.

—¡Esta mierda está demasiado caliente!

—Deberías tener más cuidado, papaíto —dijo mi madre.

Peiné todo el mercado del trabajo, como solían decir ellos, pero era una rutina monótona e inútil. Tenías que conocer a alguien para obtener un trabajo, aunque fuera el de cobrador de autobús. Por eso todo el mundo era lavaplatos, la ciudad entera estaba llena dé lavaplatos sin trabajo. Me sentaba con ellos por las tardes en la playa Pershing. Los evangelistas también estaban allí. Algunos tenían tambores, otros guitarras, y los arbustos y rincones estaban plagados de homosexuales.

—Algunos tienen dinero —me dijo un joven vagabundo—. Ese tipo me llevó a su apartamento y estuve dos semanas. Podía comer y beber todo lo que quisiera y me compró algunas ropas, pero me la mamó hasta dejarme seco, al cabo de un tiempo no podía ni tenerme en pie. Una noche cuando él dormía me arrastré fuera de allí. Fue horrible. Una vez me besó y le aticé un golpe que lo envió a través de la habitación. «Si vuelves a hacer eso —le dije—, ¡te mataré!»

La Cafetería Clifton era un sitio agradable. Si no tenías mucho dinero, te dejaban que pagaras lo que pudieras. Y si no tenías ningún dinero, no pagabas. Entraban algunos vagabundos y holgazanes y comían bien. El propietario era un viejo rico fuera de lo corriente. Yo nunca pude aprovecharme de ellos y comer hasta inflarme. Pedía un café y pastel de manzana y les pagaba veinticinco centavos. A veces me tomaba un par de rollitos de crema. El sitio era tranquilo y fresco, así como limpio. Había una gran fuente y podías sentarte cerca de ella e imaginar que todo iba bien. La Cafetería Philippe también era un sitio agradable. Podías tomarte un café por tres centavos y hacer que te lo rellenaran varias veces. Te sentabas todo el día sin parar de beber café y nunca exigían que te fueras, tuvieras el aspecto que tuvieras. Sólo pedían a los vagabundos que no trajeran su vino para beberlo allí. Los sitios como ese te proporcionaban un poco de esperanza cuando no tenías ninguna.

Los tipos de la plaza Pershing discutían todo el día acerca de si existía Dios o no. La mayoría de ellos no sabían exponer bien sus argumentos, pero de vez en cuando se enfrentaban algún religioso y un ateo que sabían hablar, y entonces montaban un buen espectáculo.

Cuando tenía algunas monedas solía ir al bar del sótano detrás del cine. Yo tenía 18 años pero me servían igual. Tenía el aspecto de tener cualquier edad. A veces parecía que tenía 25 y otras me sentía como si fuera un treinteañero. Llevaba el bar un chino que jamás hablaba con nadie. Todo lo que yo necesitaba era la primera cerveza, y después los homosexuales comenzaban a invitarme. Entonces me tomaba unos whiskies. Les sangraba unos cuantos whiskies y cuando se acercaban a mí me ponía antipático, les empujaba y salía. Al cabo de un tiempo me calaron y ya no me sirvió el sitio.

La biblioteca era el sitio más deprimente de los que iba. Me había quedado sin libros para leer. Al rato tan sólo aferraba algún libro gordo y me iba por ahí a mirar a las chicas. Siempre había una o dos en el edificio. Me sentaba a tres a cuatro sillas de distancia, pretendiendo que leía el libro, intentando parecer inteligente, deseando que alguna chica enganchara conmigo. Sabía que yo era feo, pero pensé que si aparentaba ser lo suficientemente inteligente tendría alguna oportunidad. Nunca funcionó. Las chicas sólo tomaban notas en sus cuadernos y luego se levantaban y salían mientras yo observaba cómo sus cuerpos se movían mágica y rítmicamente bajo sus limpios vestidos. ¿Qué habría hecho Máximo Gorky bajo esas circunstancias?

En casa siempre era igual. Nunca surgía la pregunta hasta después de los primeros bocados de comida. Entonces mi padre me preguntaría:

—¿Encontraste trabajo hoy?

—No.

—¿Preguntaste en algún sitio?

—En muchos. Algunos de ellos los he visitado por segunda o tercera vez.

—No me lo creo.

Pero era cierto. También era cierto que algunas compañías ponían anuncios en el periódico todos los días y no tenían ningún trabajo que ofrecer. De ese modo el departamento de empleo de esas compañías tenía algo que hacer. También así se desperdiciaba el tiempo y se jodian las esperanzas de muchos desesperados.

—Encontrarás un trabajo mañana, Henry —decía siempre mi madre…

49

Busqué un trabajo durante todo el verano pero no pude encontrar ninguno. Jimmy Hatcher consiguió uno en una fábrica de aviones. Hitler estaba actuando en Europa y creando trabajos para los parados. Estuve con Jimmy el día que llenamos nuestros impresos de ingreso. Los rellenamos de igual modo, la única diferencia estaba en que en donde ponía «Lugar de Nacimiento» yo escribí Alemania y él Reading.

—Jimmy obtuvo un trabajo. Proviene del mismo instituto que tú y tiene tu edad —dijo mi madre—. ¿Por qué no conseguiste trabajo en la fábrica de aviones?

—Pueden distinguir a los que no les gusta trabajar —dijo mi padre—. ¡Todo lo que él desea hacer es sentarse sobre su culo haragán en el dormitorio y escuchar su música sinfónica!

—Bueno, al chico le gusta la música. Eso es algo.

—¡Pero no hace nada con esa afición! ¡No la convierte en algo útil!

—¿Qué debería hacer?

—Tendría que ir a un estudio de radio y decirles que le gusta ese tipo de música y que le dieran trabajo radiándola.

—Cristo, no se hace así, no es tan fácil.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has intentado?

—Te lo puedo decir, así no se consigue.

Mi padre se introdujo en la boca una gran tajada de carne de cerdo. Una grasienta porción colgaba de sus labios mientras mascaba. Era como si tuviera tres labios. Luego lo deglutió todo y miró a mi madre.

—Ves, mamá, el chico no quiere trabajar. Mi madre me miró:

—Henry, ¿por qué no tomas tu comida?

Finalmente se decidió que me matricularía en la Universidad de la Ciudad de Los Angeles. No había que abonar una fianza escolar y se podían comprar libros de segunda mano en la cooperativa de libros. Mi padre estaba simplemente avergonzado porque yo no trabajaba, y el ir a estudiar me haría obtener algo de respetabilidad. Eli LaCrosse (Baldy) había estado allí durante un curso. El me aconsejó.

—¿Cuál es la carrera más jodidamente fácil de aprobar? —le pregunté.

—Periodismo. Sus asignaturas son muy fáciles.

—De acuerdo. Seré periodista.

Miré el programa universitario.

—¿Y en qué consiste eso del Día de Orientación del que hablan aquí?

—Oh, sáltate todo eso, es una mierda.

—Gracias por advertirme, compañero. En su lugar iremos a ese bar que está al otro lado del campus y nos tomaremos un par de cervezas.

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