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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (28 page)

—Tengo una máquina de escribir.

—¿Vas a escribir sobre nosotros? —preguntó Apestoso.

—Prefiero beber.

—Perfecto. Vamos a hacer un concurso de bebida. ¿Tienes algún dinero? —preguntó Apestoso.

—Dos dólares…

—Vale, la apuesta entonces es de dos dólares. ¡Que cotice todo el mundo! —dijo Harry.

Eso hacía dieciocho dólares. El dinero tenía buen aspecto tirado sobre la mesa. Apareció una botella junto con unos pequeños vasos.

—Becker nos dijo que tú crees que eres un tipo duro. ¿Eres un tipo duro?

—Claro.

—Bien, vamos a verlo…

La luz de la cocina era muy brillante. El whisky era puro, un whisky amarillo oscuro. Harry llenó los vasos. Semejante delicia. Mi boca, mi garganta, no podían esperar. La radio estaba encendida. «¡Oh, Johnny, oh, Johnny, cómo sabes amar!» cantaba alguien.

—¡Hasta el hígado! —dijo Harry.

No había modo que yo perdiera. Podía beber durante días. Nunca había tenido demasiado de beber.

Tragón tenía un diminuto vaso frente a él. Al alzar nosotros los nuestros y beberlos, él alzó el suyo y bebió. Todo el mundo pensó que era divertido, yo no creí que fuera muy divertido el que un enano así bebiera, pero no dije nada.

Harry sirvió otra ronda.

—¿Has leído mi narración corta, Hank? —preguntó Becker.

—Sí.

—¿Qué te pareció?

—Es buena. Estás preparado. Todo lo que necesitas ahora es un poco de suerte.

—¡Hasta el hígado! —dijo Harry.

La segunda ronda no fue ningún problema, todos la ingerimos, incluso Lana.

Harry me miró.

—¿Te gustaría vomitar la bebida, Hank?

—No.

—Bien. En caso que lo hicieras, tenemos a Cara de Perro para evitarlo. Cara de Perro era dos veces más grande que yo. Era tan hastiante estar en el mundo. Cada vez que mirabas a tu alrededor, siempre había algún tipo listo para destrozarte sin darte tiempo a respirar. Miré a Cara de Perro.

—¡Hola, compañero!

—Compañero tu padre —contestó—. Limítate a beberte la copa.

Harry rellenó los vasos saltándose el de Tragón, sin embargo, lo que aprecié. Muy bien, los alzamos y bebimos. Entonces Lana pasó de la competición.

—Mañana alguien tendrá que limpiar todo esto y despertar a Harry para que trabaje —dijo.

Se sirvió la siguiente ronda. Justo en ese momento se abrió la puerta de sopetón y un chico grandón y bien parecido de unos 22 años entró corriendo en la habitación.

—Mierda, Harry —dijo—, ¡escóndeme! ¡Acabo de atracar una maldita gasolinera!

—Mi coche está en el garage —replicó Harry—. ¡Túmbate en el suelo del asiento trasero y quédate ahí!

Bebimos. Se sirvió otra ronda. Apareció una nueva botella. Los dieciocho dólares aún estaban en el centro de la mesa. Todos seguíamos en el asunto excepto Lana. Iba a hacer falta mucho whisky para derrotarnos.

—Oye —pregunté a Harry—, ¿no nos vamos a quedar sin bebida?

—Muéstrale, Lana…

Lana abrió las puertas superiores de un armario. Pude ver hileras e hileras de botellas de whisky, todas de la misma marca. Parecía ser el botín producto del asalto a un camión, y probablemente lo era. Y esos eran los miembros de la banda: Harry, Lana, Apestoso, Pájaro de las Ciénagas, Ellis, Cara de Perro y el Destripador, tal vez Becker y, seguramente, el chaval joven que se escondía ahora en el asiento trasero del coche de Harry. Me sentí honrado por beber con una parte tan activa de la población de Los Angeles. Dedicaría mi primera novela a Robert Becker. Y sería una novela mejor que la de «El Tiempo y el Río».

Harry siguió sirviendo rondas y seguimos trasegándolas. La cocina estaba azulada por el humo de los cigarrillos.

Pájaro de las Ciénagas se retiró el primero. Tenía una larguísima nariz y sólo sacudió la cabeza, no más, no más, y todo lo que podías ver era su narizota oscilando entre la humareda azul.

Ellis fue el siguiente en caer derrotado. Tenía mucho pelo en el pecho pero, evidentemente, no en sus pelotas.

Cara de Perro se retiró a continuación. Pegó un salto hasta el fregadero y vomitó. Al escucharle, Harry tuvo la misma idea y saltó hasta el cubo de basura, donde vomitó.

Con eso quedábamos Becker, Apestoso, Destripador y yo.

Becker fue el siguiente. Tan sólo cruzó los brazos sobre la mesa, apoyó la cabeza, y se quedó frito.

—La noche es aún joven —dije—. Normalmente bebo hasta que sale el sol.

—¡Claro —dijo Destripador—, y también cagas en un cesto!

—Por supuesto, y tiene la forma de tu cabezota. Destripador se levantó.

—¡Tú, hijo de perra! ¡Te voy a partir el culo!

Me lanzó un golpe a través de la mesa, falló y tiró la botella. Lana cogió una fregona y limpió el suelo de líquido. Harry abrió otra botella.

—Siéntate, Des, o perderás la apuesta —dijo Harry. Harry sirvió otra nueva ronda. La hicimos desaparecer.

Destripador se puso en pie, anduvo hasta la puerta trasera, la abrió y se quedó mirando al cielo.

—Oye, Des, ¿qué demonios estás haciendo? —preguntó Apestoso.

—Estoy comprobando si tenemos luna llena.

—Bueno, ¿la hay?

No hubo respuesta. Oímos cómo caía por los escalones y aterrizaba sobre el seto. Le dejamos allí.

Con eso quedábamos Apestoso y yo.

—Todavía no he visto a nadie derrotar a Apestoso —dijo Harry.

Lana acababa de acostar a Tragón. Volvió a la cocina.

—¡Jesús, hay cuerpos caídos por todos lados!

—Sirve más, Harry —dije yo.

Harry llenó el vaso de Apestoso y luego el mío. Sabía que no era capaz de bebérmelo, así que hice lo único que podía hacer. Pretendí que era algo fácil coger el vaso y beberlo de un trago. Apestoso se quedó mirándome.

—Vuelvo en seguida. Tengo que ir al cagadero. Nos quedamos sentados esperando.

—Apestoso es un buen tipo —dije—. No deberías llamarle así. ¿Cómo se ganó el apodo?

—No sé —contestó Harry—, alguien se lo puso.

—Ese chico escondido en tu coche. ¿Va a salir alguna vez?

—No hasta mañana.

Seguimos sentados esperando.

—Creo —dijo Harry— que es mejor que echemos un vistazo.

Abrimos la puerta del baño. Daba la impresión de que Apestoso no estaba en él. Entonces le vimos. Se había caído en la bañera. Sus pies sobresalían en un extremo. Sus ojos estaban cerrados y estaba completamente ido. Volvimos a la mesa.

—El dinero es tuyo —dijo Harry.

—¿Qué tal si me dejáis contribuir algo por las botellas de whisky?

—Olvídalo.

—¿Lo dices en serio?

—Sí, por supuesto.

Recogí el dinero y lo guardé en mi bolsillo delantero. Luego miré el vaso de Apestoso.

—Es una pena desperdiciar este trago —dije.

—¿Quieres decir que vas a bebértelo? —preguntó Lana.

—¿Por qué no? Un trago para el camino…

Lo hice desaparecer.

—Muy bien, muchachos, ¡ha sido fantástico!

—Buenas noches, Hank.

Salí por la puerta trasera pasando por encima del cuerpo de Destripador. Encontré un callejón trasero y torcí a la izquierda. Anduve por él y vi un sedán Chevrolet de color verde. Me tambaleaba un poco a medida que me acercaba a él. Aferré la manija de la puerta trasera para afirmarme. La maldita puerta no estaba cerrada y se abrió de golpe haciéndome caer sobre la acera. Había luna llena y yo me di un fuerte golpe en el codo. El whisky me había subido de golpe. Me parecía imposible levantarme, pero tenía que hacerlo. Se suponía que yo era un chico duro. Me levanté y me caí contra la puerta medio abierta, afeitándome a ella, apoyándome en la manija. Permanecí un rato afirmándome y luego me senté en el asiento trasero del coche. Permanecí otro rato dentro. Luego comencé a vomitar. Me salió todo, vomité y vomité, cubriendo toda la trasera del Chevrolet. Luego volví a sentarme otro rato. Después me las arreglé para salir del coche. No me sentía tan mareado. Saqué mi pañuelo y limpié el vómito de mis pantalones y zapatos lo mejor que pude. Cerré la puerta del coche y seguí andando por el callejón. Tenía que encontrar el tranvía de la línea «W». Lo encontraría.

Y lo hice. Me subí en él. Bajé en la calle Westview, anduve por la 21ª y doblé al Sur por la Avenida Longwood hasta el número 2.122. Ascendí por el sendero del vecindario, encontré el arbusto de las bayas, trepé por encima de él y a través de la ventana abierta hasta entrar en mi dormitorio. Me desvestí y me metí en la cama. Debía de haberme tomado cerca de un litro de whisky. Mi padre roncaba aún, sólo que en ese momento de una forma más estruendosa y horrenda. De todos modos caí dormido.

Como siempre, llegué a la clase de Inglés del señor Hamilton con treinta minutos de retraso. Eran las 7.30 de la mañana. Me quedé fuera de la puerta y escuché. Estaban oyendo a Gilbert y Sullivan de nuevo. La misma canción sobre el mar y la Armada de la Reina. Hamilton no se cansaba de ellos. En el instituto tuve un profesor de Inglés que sólo nos hablaba de Poe, Poe, Edgar Allan Poe.

Abrí la puerta. Hamilton se acercó al tocadiscos y levantó la aguja. Luego anunció a la clase:

—Cuando el señor Chinaski llega, sabemos que son las 7.30. El señor Chinaski siempre llega a tiempo. El único problema es que es el tiempo incorrecto.

Hizo una pausa mirando a todas las caras de su clase. Parecía muy, muy digno. Luego bajó la vista hasta mí.

—Señor Chinaski, da igual que llegue usted a las 7.30 o no llegue en absoluto. De cualquier modo le voy a calificar con una «D» en este curso 1º de Inglés.

—¿Una «D», señor Hamilton? —pregunté con mi famoso gesto de burla—. ¿Por qué no una «F»?

—Porque la «F», a veces, puede implicar la palabra «follar». Y no creo que usted valga siquiera un polvo.

La clase entera aulló y rió y pateó y bramó. Yo me di la vuelta y salí cerrando la puerta tras de mí. Crucé el vestíbulo oyendo aún sus carcajadas.

52

La guerra estaba yendo bastante bien en Europa. Al menos para Hitler. La mayoría de los estudiantes no se pronunciaban sobre el tema. Pero los profesores auxiliares eran casi todos izquierdistas y antihitlerianos. Parecía no haber derechistas entre los profesores, exceptuando al señor Glasgow, de Económicas, y lo era con discreción.

Lo correcto, intelectual y popular, era ir a la guerra contra Alemania para detener el avance del fascismo. En mi caso no tenía ningunas ganas de ir a la guerra para salvar mi modo actual de vida o el posible futuro que me esperaba. Yo no tenía Libertad. No tenía nada. Con Hitler quizás obtuviera un coño de cuando en cuando y una paga semanal de más de un dólar. Además, como había nacido en Alemania, tenía una cierta lealtad natural y no me gustaba ver cómo equiparaban a todos los alemanes con monstruos e idiotas. En los cines aceleraban las imágenes de las noticias para hacer que Hitler y Mussolini parecieran locos frenéticos. También, con todos los profesores en contra de Alemania, descubrí que personalmente me era imposible simplemente estar de acuerdo con ellos. Sin sentirme alienado, pero sí naturalmente contrariado, decidí oponerme a sus puntos de vista. Nunca había leído el Mein Kampf ni tenía deseos de hacerlo. Para mí, Hitler sólo era otro dictador, sólo que, en vez de mis regañinas a la hora de cenar, probablemente me volara los sesos o las pelotas si iba a la guerra a intentar pararle.

Algunas veces, cuando los profesores hablaban y hablaban sobre los horrores del nazismo (nos enseñaron a escribir «nazi» con «n» minúscula, incluso si encabezaba una frase) y el fascismo, yo me ponía en pie de un brinco y soltaba algún comentario:

—¡La supervivencia de la raza humana depende de una selección responsable!

Lo que significaba: vigila con quién te vas a la cama; pero yo sólo sabía eso. Realmente mosqueaba a todo el mundo.

No sé de dónde sacaba mis discursitos:

—Uno de los errores de la democracia es que el voto universal da lugar a un líder común que nos conduce a una vida vulgar, apática y predecible.

Evitaba cualquier referencia directa a los judíos y los negros, los cuales nunca me habían ocasionado ningún problema. Todos mis problemas provenían de los blancos no judíos. Por lo tanto yo no era un nazi por temperamento o elección; fueron los profesores los que me hicieron seguir esa línea por parecerse y pensar como ellos y encima tener un prejuicio antialemán. Además yo había leído por ahí que si un hombre no creía o entendía verdaderamente la causa a la cual se adhería, de algún modo podía ser más convincente, lo que me daba una considerable ventaja sobre los profesores.

—Entrenad un caballo de tiro para convertirlo en uno de carreras y obtendréis un híbrido que no es ni veloz ni fuerte. ¡Una nueva Raza Dominadora surgirá de la selección premeditada y útil!

—No hay guerras buenas o malas. Lo único malo de una guerra es perderla. En todas las guerras ambos lados creen pelear por una Buena Causa. No se trata de saber quién tiene o no la razón, ¡se trata de comprobar quién tiene los mejores generales y el mejor ejército!

Me encantaba. Podía demostrar todo lo que me daba la gana.

Por supuesto estaba separándome más y más de las chicas. Pero de todos modos nunca había estado cerca. Creí que a causa de mis arrebatados discursos estaba solo en el campus, pero no fue así. Algunos más me habían escuchado. Un día, mientras me encaminaba a la clase de Reportajes de Actualidad, oí que alguien seguía mis pasos. Nunca me gustó que nadie me siguiera de cerca. Por eso me giré mientras andaba. Era el Delegado general de los estudiantes, Boyd Taylor. Era muy popular entre los estudiantes, el único tipo en la historia de la Universidad que había sido elegido Delegado por segunda vez.

—Oye, Chinaski, quiero hablar contigo.

Nunca me había fijado mucho en Boyd, era el típico joven americano bien parecido y con un futuro garantizado, siempre vestido con corrección, simpático y gentil, con cada pelo de su bigote perfectamente atusado. No tenía idea de cuál era su atractivo para los estudiantes. Se puso a mi lado y anduvo conmigo.

—¿No crees que no es bueno para ti, Boyd, que te vean caminar conmigo?

—Ese es mi problema.

—De acuerdo. ¿Qué pasa?

—Chinaski, esto es sólo entre tú y yo, ¿entiendes?

—Claro.

—Escucha, no tengo fe en las acciones o ideales de tipos como tú.

—¿Entonces?

—Pero quiero que sepas que si ganáis, aquí y en Europa, aceptaría con agrado estar a vuestro lado.

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