—¡No es posible! —balbuceó ella—. Angelo me abrazó la última vez que nos vimos, sus ojos no mostraban ningún odio. Él me amaba de la misma forma que yo a…
—Angelo murió en paz, pero creedme: no merece vuestras lágrimas.
—¡Es mentira!
La francesa alzó una ceja con extrañeza ante la respuesta de Anastasia.
—¿No me creéis? Me lo confesó en el lecho esa noche, la misma en que nos amamos. No erais nadie para él y es mi obligación, aunque sea difícil, decirlo en este momento.
—¿Os acostasteis con Angelo? —se asombró Anastasia, ahogada en sollozos.
—Las dos últimas noches —precisó mientras con su cabeza, muy despacio, asentía—. El me sedujo y yo no pude escapar. Creo que ninguna mujer habría podido huir de un hombre como él.
La italiana se enjugó las mejillas con las manos. Su respiración se apaciguó. En su cabeza las ideas cobraban la fragilidad de los cristales y se poblaban con las sombras de las noches más oscuras.
—Supo conquistar mi corazón, supo protegerme y también servir a Dios —continuó Ségolène—. Pero la realidad de hoy no es la de ayer, ni lo que pensabais era lo que en verdad sucedía: Angelo ya no está y el amor que vos sentís jamás fue correspondido.
Anastasia se quedó atónita estudiando el rostro de aquella mujer que compartió el lecho con su hermano y que, según parecía, había sido elegida como confidente de sus confesiones más íntimas, más impredecibles.
—Hoy nosotras padecemos otra realidad. —Ségolène se volvió para señalarle la puerta trabada, mostrándole que se encontraban en una prisión.
Hubo un largo silencio.
—¿Qué nos va a pasar ahora? —Anastasia comenzaba a preocuparse por su futuro.
—Nos quedaremos. El duque nos tendrá entre sedas. Vos sois… su preferida. No lo pasaréis mal a su lado.
—¿Estáis loca? —gritó perpleja—. ¡No me quedaré aquí con ese hombre!
—Estaréis conmigo. Permaneceremos juntas —interrumpió la francesa.
—Entonces debemos escapar —concluyó Anastasia—. Ni siquiera alcanzáis los veinte años, no creo que queráis envejecer en este castillo. ¿O sí?
Ségolène la miró con una leve sonrisa. Sus pómulos tomaron la firmeza del mármol y la textura pálida de un fresco. Con movimiento lento introdujo la mano en el escote de su compañera de celda y sus dedos buscaron hasta encontrar su pezón, que por debajo de la tela permanecía distendido y rosado.
—¿Qué me hacéis…? ¿Qué pretendéis…? —balbuceó Anastasia escandalizada.
La francesa liberó de un tirón los senos de esta admirando el volumen carnoso de aquella tentación que nadie se habría resistido a espiar. Anastasia intentó recomponerse la ropa pero se lo impidieron. Sedada, cayó nuevamente rendida sobre la almohada.
—Cuidar de vos —susurró Ségolène, mientras sus ojos azules invadían aquellos pechos.
Pero su insinuación quedó flotando en el aire, pues se incorporó y salió de la habitación. Giró dos vueltas de llave por fuera y se quedó escuchando tras la puerta, escudada por la oscuridad del pasillo. Sabía que Anastasia volvería a dormir, aún estaba débil, pero poco a poco la convertiría en su amante y en la esclava sexual preferida del duque. Ella era la única carta para evitar la venganza de la Inquisición y una pieza indispensable en aquel rompecabezas. Una pieza que nadie se atrevería a eliminar.
La mañana siguiente sorprendió al duque y a Darko en una reunión. Ambos estaban interesados en definir los pormenores de su acuerdo, algo que traería confianza y seguridad al ducado y, sobre todo, la ansiada tranquilidad al duque traidor. Se necesitaron seis guardias para entrar los tres pesados cofres, siguiendo las órdenes de lord Kovac, convertido en los ojos de su maestro. Al ser abiertos mostraron su preciado contenido. Pasquale Bocanegra de Aosta permanecía inmutable, vestido con un traje de terciopelo oscuro. Sin embargo, su inalterable estampa solo duró un brevísimo instante, hasta que sus ojos ilustraron sus emociones. La mueca fue involuntaria, pero su rostro evidenció su codicia y la fascinación que le provocaba el brillo del oro que llenaba los cofres.
—¿Qué hace todo este oro en mi castillo? —se asombró.
—Es un adelanto por nuestro trato. Lo envía un conde de Ginebra a quien prometí la esfera. Es protestante y nos protegerá de Roma —respondió el anciano desde su silla, con las manos aferradas a la vara y su vista muerta divagando por los recodos de la habitación.
—¿Qué tiene esa esfera que yo no sepa? —exigió el noble.
—Aceptad que la teología no es vuestro fuerte y dejadme manejar los destinos de la reliquia. A cambio, solo tendréis que dedicaros a recoger el oro que os lloverá.
—¿Y por qué debería seguir vuestro consejo? —razonó el duque con un deje de ironía—. La reliquia está en mi poder.
—Porque ya no tenéis opción. —Su expresión fue macabra, oscura y amenazadora—. Al aceptar mi propuesta de no devolver la esfera habéis ganado un enemigo infinito: la Iglesia. Ahora, únicamente contáis con mi oferta. Aparte de mí solo os rodean enemigos.
Darko percibía, a pesar de su ceguera, que Bocanegra lo estaba mirando, incluso imaginaba su mueca reflexiva mientras meditaba. Sabía que las palabras del viejo eran ciertas: la Iglesia vendría en cualquier momento, la garantía que suponía Anastasia no aseguraba del todo la supervivencia de su ducado ante un ataque directo del ejército papal. Era cierto, sus asuntos no podían apartarse de su realidad inmediata, no podía divagar sobre pormenores teológicos que solo añadirían problemas, le restarían horas de sueño y le producirían confusión.
El duque se levantó de su asiento y caminó hasta la ventana, donde se dedicó a observar la nevada matutina, que caía en algodones pequeños.
—Está bien. ¿Qué pensáis hacer con la reliquia?
El brujo sonrió. Sus labios finos y amoratados se movieron.
—El conde suizo ya ha vendido los derechos a una imprenta alemana. La esfera contiene un documento medieval de sumo interés, una novedad teológica que algunos suponen peligrosa… y otros, como yo y como el noble, no. Los dividendos que generará esta edición serán incalculables, y también la fama de quienes lo hagan público, entre ellos, vos. En concreto, recibiréis regalías de una edición sin precedentes, obtendréis mucho más oro y riquezas de las que soñasteis en el trato con la Iglesia. Tendréis protección de los ejércitos protestantes y una vida nueva. Cada uno de nosotros hará lo que deba, sin molestarnos los unos a los otros, pues el beneficio será para todos en común.
Bocanegra se llevó la mano al mentón y contempló los cofres, la prueba más concreta de que las palabras del brujo eran ciertas. Como un apóstol incrédulo que necesitara meter su mano en la carne, caminó hasta los baúles y tocó las monedas. Arrodillado, metió su mano en la fortuna. Escarbó con sus dedos hasta donde pudo.
Y creyó.
—Está bien. —Suspiró—. Podéis comenzar con lo pactado.
—Entonces debéis entregarme la esfera —replicó Darko tras un breve silencio—. La llevaremos a tierras suizas y allí será estudiada y editada. Después enviarán el resto del oro.
—¿Cuándo?
—Lo antes posible.
El duque de Aosta quedó abrumado por la idea de entregar aquel objeto que parecía concitar el interés de los más altos pensadores y teólogos. Sin embargo, debía ceder. Era la única manera de lograr el control de esa apremiante situación. Aunque no sin garantías.
—Está bien, os la daré. Pero vos os quedaréis en Aosta, conmigo.
Darko había planeado viajar a Suiza con la reliquia, pero calló.
—No hay problema en ello —contestó—. Mi discípulo podrá llevar la reliquia. Mientras tanto yo permaneceré donde gustéis, donde creáis más conveniente.
—Bien, os quedaréis aquí, en este castillo. Ambos compartiremos el mismo destino.
La charla llegó a su fin.
Los baúles fueron arrastrados hasta las arcas del duque y la esfera quedó al amparo de una de las llaves que pendían del cuello de Bocanegra.
Una fuerte turbulencia estaba a punto de caer sobre el valle. Y el brujo lo sabía.
Los laterales de la capilla Sixtina, en aquel 28 de febrero de 1599, no solo evidenciaban el estilo fortificado del templo sino que mostraban los frescos que evocaban los sucesos del Antiguo y el Nuevo Testamento. Pero la atención principal recaía en el que se alzaba detrás del altar: Cristo era el centro, como juez implacable, y sus anatemas llegaban a ricos y poderosos, a pobres y esclavos. Todo convergía en ese epicentro que rodeaban profetas, apóstoles y mártires. Hacia arriba y por la derecha ascendían los elegidos, mientras que hacia abajo y a la izquierda, los réprobos e impíos se hundían en la oscuridad y los suplicios del Infierno.
El papa Clemente VIII se encontraba sentado en la cabecera de la capilla, delante del altar y a espadas del Gran Juicio. Vestía con una gruesa capa dorada abrochada en el pecho y llevaba las manos enguantadas. Estaba cubierto con la tiara y sus hombros soportaban el palio que pendía de su pecho, bordado con las siete cruces del Vicario de Cristo. Su mirada, como todas las de quienes allí estaban, mostraba gran seriedad.
La puerta principal se abrió y dio paso a una procesión de prelados que caminaron en silencio en dos filas paralelas hacia el Pontífice. A medida que los religiosos llegaban ante el altar cada cual se dirigía a su puesto en las gradas. Los obispos iban tocados con sus mitras y cubrían sus hombros y pecho con las pesadas capas pluviales; los cardenales, a su vez, llevaban sombreros chatos de ala redonda y la faja púrpura en la cintura.
Una vez sentados, el silencio, perfumado por el aroma del incienso, los envolvió y la puerta principal se abrió de nuevo para que entrara el último invitado, el cardenal Vincenzo Iuliano, máximo responsable de la Inquisición, que cruzó la capilla Sixtina ante todos sus compañeros hasta situarse en un banco situado justo delante del Pontífice.
No había duda para él del motivo de aquella reunión de prelados y por qué había sido ese el lugar elegido para hacerlo: el secreto papal se había roto. La Iglesia debía prepararse para una gran tribulación.
La puerta de la cabaña se abrió y la luz del exterior cegó al prisionero de guerra más importante de Chamonix. Lo habían encontrado durante el atardecer del mismo día de la batalla, moribundo y casi congelado aunque ahora estaba fuera de peligro. Èvola entró en el refugio y contempló, allí, en la remota y helada Les Praz, al hombre que yacía en el camastro. Sus miradas se cruzaron.
—Dejadme morir en paz —exhaló el archiduque Mustaine. El benedictino se volvió hacia los guardias y con un gesto parco les conminó a salir—. ¿A qué habéis venido? ¿Qué deseáis de mí? —inquirió el noble—. He sido derrotado y despojado de mis tierras, mi fortaleza ha caído y mi ejército ha sido diezmado. ¿Por qué no me dejan morir? ¿Por qué insisten en tenerme entre los vivos?
—Fue mi decisión.
—Sois un cínico —le espetó con rencor—. No tenéis piedad, no sois cristiano. Gustáis de torturar a vuestros enemigos para obligarles a vivir en un infierno perpetuo.
—Os equivocáis —respondió Èvola en un correcto francés esforzándose por mostrarse diplomático—. No soy el demonio por quien me tenéis.
—Pagasteis a mis aliados para que me traicionaran —replicó—. Vos, un monje…
—Os negasteis a obedecer a la Iglesia, desde ese momento cualquier recurso contra vuestra rebeldía era legítimo. Soy religioso y gozo de la vida contemplativa y conventual, pero no por ello dejaré de luchar contra los enemigos de mi Dios.
Mustaine suspiró y apoyó la cabeza en la almohada. Aún estaba débil.
—¿Qué queréis de mí? —susurró desde el lecho.
—He decidido devolveros el archiducado —afirmó Èvola ambiguo con un inescrutable brillo alumbrando su único ojo—. Retomaréis el control de la fortaleza y del ejército.
Mustaine le escuchaba como si se tratase de una burla, pero el silencio críptico del monje le hizo dudar.
—Habéis enloquecido —gruñó con una mueca desdeñosa. Se incorporó a tientas y, apoyando los codos en el camastro, le increpó con ironía—. Hace una semana me quitasteis todo. ¿Ahora pretendéis devolvérmelo?
—Dispondréis de un ejército de mercenarios suizos, los mismos que os han atacado. Retomaréis el poder en la región y obtendréis el apoyo incondicional de los nobles que os traicionaron, que os jurarán fidelidad delante de mí y se disculparán. Luego marcharéis hacia Italia y os vengaréis del duque que invadió vuestras tierras.
—¿Venganza? ¿Proponéis que vaya a por Bocanegra?
—¿No lo deseáis?
—¡Cómo no he de querer vengarme de ese cretino! —respondió sin pensar Mustaine—. Lo que no entiendo es por qué hacéis esto. Yo debería estar muerto o encarcelado…
—No es momento de entender, solo de elegir. ¿O preferís olvidar mi propuesta y quedaros aquí en calidad de prisionero?
—Devolvedme mi archiducado —rugió— y juro que me encargaré de Bocanegra.
—Así sea: mañana mismo encontraréis un ejército en Chamonix y volveréis a luchar por el poder.
—Tengo un plomo de arcabuz en el hombro y tres flechas en la espalda —recordó.
—Sois un hombre fuerte, vuestras heridas cerrarán —contestó Èvola tajante—. Ordenaré a los médicos viajar a vuestro lado.
—¿Cómo podéis tener la certeza de que venceré al duque en sus tierras?
—Porque esta vez pelearéis del lado de la Iglesia —afirmó el religioso con total convencimiento.
El napolitano cerró la puerta a sus espaldas y, apoyándose en ella, sonrió satisfecho. Poco después un antiguo oficial de Mustaine llamó a aquella misma puerta todavía algo sorprendido: acababan de liberarle de su celda. Por orden del monje, le entregó la espada que este había perdido en la nieve durante la sangrienta escaramuza confirmándole asimismo que, aunque pareciera una locura, el ejército de suizos esperaba sus órdenes.
El archiduque tomó la espada y la empuñó con fuerza. La Providencia parecía derramar su gracia de extraña y retorcida manera, pero no se detuvo a pensarlo, no en ese momento; ya encontraría tiempo para hacerlo. Ahora era la hora de la venganza, no de la reflexión.
En la capilla Sixtina el cardenal Vincenzo Iuliano era el centro de atención. Permanecía sentado en un banquillo frente a Clemente VIII. A ambos lados, dispuestos en gradas, se situaba la curia. Prudente y desconfiado, había escudriñado atentamente los rostros y actitudes de los trece prelados que presenciaban la sesión en tanto no comenzaba la audiencia, que no tardó en iniciarse cuando la voz del secretario de Estado, Pietro Aldobrandini, resonó con profundidad en la estancia en un latín culto y cuidado: