La sexta vía

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

 

Descubre una épica aventura que podría cambiar el rumbo de la cristiandad.

Cuando una misteriosa reliquia llega a manos del inquisidor Angelo DeGrasso, el equilibrio de poderes en la Italia de fnales del siglo XVI vuelve a tambalearse. Se trata de la pista que conduce hasta el escondite de la Sexta Vía —la Vía Dolorosa—, un silogismo de santo Tomás de Aquino que demuestra defnitivamente la existencia de Dios. La Iglesia teme por la extinción de la fe en detrimento de la razón. Los adoradores del diablo ven una oportunidad inmejorable para terminar con la cristiandad. Y los miembros de la
Corpus Carus
deben mantener esa prueba oculta a toda costa.

Empieza una lucha sin tregua en la que el sexo, la magia negra, la traición y la ambición de poder son simples monedas de cambio en el tablero sobre el que libran batalla el bien y el mal. Una batalla donde las fronteras entre ambos bandos están más difusas que nunca. Una batalla donde la fe es una peligrosa arma de doble filo. Una batalla que puede decidir el destino de la humanidad.

Patricio Sturlese

La sexta vía

ePUB v1.0

libra_861010
23.05.12

Título original:
La sexta vía

Patricio Sturlese, 2009.

Editor original: libra_861010 (v1.0)

A Lola y Mima.

A mi hermano Alejandro

Prólogo

LA DIMENSIÓN DIABÓLICA

La luna llena asomó tras las nubes arrastradas por el viento de la noche. Los ojos del hombre se posaron en la oscuridad del bosque, que devolvía un concierto de aullidos nacidos de la niebla. Fueron unos instantes de sospecha.

Nuevamente, un rayo de luna iluminó el valle y el resplandor bañó de luz los árboles. Lord Kovac era un individuo joven y fornido. Sus largos cabellos, de un rubio tan pálido que parecían blancos, se amontonaban sobre sus hombros cubiertos por un capote.

La imagen de aquel bosque negro le infundía terror, un terror que en aquellos momentos intentaba espantar de su pensamiento.

—¿Hay alguien fuera? —balbuceó su cómplice por detrás.

El húngaro se volvió hacia él sigiloso y se llevó el índice a los labios con firmeza terminante. No quería ruidos. Lentamente, se giró hacia el ventanuco para seguir vigilando el exterior. Aquel gesto dejó al descubierto parte de la piel de su cuello donde lucía un tatuaje con forma de estrella de cinco puntas invertida.

Lord Kovac era el responsable del asesinato de cinco niños en el transcurso de aquel verano. Los había empalado con largas y afiladas astillas de madera y toda la región de Santiago de Guatemala acogió con horror la aparición de ese asesino que había comenzado su siniestra matanza el día exacto del solsticio. El significado astronómico de esa fecha era bien conocido: el 22 de diciembre marcaba la noche más larga y oscura en Europa y, al parecer, también ahora en América debía ser festejado con un baño de sangre.

Exhaló con lentitud un suspiro que rápidamente se transformó en vapor helado mientras percibía el bombeo exaltado de su propio corazón. Se sentía asfixiado por una sensación que lo mantenía al borde del colapso. Limpió de forma apresurada el sudor de su frente y decidió dejarse llevar y comenzar a disfrutar de aquella extraña excitación.

—Estamos solos —susurró por fin, convencido de sus propias palabras.

Dentro de la cabaña, abandonada y destartalada, todo estaba preparado desde hacía días a la espera del tiempo propicio, aguardando a que llegara la fecha señalada. Por fin ese momento acababa de cumplirse; el húngaro asintió y su condiscípulo encendió las cinco velas negras que yacían sobre cada una de las puntas de un gran pentagrama trazado en el suelo, muy similar al que adornaba la piel de su cuello. Lord Kovac se sentó junto a su acólito mientras este se incorporaba a medias para apartar la manta que cubría aquel centro de la figura geométrica iluminada.

La expresión del húngaro delató curiosidad mientras su mano presurosa ayudaba a replegar la manta. Entonces la vio y, en ese instante, su rostro se desencajó.

Allí estaba. Desnuda. Una mujer morena con el vientre tremendamente abombado por su avanzado estado de gestación que sudaba bajo los efectos de un bebedizo.

—¿De dónde la has traído? —preguntó Kovac.

—De la ciudad… —respondió su cómplice con su fuerte acento alemán—. Es una ramera. La muy puta desea quitarse al niño de encima para seguir trabajando.

Hubo un silencio.

—¿De cuánto es su preñez?

—Nueve meses.

Ambos se hicieron una seña de complicidad. El condiscípulo se relamió con lujuria mientras un escalofrío recorría la espalda de Kovac. El estómago se le endureció y sus músculos parecieron agarrotarse por un instante, luego sonrió turbado a causa de ese torrente de sensaciones.

—Excelente —respondió al fin—. No los reclamarán, sus destinos no les importan a nadie. ¿Estás seguro de que no te han seguido? —preguntó incisivo.

—Lo estoy. —El alemán sonrió exultante.

—Comencemos entonces.

Lord Kovac dirigió su atención a la mujer que, drogada, observaba la luz de las velas en silencio, con semblante turbio y perdido. Los brebajes la mantenían sosegada, pero aun así pudo distinguir los rostros de aquellos hombres desconocidos y notar cómo una náusea repentina le recorría la garganta. El húngaro impuso las manos sobre ella concentrándose en el pentagrama que la rodeaba.

—Vobiscum Satana… —Kovac comenzó a rezar—. En esta noche ofrezco el sacrificio que anticipará el último aquelarre, aquel que derramará la blasfemia eterna sobre la cruz y todos los hijos del Nazareno.

La mujer empezó a experimentar extrañas convulsiones producto de las pócimas. Sudaba con profusión y parecía notar contracciones violentas en el abdomen. Entonces, el alemán le oprimió el vientre con una mano mientras con la otra, insensible a su sufrimiento y armado con un afilado cuchillo de gran tamaño, rajaba la piel de su abdomen intentando no hundir demasiado el filo en su cuerpo. A continuación, dejándolo a un lado, hurgó en la herida sin preocuparse por la sangre que manaba en abundancia. Y lo sintió. Sintió con la yema de los dedos la piel resbaladiza del pequeño nonato. Lo agarró firmemente y de un violento tirón lo sacó de la matriz.

El grito de la mujer fue atroz, un alarido intenso y tortuoso al que siguió un gimoteo desvaído. Su mirada recorrió el techo, aterrorizada, mientras cerraba los puños. Después, aflojó lentamente el cuerpo y una lágrima involuntaria rodó por su mejilla. Entonces se quedó rígida y exhaló su último aliento.

Sobrevino un silencio.

Los hombres escudriñaron allí su rostro.

—Ha muerto —constató Kovac en un rumor mientras contemplaba con frialdad aquellos ojos abiertos de par en par.

El húngaro dirigió la vista hacia abajo, allí donde estaba el recién nacido, sobre la basta tela y cubierto de un líquido viscoso. Con el cuchillo cortó su cordón umbilical y, tras apartarlo del cuerpo aún caliente de su madre, lo alzó con suavidad para examinarlo en la tenue penumbra que proporcionaban las velas. Pronto notó en los dedos el latir de aquel pequeño corazón y el bálsamo suave que exudaba su piel cobriza. Kovac sintió el calor inexplicable de una vida, una conciencia nueva e irrepetible proveniente de la matriz viciada de aquella mujer. Escrutó por un instante a su condiscípulo alemán y, centrándose ahora en el niño que lloraba con toda la fuerza de sus pulmones, cerró por un instante los párpados para recitar:

—La maldad es lo que separa al hombre de la bestia —proclamó—, es el estigma que demuestra la verdadera existencia diabólica en el universo, pues las bestias pelean por instinto y atacan por reflejo, mas el hombre lo hace por elección.

Lord Kovac expelió un aire gélido. Sabía perfectamente que el mal existía, que era real y palpable como una sólida columna de granito. Pero el hombre común, para protegerse, negaba esa realidad y los testimonios históricos que surgían de los libros como hordas incitando a la demencia. Las pruebas del mal estaban ahí, ante todos. En los anales mismos del hombre, en la raíz misma de los holocaustos y las sangrías.

El húngaro sabía que la dimensión del terror yacía en la historia disfrazada de realidad; que este se colaba en los hogares y se delataba en las orgías de muerte, en los tributos banales, en el amor por la ambición, en el ensalzamiento de unos hombres para conspirar después contra ellos, en un inexplicable odio que aborrecía la vida y al prójimo.

—Cada uno para sí… y Dios contra todos —murmuró finalmente para centrar de nuevo toda su curiosidad en el bebé. Su beatífica inocencia lo atrapó como un anzuelo.

El mal siempre estuvo presente, lo sabía. Y Satanás era real, tan real que nadie le creía. Y los hombres, como si fuesen ciegos, no podían percibir lo que reinaba delante de ellos, el mayor de todos los signos: todo un mundo devorado por la oscuridad a plena luz del día. La prueba de su existencia era tan grande y majestuosa que ni siquiera la percibían.

—«Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como estos es el Reino de los Cielos» —ironizó, evocando las palabras de Cristo que más le indignaban. Llevado por el empuje de esa rabia, tomó una astilla de madera larga y puntiaguda que, convenientemente preparada, había reposado a un lado del pentagrama durante aquella ceremonia. Desde su infancia había imitado lo que hacían los nobles con sus enemigos en su reino natal; sabía muy bien qué clase de tormento significaba la madera afilada, qué horror y qué sufrimiento producía. Sus labios se movieron lentos y temblorosos—. Exigid libertad… y en nombre de ella matad a vuestros hijos en el vientre y haréis sacramento con Satanás.

Acercó lentamente la astilla hasta ponerla sobre el ombligo del niño. El llanto del bebé, que poco a poco había ido perdiendo fuerza, se intensificó. Ahora boqueaba impaciente y movía su cabecita olfateando el aire, intentando captar algo aun en su ceguera, incapaz de comprender la dimensión de la maldad y el sufrimiento.

Su condiscípulo sonrió a la luz de las velas con complacencia mostrando sus dientes podridos. Allí estaba el testimonio máximo de la maldad: un hombre sometiendo a un niño.

Lord Kovac presionó ligeramente la astilla contra el vientre del recién nacido. Iba a ir despacio para que se hundiera poco a poco en la carne, para que el niño sintiese el dolor, para que su agonía fuera prolongada y poder disfrutar así de esa conciencia que se extinguiría inexorablemente. Comenzó a presionar con lentitud, saboreando los jadeos que ahora se convertían de nuevo en llanto, en un solitario grito desesperado. Y la maldad cubrió la cabaña abandonada como si fuera un sudario diabólico.

De repente, titubeó y volvió su pálido rostro hacia la puerta descuidando a la criatura que lloraba entre sus manos. El alemán seguía sonriendo inmerso en el rito de las velas y el pentagrama del suelo, pero lord Kovac se incorporó, soltó la astilla y dio un paso atrás sin dejar de acechar la puerta. Todo sucedió muy rápido, tanto que el tiempo pareció detenerse. La puerta de la cabaña saltó arrancada del marco y el húngaro, abandonando al bebé en el suelo, se apresuró hacia el otro extremo de la estancia y tomó impulso para arrojarse por la ventana trasera con un ruido seco de madera rota, rodando sobre la tierra. Estaba frenético y aterrado; su peor pesadilla se había hecho realidad y su sospecha transformado en certeza: en aquel bosque cualquier cosa podía suceder. Arrastrándose como una víbora por el barro logró entrar en la oscuridad protectora de sus árboles. A continuación, se puso en pie y corrió bajo las nubes negras. Corrió desenfrenado para esconderse de sus actos.

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