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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

La sexta vía (5 page)

La mujer obedeció.

6

Al llegar a la quinta torre la mujer se detuvo. Ante su paso se interponía una robusta puerta de roble reforzada con cantoneras de bronce y travesaños de hierro remachado que mostraban, como el resto del interior del castillo, su origen medieval: una caprichosa mezcla de arte cisterciense, severo y matemático, y gótico, alegre y florido. La mujer esperó la reacción del anciano.

—Abrid la puerta —ordenó, y le tendió un llavero que extrajo de entre sus ropas y que misteriosamente había logrado conservar en su poder pese a que ahora, desde que era prisionero en aquella fortaleza, obligado a estudiar y poner toda su ciencia al servicio de sus enemigos, todos sus actos estaban estrechamente controlados.

La mujer jamás había accedido a la quinta torre, que estaba prohibida. Nadie en el castillo del Monte podía entrar allí salvo los inquisidores. Solo a los monjes del Santo Oficio les estaba permitido el acceso a la cámara en la que Darko llevaba a cabo sus estudios, la misma donde perdió la vista y en la que, según su propio relato, rozó peligrosamente el umbral del máximo conocimiento del Todopoderoso.

Pero ahora el astrólogo no tenía opción, debía confiar en unos ojos que no eran los suyos y en una mujer que, aun desconociendo los secretos, debería transportarlos y manejarlos… Darko experimentaba sentimientos encontrados que oscilaban entre la desconfianza y el deseo de proseguir con los planes. Las piernas le temblaron.

La puerta crujió mientras se abría y reveló un cuarto oscuro y gélido que fue mostrando sus enigmas a medida que la mujer encendía los candelabros. Las cortinas apenas se movían pese al aire que entraba a través de la tronera abierta. Ella se apresuró a correrlas.

—¿Acostumbráis trabajar con estas temperaturas tan bajas? —preguntó.

Darko cerró la puerta a sus espaldas.

—El frío me es familiar, estoy acostumbrado al invierno de los Cárpatos. —El brujo estiró la mano hasta encontrarse con la suya—. ¿Podré confiar en vos?

—Por supuesto… ¿En quién más podríais hacerlo?

—¿Me serviréis como si vuestros ojos fuesen los míos? ¿Haréis lo que os pida?

—Sí, lo haré.

El silbido del viento entró por la aspillera arrastrando las palabras de la joven. El anciano acercó los dedos al rostro de la mujer y recorrió con suavidad los labios carnosos delineados con la firmeza de una escultura, con la tersura de la juventud y la agresividad de la tentación. Retiró la mano de pronto y ella quedó expectante.

—La mujer siempre será una vil traidora —espetó el astrólogo con el aliento congelado, que formaba un vaho blanquecino—. Vosotras sois la tentación y la ruina de los hombres. Espero que no seáis quien prosiga con tan horrible linaje.

—No lo soy, Maestro, pero ¿por qué me habláis así? —se impacientó ella.

—Debo asegurarme, voy a daros el poder que ningún hombre imaginó jamás. Voy a entregaros mi secreto: la esfera, la reliquia que lleva dentro el veneno de una rosa negra que seducirá y condenará al hombre por los siglos de los siglos.

La mujer sintió un repentino escalofrío que trepó por su espalda e invadió todo su torso hasta endurecer sus pezones. Su boca quedó entreabierta y su rostro gélido y desconcertado. El viento soplaba fuera y sus silbidos creaban raras sinfonías.

—Ahí guardo mis secretos —prosiguió el moldavo mientras señalaba la pared. Empotrado en el muro se vislumbraba un relicario macizo y ornamentado—. Abrid la puerta y ved lo que hay dentro.

El astrólogo metió una mano bajo su camisa y extrajo una llave pequeña y brillante que llevaba colgada del cuello. Se quitó la cadena y la ofreció a la mujer, quien tomó la ofrenda con cautela y la introdujo en la cerradura, la giró y sintió el cerrojo desplazarse, limpio y sin ruidos, perfectamente lubricado, hasta que la puerta maciza se abrió ante su rostro.

—¿Qué veis? —preguntó él.

—Está… oscuro. —La mujer arrimó el candelabro.

—Tiene que haber algo —se impacientó el brujo.

—Sí. Una botella pequeña… Llena de un líquido turbio y rojizo, sellada con lacre en el tapón. Hay también una leyenda en el rótulo… no logro comprenderla. ¿Qué significa?

—No importa, está escrito en griego. Tomadla con cuidado y dádmela. Al elaborar esa poción con una fórmula alquímica extraída de antiguos conjuros medievales perdí la vista. Los efluvios que emanaban me cegaron y, sin embargo, no quiero desprenderme de ella. La necesito junto a mí, para asegurarme… —explicaba mientras recibía la botella y la palpaba recorriendo sus formas como un apóstol incrédulo de su propia obra que necesitaba comprobarlo todo. Sin el amparo de la fe, una fe ingrata, gratuita e insegura incluso para un ciego como él, la razón era el único método infalible. El astrólogo devolvió la botella a la mujer y le ordenó que la dejase en el sitio exacto de donde la había tomado—. ¿Qué más veis ahí dentro?

—Un bulto cubierto por una seda anudada.

Darko tomó su bastón y se colocó delante del nicho tanteando la pared hasta encontrarlo; cuando lo hubo conseguido, metió la mano hasta el fondo para comprobar lo que la mujer le decía, tal como hizo el apóstol Tomás en el costado de Cristo.

Con la misma incredulidad y temor llegó a una conclusión. Era real, como los dedos que hurgaban en el nicho, como la fe que depositaba en sus yemas: allí seguía la esfera.

Al igual que el apóstol Tomás, creyó; y al igual que él cayó de rodillas. Darko suspiró y escudriñó en la inmensa oscuridad con unos ojos que iban y venían sin sentido, buscando una luz que no existía para él.

Pudo sentir la fragancia del perfume que quedó impregnado en su mano tras palpar la reliquia. Aspiró aquel aroma y pensó.

Era el perfume más delicioso que había preparado, destinado solo a bañarla, a embellecerla para que fuera tan hermosa al olfato como a la vista, con su forma perfecta que jamás podría volver a contemplar. Su miedo se convirtió en un presagio, en una corazonada. El temor a que hubieran robado el relicario le había llevado hasta allí para comprobar que los inquisidores todavía no habían llegado. Aún lo conservaba, aún era suyo. Ahora, sin embargo, sentía renacer sus recelos desde la ceguera, atrapado en sus efluvios y sospechando del mundo entero, de los príncipes y reyes, de los cónsules y campesinos, de los clérigos y de la Iglesia, de los inquisidores y hasta del mismo Dios.

El silencio se quebró.

Darko lanzó un gritó feroz. Un sonido desafinado de ira y dolor.

—¿Qué sucede? —exclamó la mujer, sorprendida.

El brujo señaló el interior del relicario con su uña crecida y amarillenta.

—Llevadla… sacadla de aquí. —El dolor de saber que debía desprenderse de la esfera se intensificó, amargado por un destino que le obligaba a sortear obstáculos inesperados.

—¿Adonde queréis que la lleve?

El astrólogo se encogió de hombros y tomó el bastón con ambas manos. Una pequeña gota de líquido transparente cayó de uno de sus ojos quemados.

—A la iglesia abandonada de Portomaggiore, en el ducado de Ferrara. Hallaréis unas baldosas flojas bajo la antigua pila bautismal. Allí la dejaréis. Sois mi última esperanza para burlar la prisión de este castillo y a los inquisidores.

—¿Y el frasco? ¿También debo llevar el líquido rojizo conmigo?

—¡No! —vociferó—. El brebaje permanecerá junto a mí, no lo sacaré hasta que haya llegado la última señal. —El moldavo señaló en dirección a la puerta con su falange huesuda—. ¡Marchad! ¡Idos ahora y conseguid lo que más necesito: la reunión de mis brujos en el lugar que os señalé!

La mujer no comprendió del todo, percibía que había algo que aún no terminaba de entender. Le era difícil… tan difícil como descifrar la mente errática del astrólogo. Se sentía confundida, pero en sus ojos comenzó a asomar un brillo de codicia: era un momento único. Los deseos de Darko prostituidos para conseguir un fin aún incierto.

La mujer, obedeciendo, se retiró del cuarto tras echar una última mirada a Darko, que permanecía aferrado a su bastón. El anciano aguzó el oído hasta percibir cómo sus pasos se alejaban por el pasillo de piedra, después tomó el frasco lacrado y caminó lentamente hacia la tronera guiándose con su mano por la pared. Corrió las cortinas y dejó que el viento helado azotara su rostro. Podía sentir la noche e, incluso, su propia presencia en la inmensidad del castillo, su figura en la inmensidad de las tierras de Puglia y su pequeñez en la vastedad de la Creación.

Inesperadamente un grito terrorífico resonó en la quinta torre, como el de un muerto en pos de su alma: el de Darko en busca de su última señal, la noticia del niño muerto que no llegaba. Los ecos propagaron por los muros la aversión al encierro y el espanto de un hombre atormentado.

Desde la oscuridad del pasillo la mujer volvió sigilosamente sobre sus pasos para contemplar en silencio al moldavo, encogido ahora en un rincón. Sonrió ligeramente. Fue una sonrisa de Judas.

III. Legado herético
7

En Roma, en la sede del Santo Oficio, la noticia cayó como hacha de verdugo, pesada y letal, cortando de cuajo las aspiraciones y estrategias más herméticas de la Santa Inquisición. Ese plomizo 22 de enero las cuatro personas que conformaban la cúpula de la Iglesia fueron conscientes de que esta se encontraba en la situación más vulnerable de su historia. No cabía duda, la crisis podía derivar en una apostasía impredecible, en una deserción religiosa superior incluso a la acaecida a raíz de las reformas luteranas.

Solamente el Pontífice y tres cardenales de confianza eran conocedores de los funestos detalles de lo acaecido, incluso el mensajero que había llevado el despacho había sido encerrado en una suerte de cuarentena obligatoria.

Uno de los tres prelados era el cardenal de la Inquisición y quien soportó el mayor golpe, ya que el asunto le concernía directamente. La novedad más temida había llegado con las primeras claridades del día: la esfera había sido robada.

En ese preciso instante el Superior General de la Inquisición se encontraba en su despacho, sentado tras su escritorio y con orden expresa de que nadie le interrumpiera. Solo el aliento tibio que escapaba de sus labios denotaba que estaba vivo. El purpurado, inmóvil, mantenía la mano apoyada en la sien y los ojos cerrados.

Era culpa suya. Que el mapa hubiera escapado de manos de la Inquisición era su culpa. El Papa se lo había dicho personalmente esa mañana. Le había confiado también que si no recuperaba la esfera se vería obligado a romper el silencio y confesar el secreto antes de que todo saliese a la luz, un secreto que llevaba tres siglos en poder de los últimos sucesores apostólicos, algo que, de revelarse, degeneraría en un caos impredecible en el seno mismo de la Iglesia. Y el cardenal Iuliano lo sabía. Cada afirmación del Pontífice no era una exageración, era la predicción incontestable del único futuro posible.

La seguridad del castillo del Monte había sido violada. Un hecho increíble, absurdo: toda una mole de roca maciza y un centenar de guardias habían resultado tan poco efectivos como una jaula de gallinas. Todo aquel aparato, aquel despliegue de medios, había sido orquestado para custodiar a una sola persona: un viejo moldavo tan frágil como la loza. Era inaudito. El cardenal negaba con la cabeza mientras buscaba una fisura invisible, repasaba y analizaba los posibles accesos que podría haber utilizado el más atrevido de los ladrones. No quería admitir que un hombre llegado de la nada pudiera saquear la torre más alta y protegida de esa fortaleza. El corazón mismo de un fuerte inexpugnable.

Iuliano abrió los ojos y recorrió toda la sala en una suerte de letargo hasta que su mirada se detuvo en un extremo del escritorio. La correspondencia apostólica había llegado el día anterior; un sobre lacrado expedido desde Cartagena que yacía en un lado de la mesa. El purpurado lo observó con curiosidad, cortó la solapa y extrajo una hoja:

Al Santo Oficio en Roma

Superior General de la Santa Inquisición, cardenal Iuliano:

El brujo Dariusz Hässler ha muerto quemado en la hoguera. Era miembro de la secta de brujos que habéis ordenado perseguir y exterminar. El reo confesó bajo tormento la existencia de un mapa secreto en poder de su Gran Maestro de Brujos, preso de la Inquisición. Ese mapa descansa dentro de una reliquia sagrada, de oro, que tiene la forma de una esfera.

La serie de asesinatos de infantes en Santiago de Guatemala obedece a un mensaje cifrado que señalaría al Gran Brujo el tiempo exacto para sacar el mapa escondido de la reliquia. Sin embargo, la última señal no se produjo, pues interrumpí el ritual diabólico antes del sacrificio del último niño, el sexto, con lo cual, y según sé, la suerte de ese mapa corre ahora un destino incierto.

Excelencia Iuliano, desde aquí en Cartagena alerto de la existencia de un Maestro Brujo que permanece encerrado en un castillo italiano, custodiado por nuestro Santo Oficio, quizá sin que vos lo sepáis.

El reo confesó con su último aliento que el mapa conduce a un lugar donde reposa oculto un gran secreto de carácter diabólico y peligroso. También advierto desde aquí que una discípula intentará sacar la esfera del castillo para llevarla a algún punto oscuro y desconocido.

Os advierto: el secreto decodificado del
Necronomicón
reposa en esa esfera.

FRAY BERNARDO TORREMOLINOS, OP

Gran Inquisidor de Cartagena

El cardenal meditó sobre lo que había leído.

No le causaba sorpresa a Iuliano enterarse de que el Gran Brujo estaba encerrado en una cárcel de la Inquisición, pues él mismo lo había confinado en el castillo del Monte, una fortaleza con tan férrea vigilancia. Tampoco le sorprendía que Darko poseyera el mapa del que hablaba fray Bernardo e intentase sacarlo de su cautiverio, pues era el que había extraído del
Necronomicón
y sabía que lo guardaba ahora en una reliquia de oro en forma de esfera, pero cuando pudiese desentrañarlo y explicarlo a sus inquisidores sería arrancado de sus manos heréticas y quedaría en poder de la Iglesia para siempre.

Pero hubo algo que sí le sorprendió de ese escrito. Algo que, de haberlo leído con antelación, habría investigado. El inquisidor fray Bernardo había descubierto con su interrogatorio algo de vital importancia: que una discípula rondaba peligrosamente el lugar del cautiverio de Darko.

Pero ¿quién? El cardenal sabía que los brujos antes instalados en Europa habían emigrado hacia el Nuevo Mundo buscando lugares inhóspitos donde esconderse; el mismo cardenal había librado una cruzada sin precedentes persiguiendo y exterminando en la hoguera a todos aquellos que habían intentado apropiarse de la última copia del
Necronomicón
. Entonces ¿qué discípula podría aún permanecer en tierras italianas? Aún más: ¿quién podría entrar como un fantasma en el castillo mismo de la Inquisición y salir sin ser vista?

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