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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

La sexta vía (10 page)

—No hay nada de cierto en ello. Solo son rumores, rumores que llevan a otros rumores, y os recuerdo que la Inquisición únicamente trabaja con pruebas concretas. Mi sobrina Anastasia desconoce todo lo relativo a la esfera y las circunstancias en que fue sustraída. Si visitó a Darko fue por su interés en los conocimientos del astrólogo. No existe otro motivo.

—Entonces ¿podríais decirme por qué Anastasia liberó el año pasado al monje DeGrasso mientras este estuvo preso por la Inquisición en Florencia? —indagó Pietro Aldobrandini—. ¿Acaso hace y deshace a su antojo por ser sobrina de quien es?

Sí, su hija había sido autora de tamaño atrevimiento. Había liberado de las mazmorras de la Inquisición a Angelo DeGrasso, su medio hermano, por un arrebato pasional y llevada por su personalidad obstinada e impulsiva, y sin embargo permanecía impune a pesar de las advertencias y las llamadas al orden, y seguía haciendo y deshaciendo a su antojo, añadiendo con sus actos cada vez más obstáculos a su trabajo e, incluso, poniéndolo en peligro. Iuliano miró nuevamente al Vicario de Cristo, esperando que intercediera en su favor.

—Es suficiente… —indicó Clemente VIII con firmeza abandonando su mutismo.

El que Anastasia gozara de total impunidad no se debía solo a la protección de su padre sino también a la suya: su única hermana, Luciana Aldobrandini, había mantenido una fugaz relación con el ambicioso luliano de la que nació Anastasia, huérfana desde ese mismo momento ya que su madre falleció durante el parto. Fue decisión de este y del ahora Papa hacer pasar a la niña por sobrina del cardenal, para que así pudiera estar sin sospechas cerca de ambos. La predilección del Santo Padre por ella era, tal vez, uno de sus únicos puntos débiles: le recordaba tanto a su hermana y era tan despierta, bella y decidida que no podía más que protegerla, habida cuenta de que era consciente del trastorno que suponía en su mente y su joven corazón el haber conocido los terribles vaivenes políticos y las ambiciones y fidelidades que destrozaron las ilusiones y enfrentaron a los miembros de su familia.

Tras aquella pausa en la que sus sobrinos reconocidos no dejaron de manifestar su sorpresa por el inusitado arrebato dé su tío mientras luliano respiraba aliviado, continuó:

—El Superior General del Santo Oficio parece conocer bien a su sobrina, así pues no es necesario que nos perdamos por senderos que no nos llevarán a ninguna parte. —El Papa los contempló con mesura, su barba blanca le hacía parecer un ser reflexivo y las arrugas de su frente evidenciaban que era un hombre curtido. Además, todos en Roma sabían que vivía atormentado por el flagelo de la gota y no convenía hacerle sufrir más.

Tanto Pietro como Cinzio Aldobrandini se vieron obligados a refrenar sus lenguas, que habían estado a punto de hacer trastabillar las confusas explicaciones del máximo responsable de la Inquisición.

—Habladme de la reliquia, cardenal, decid qué proponéis que hagamos para recuperarla —solicitó entonces el Pontífice poniendo fin al hostigamiento de sus sobrinos hacia luliano y obviando intencionadamente el nombre de Anastasia.

—La esfera se encuentra en Chamonix, bajo protección del archiduque Jacques David Mustaine, que también proporciona asilo incondicional a nuestro desertor Angelo DeGrasso. Esta madrugada ha regresado de Francia el nuncio que envié para ordenarle la devolución de la reliquia y del monje y, lamentablemente, la respuesta ha sido una rotunda negativa, además de sangrienta. Es por esto que hoy mismo he comenzado los preparativos para una segunda «propuesta» destinada a recuperarla que, decididamente, no podrá eludir.

—¿Estáis seguro? —farfulló Cinzio Aldobrandini.

—Siempre estoy seguro de lo que hago —respondió con cierta provocación Iuliano clavando con crudeza sus ojos azules en su interlocutor—. Ser protector de la ortodoxia católica desde hace tantos años me ha otorgado ciertos recursos que pueden convencer incluso a los más obstinados.

El florentino mostraba todo su orgullo cuando se trataba de su labor inquisitorial.

—No dudo que podáis recuperar la esfera —apostilló el cardenal jesuita Bellarmino, saliendo por primera vez de su mutismo y distendiendo con ello un tanto los ánimos—, he seguido de cerca vuestra actuación en el caso del apóstata Giordano Bruno y en la elaboración del
índice de Libros Prohibidos
que publicó el Santo Oficio bajo vuestra dirección en mil quinientos noventa y tres. También sé del fervor y tenacidad que habéis demostrado en el asunto de la literatura judía y los libros herejes.

El Papa escuchaba en silencio a Bellarmino, uno de los teólogos más brillantes e imparciales que había dado el siglo y que, a pesar de ser jesuita, apoyaba a los dominicos. El jesuita prosiguió:

—No dudo que lograréis lo que os proponéis, pero creo que sería interesante recibir información sobre la suerte que puede correr el contenido de la reliquia mientras se la recupera para nuestra Santa Sede. ¿Creéis que quien tiene la esfera, conocedor de lo que esta guarda, sabrá manipularla?

—No creo que nadie esté en posición de asegurar nada —respondió Iuliano tras meditar largamente—, y el que lo haga seguramente mentirá. A mi parecer, Chamonix es un paradero peligroso y es un riesgo que deberemos correr mientras no la recuperemos.

—¿Por qué creéis que es peligroso? —preguntó el jesuita italiano.

—Porque la esfera está en manos de DeGrasso, que fue discípulo de Piero del Grande.

Hubo un profundo silencio.

—¿En qué grado de desarrollo se encontraba el mapa de la esfera? —preguntó Pietro Aldobrandini.

Iuliano miró al jesuita con el rostro turbado.

—El mapa está terminado. Listo para ser leído por aquel que sepa manipularlo.

Segunda parte

FILOSOFEM

VI. Introducción a la esfera
15

Había caído una fría noche en los Alpes y todo el archiducado de Chamonix se encontraba cubierto por un espeso manto de nieve. El monje se cercioró de haber cerrado la puerta del viejo molino con dos vueltas de llave, luego se acomodó la capucha y empuñó la vara de fresno para emprender la vuelta. La nevada caía lenta y suavemente. El crepúsculo invernal sobrevino a la hora de vísperas, a las cinco. Angelo Demetrio DeGrasso alzó los ojos un instante y contempló aquella vista de perfección inmutable: los bosques, con sus copas blancas e inmóviles, formaban un paisaje helado, estático e imponente, peligroso y sombrío.

El clérigo comenzó su habitual regreso al castillo archiducal hundiendo la vara en la nieve y dejando tras de sí un rosario de huellas mientras su mente repasaba los nuevos sucesos. Aún le molestaba la pierna; a pesar de estar cicatrizada, las secuelas de la estocada no desaparecían y el frío se lo recordaba a cada paso de forma sutil, lo suficiente para obligarle a caminar con ayuda del bastón. En verdad no había pasado demasiado tiempo desde aquella noche en Florencia, no más de cinco meses desde aquel aciago 23 de octubre de 1598 en que, con Anastasia, su padre y su hombre de confianza, Giuglio Battista Èvola, como testigos, se enfrentara al Inquisidor General de la Toscana, el polaco Dragan Woljzowicz, un hombre leal a luliano, en un duelo mortal a espada con el fin de recuperar el
Codex Esmeralda
y el
Necronomicón
, los libros que tanto los brujos como la Iglesia y la
Corpus Carus
perseguían. Cada vez que recordaba aquel cruento enfrentamiento en la piazza de la Signoria sus emociones se colapsaban; volvía a verse allí, desangrándose, a punto de morir, y debía aferrarse a toda su fe y su voluntad para enfrentarse a sus peores fantasmas, a sus peores recuerdos, a sus peores demonios.

Angelo caminaba sin levantar la vista, sumido en la oscuridad de la capucha y en el recuerdo del paso inquietante de una daga por su clavícula. La mano que asesinara a su maestro Piero del Grande en Génova fue la misma que se dirigió contra él en Florencia buscándole una muerte que esquivó de forma milagrosa. Su destino, su vida, pendían de un misterio de dimensiones sagradas aún por resolver y que había regresado a él en forma de reliquia.

La frase grabada en la esfera le había cautivado. Su instinto le llevaba a pensar en su significado en la cultura griega y en todas las asociaciones de ideas que ello le sugería. Recordó la antigua lucha por el libro prohibido. Angelo sabía que el asunto del
Necronomicón
no era ajeno a la reliquia ni ella lo era a su maestro asesinado. Nada más ver la esfera asoció aquel libro prohibido con una idea que le había transmitido su maestro Piero del Grande, quien le había confesado ya al final de su vida la existencia de un silogismo capaz de convertir la fe en pura razón. Según el capuchino, era una herramienta filosófica conocida con el nombre de
Codex Terrenus
, un razonamiento lógico tan preciso y peligroso que el hombre jamás debería buscarlo, pues era como acceder a la cuerda de su propia horca.

Bajo la nieve y la oscuridad el dominico seguía su camino hacia el castillo de Mustaine extraviado en unos pensamientos que le impedían disfrutar de la belleza que le rodeaba.

—Mia ousía, treîs hypóstaseis.

Angelo sabía que, tras ser confiscados el
Necronomicón
y su
Codex Esmeralda
por la Inquisición y rescatados por él para la
Corpus Carus
, estos habían ido a parar a manos de Darko. Lo que desconocía era que, desde su apresamiento por el Santo Oficio a manos de Èvola, Darko era cerebro y a la vez rehén de un proyecto de suma importante para algunos miembros de la curia romana. Más allá de los litigios teológicos entre dominicos y jesuitas, se intuía un afán desmedido de los primeros por ocultar a estos últimos ciertos conocimientos, sobre todo aquellos que el Gran Brujo estaba desentrañando y que ponían muy nerviosos a los dominicos, como si tocasen las hebras más sensibles de sus propios principios religiosos. El brujo había trabajado en Puglia, un lugar remoto del sur de Italia, con la suficiente tranquilidad y recursos para poner en práctica sus ideas, muchas de ellas heréticas, como el uso de extractos del
Necronomicón
, obra prohibida que la misma Iglesia había ordenado incautar.

La Inquisición había visitado repetidamente a Darko en su privilegiado encierro facilitándole cuanto solicitaba. El Santo Oficio se había convertido en una suerte de mecenas y socio indeseado para el Gran Maestro de los Brujos, un socio que le supervisaba mientras trabajaba. Sin duda, este podría haber sido condenado cien veces a la hoguera por lo que estaba haciendo, pero los dominicos parecían haber conseguido que las ciencias heréticas fueran utilizadas en pro de sus propios intereses.

Así, Darko había trabajado día y noche durante tres meses en ese escondido enclave, guarecido en la seguridad asfixiante del castillo del Monte, para lograr desencriptar aquella obra maestra del pasado. Ahora, Angelo comenzaba a sospechar que el
Necronomicón
, el Gran Brujo y sus oscuros tratos con la Inquisición guardaban relación con esa misteriosa reliquia que descansaba en su escritorio, aunque ignoraba que pudiera tratarse de ese
Codex Terrenus
del cual su maestro capuchino le había advertido.

—Mía ousía, treîs hypóstaseis —repitió el monje.

Apoyado en la vara, Angelo comenzó reconstruir la frase y su significado.

Aquella reliquia mostraba un claro mensaje, un aviso enigmático pero íntimamente evidente para un religioso con conocimientos clásicos. Tenía un significado arcano, sagrado y, en general, inaccesible a la inteligencia humana:
mía ousía, treîs hypóstaseis
significaba, en el griego exacto que Angelo había traducido, «una esencia, tres personas», una expresión que servía solo para una cosa: para demostrar la existencia de Dios.

Con esta frase grabada la esfera se acercaba al misterio central del cristianismo; sin duda la inscripción se refería al misterio de la Santísima Trinidad; el de un Dios que se mostraba infinitamente cerca en el amor y eternamente distante en la razón.

Pero… ¿qué querría advertir esa frase? Más allá de su significado teológico aquel texto apuntaba al contenido. Pero… ¿qué cabría dentro de esa esfera? Angelo no se había atrevido a abrirla. Tenía serias sospechas sobre lo que albergaba, que aún relacionaba con su pasado de inquisidor y con el
Necronomicón
que le había llevado al borde del abismo. Sin embargo, y a pesar de que temía su contenido, este empezaba a seducirle.

Pero para seguir adelante con sus averiguaciones antes debía deducir el significado oculto de la frase en griego. Ese sería el único modo de enfrentarse al contenido de la esfera. Y, para ello, debía ahondar en los insondables misterios de la Trinidad.

Angelo DeGrasso sabía que el concepto Trino, más allá de sus intentos de definición, era una idea natural y libre revelada por Dios a los hombres y no solo implícita en los Libros Sagrados, sino también palpable en la naturaleza. Por ello, la Trinidad pasaría a ser posesión personal de cada individuo y no monopolio de un libro de catecismo. Sin embargo, el monje no ignoraba que la idea bien entendida de la Trinidad era un concepto solo formulado para eruditos y teólogos, pues la gente común aceptaba la idea pero confundía su significado.

No era difícil encontrar feligreses que creyeran que Dios Padre se había encarnado para finalizar su aventura clavado en una cruz, o que el Hijo no podía ser Dios porque Dios era el Padre y tendríamos entonces dos dioses y no uno. Pero los hombres de buena voluntad no estaban obligados a comprender la Trinidad tal y como lo que era, pues la Trinidad, para el común, es inexplicable.

Pero ¿acaso alguien piensa que puede comprender la existencia de Dios? ¿El alcance de algo que es Todopoderoso?

—Dios no es confusión —recordó lo que decían las Sagradas Escrituras—. No lo es en su mensaje moral, pero sí en su existencia morfológica y sustancial. Pues un Dios que se presenta como un ser Omnipotente, Eterno e Infinito es inaccesible desde el punto de vista humano.

Nadie puede imaginar el infinito. El hombre se marea con él y así, horrorizado, lo censura en su mente. Entonces ¿quién puede decir que Dios no es Trino? ¿Nos importa realmente Dios cuando lo deformamos según nuestra comodidad intelectual? Angelo sabía que no, que siempre ha sido mejor sacrificar a Dios para creer en otro, el dios que nos conviene, reducido por nuestra inteligencia. Y todo aquello era un atentado contra la Verdad. Y ya no importaba entonces qué es Dios para el ser humano sino cuánto sabe el ser humano de su verdadera existencia.

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