La sexta vía (7 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

Mientras, el jinete recién llegado fue conducido a un salón donde aguardaría a que el archiduque de Chamonix, un personaje imprevisible, lo recibiera en audiencia. Hecho que tuvo lugar a media tarde.

Cuando el mensajero entró en el salón reconoció que el retrato que muchos le habían descrito era extremadamente fiel a la realidad: se topó con un noble ilustre y vanidoso, con inconfundibles rasgos de caballero franco y excéntrico, como buen descendiente de una antigua casta de guerreros medievales.

Jacques David Mustaine, hundido en su silla, contempló a su vez al mensajero con rostro duro e inexpresivo. La melena, de un color rubio cercano al bronce, caía sobre sus hombros y le llegaba hasta el pecho. Observó al forastero en silencio, demostrando un vago interés, como un león que ve pasar a una mosca.

—Excelencia —empezó, hincando una rodilla—, soy mensajero del Santo Oficio, he venido a informaros de un proceso eclesiástico que os incumbe.

El archiduque no hizo ningún gesto y el mensajero decidió continuar.

—Vos, Mustaine de Chamonix, estaréis al tanto de los sucesos acaecidos en el archiducado y también de los otros que en Italia acontecieron… Traigo conmigo una exhortación de la Santa Inquisición, con firma de nuestro General y el visto bueno del obispo francés, con una petición que bien podréis conceder.

El mensajero quedó en silencio, pero no hubo respuesta. Jacques Mustaine mantenía su mirada de piedra, penetrante y abyecta, sobre él. La seña silenciosa de uno de sus consejeros dio pie al mensajero para continuar.

—La Santa Sede no ignora que a fines de octubre del año pasado disteis asilo dentro de estas murallas a un clérigo regular de la orden de Santo Domingo. Es menester informaros de que este, Angelo DeGrasso, ha de declarar sobre ciertos asuntos de índole eclesiástica y que vos, con todo respeto, debéis facilitar que esta declaración se lleve a cabo lo antes posible.

El archiduque continuó obstinadamente callado.

A algo menos de tres mil quinientos pies del palacio archiducal, en el claustro de un molino abandonado, el monje continuó con sus escritos sin cejar en su labor hasta que el último trazo impregnó el papel. Reparó en la vela consumida y guardó la pluma en el tintero. Al costado de la escribanía reposaba una caja de madera que acababa de recibir. La habían hecho llegar sin remitente, solo con el nombre del monje como destinatario. El inquisidor se detuvo a observarla.

Fuera la nieve caía lenta y las sombras comenzaban a adueñarse de los valles. Los lobos aullaron como amos y señores de los bosques, dando la señal de las bestias, presagiando la llegada del crepúsculo. El día había terminado. El monje acomodó la caja ante sí y la examinó con detenimiento antes de abrirla. Ni los lobos ni la noche detendrían su curiosidad.

En ese preciso instante el mensajero de la Inquisición optó por seguir con su discurso ante la pétrea contemplación del archiduque y su séquito.

—Pero la entrega del monje que vos protegéis no es el único interés de nuestra Santa Sede. Hay algo más…

—¿Algo más? —murmuró el archiduque rompiendo su mutismo. Dedicó gran parte de la tarde a quemar insectos con un cristal bajo el sol. Ahora imaginaba cómo funcionaría ese mismo experimento con una lente gigante, bajo un sol de mediodía y ya no con hormigas sino con un ser humano desnudo. Mustaine veía en el mensajero a un ejemplar más que idóneo para sus propósitos pero volvió a la realidad—. Os escucho.

El nuncio trató de usar la mayor diplomacia, pero sus órdenes difícilmente se podían enmascarar bajo suaves palabras. El asunto necesitaba un mensaje preciso y contundente.

—Detrás de vuestras murallas ocultáis algo más…

A Mustaine se le encendieron las pupilas.

El Ángel Negro extrajo de la caja un raro objeto envuelto en un grueso paño de seda que lo resguardaba de golpes. Repentinamente, le invadió el excelso aroma de un perfume muy similar al de los capullos de violeta en primavera. Sostuvo el bulto ante sus ojos examinándolo con detenimiento. Por último, lo depositó lentamente en la escribanía y se dispuso a desanudar el misterio.

—¿Qué otra cosa creéis que oculto? —indagó el archiduque. Por un instante solo se oyó el crepitar de los troncos que ardían en la chimenea.

—Una obra de arte —respondió el mensajero—. Una reliquia de oro que pertenece a la Santa Sede.

—¿Y cómo creéis que ha llegado hasta aquí? ¿Por qué habría yo de tenerla?

—No lo sé, Excelencia.

Mustaine se puso en pie y sus asesores se sorprendieron.

—Decidme, ¿qué significado otorgáis al verbo ocultar? ¿Acaso lo estáis conjugando como sinónimo de robar? —inquirió al mensajero, quien tuvo que responder raudo.

—Jamás he dicho eso ni fue mi intención darlo a entender.

—Entonces ¿no me estáis acusando formalmente de ocultar a nuestra Santa Iglesia un monje ni, mucho menos, una obra de arte?

—No.

—En ese caso decidme qué significa esa carta que me trasladáis. —El archiduque indicó la mano del mensajero que la sostenía.

—Es una exhortación.

—¿Una exhortación?, ¿a que devuelva lo que no robé?

—Así es… se trata de una exhortación para que devolváis lo que nada más ha sido un simple descuido… un malentendido por parte de vuestro archiducado.

Jacques Mustaine sonrió. Aquellas palabras habían sonado a sus oídos como copos de algodón, palabras de diplomático que traían implícita una pulpa amarga y espinosa.

—Dejadme leer vuestra carta —solicitó el archiduque.

El mensajero comprendió al instante que eso sería su perdición. La carta estaba escrita de puño y letra del cardenal Iuliano, el máximo responsable de la Santa Inquisición, brazo letrado y ejecutor de los deseos de Roma, un hombre temerario, áspero y no poco acre en temas seglares. El mensajero había pretendido terminar la conversación sin mostrar la carta, esa había sido su estrategia, pero ahora Mustaine la reclamaba. Lentamente obedeció.

Mustaine se arrimó al calor de la chimenea y miró a su asesor, elevó su índice exigiendo una copa de licor que de inmediato un chambelán le facilitó y abrió el sobre lacado después de acercar a su nariz el copón de cristal; los efluvios del líquido rojizo lo regocijaron y sin vacilar comenzó con la lectura.

Roma, 23 de enero de 1599

A Vuestra Excelencia Jacques David Mustaine, archiduque de Chamonix.

El Santo Oficio romano y universal os exhorta:

Ponemos en vuestro conocimiento que por delaciones de diferentes informantes nos percatamos y notificamos la presencia de un clérigo regular de la orden de Santo Domingo en vuestros dominios que mantiene asuntos aún pendientes ante un dicasterio.

Angelo Demetrio DeGrasso, monje inquisidor al que protegéis, guarda en su poder una obra de arte que ha sido robada y que pertenece por derecho a nuestra Santa Sede, y por tanto vos, noble archiduque de Chamonix, si no obráis conforme a la exhortación, os haréis cómplice de tal hurto.

Os recomiendo actuar con suma diligencia para la entrega pacífica de la reliquia. Esta debe volver al resguardo de la Santa Sede, donde hallará su descanso definitivo y perpetuo.

Las razones que expongáis en vuestro descargo serán escuchadas y atendidas de forma ulterior por nuestros nuncios franceses, y no dudaremos en aceptar las disculpas pertinentes.

Mustaine dio un sorbo a su copa, levantó la vista hacia el nuncio y lo analizó con detenimiento, como si examinase un insecto antes de ponerlo bajo su lupa. Sus ojos mostraron un destello turbio. Después, prosiguió en silencio con la lectura.

En caso de no reconocer los cargos que se os imputan, os haré responsable del dudoso destino de vuestro archiducado, ya que de no obrar como moral y cristianamente esperamos, seréis reprendido con toda la severidad de que somos capaces, tanto espiritual como secularmente.

Esperando vuestra contestación, os saluda en Cristo nuestro Señor.

CARDENAL VINCENZO IULIANO, OP

Superior General del Santo Oficio

El archiduque dobló el pliego y apuró de un trago su bebida en el más absoluto de los silencios.

—¿Cómo es la reliquia que buscáis? —preguntó.

—Del tamaño de vuestra copa, quizá un poco más grande. Se trata de una
bullée
imperial.

—Creo que vuestros superiores se equivocan. Y vos estáis perdiendo el tiempo.

El nuncio negó con la cabeza.

—La Inquisición no se equivoca, jamás erraríamos en una delación de semejante naturaleza. Aquí no hay error, no hay vacilación ni confusión. Lo que el Santo Oficio afirma es correcto. Espero que no seáis un cofrade de la
Corpus Carus
—insinuó imprudente.

A Mustaine se le congeló el rostro, tan frío como el viento que soplaba en los bosques.

El monje desanudó la seda que protegía el envío. Cuando el lienzo cayó sus ojos reflejaron un gran asombro. Ante él se mostraba una reliquia hermosa, esférica y brillante, coronada en su cúspide por una cruz maciza de oro. La luz de la vela se reflejaba en su cuerpo metálico quebrándose y despidiendo haces dorados que iluminaron incluso el rostro oculto bajo la capucha.

Angelo DeGrasso escudriñó la esfera lentamente, con toda la pasión que ponía en los desafíos intelectuales. La reliquia mostraba una superficie pulida y artesanal y su diseño revelaba una filosofía religiosa que, a semejanza de la
bullée
imperial de los francos, se evidenciaba en la antigua cosmología romana del universo esférico a la que habían añadido la cruz que la coronaba, como si del mismo universo pagano convertido por los deseos de un Constantino cegado por Cristo se tratase. Estaba adornada en su ecuador por un grabado con un rosario de letras complejas. Lentamente, el inquisidor acercó el candelabro y observó con atención la frase:

Angelo retuvo el aliento.


mía ousía, treîs hypóstaseis
—leyó del griego.

La intriga le incitó a curiosear en el interior de la reliquia, pero su mano se detuvo en el instante en que tocó la cruz. El monje caviló, pensó en el sentido de la frase que acababa de leer, sus ojos vacilaron ante el brillo del oro y comenzó a sospechar que esas letras griegas tenían otro significado oculto, que no eran un simple rótulo. Las palabras volvieron a resonar en su mente y su mano soltó la cruz renunciando súbitamente a abrir la reliquia.

Tras la capucha, el rostro del inquisidor mostró desconfianza.

Había sobradas razones para ello.

El archiduque se inclinó curioso y quiso saber:

—¿Qué sucederá si rechazo vuestra exhortación?

El nuncio interpeló a su vez a Mustaine.

—¿Negáis acaso que ocultáis aquí al inquisidor DeGrasso y la reliquia sagrada?

El noble francés hizo caso omiso de la pregunta e insistió de nuevo.

—Responded, ¿qué sucederá si os echo de mi castillo como a una comadreja?

—Claramente os pondréis en litigio con la Inquisición, y en ese caso vuestro archiducado llevará todas las de perder, Excelencia —contestó el mensajero apuntándole con su índice.

—¿Cuál es la oferta? —dijo entonces al tiempo que se fijaba en el dedo que le señalaba.

—No hay oferta.

Mustaine de Chamonix hizo una brevísima pausa antes de reconocer:

—Digamos que asumo que escondo aquí a un monje, mas yo me pregunto… ¿qué me ofrecéis a cambio de que os lo entregue?

El representante del Santo Oficio sabía que sus órdenes no incluían ninguna recompensa, y mucho menos del tipo de la que esperaría un archiduque.

—Creo que no habéis entendido el mensaje —murmuró el nuncio—, no he venido a negociar. Vos debéis simplemente obedecer, es una orden. —Por segunda vez en la noche señaló en un gesto que pretendía remarcar el sentido de sus palabras.

Dos de los cinco asesores de gobierno de Mustaine intercambiaron significativas miradas: el mensaje de la Inquisición, una institución a la cual se apoyaba con la vehemencia de un fanático o se temía con el espanto de un hereje, parecía bien claro.

—Decidid ahora —apremió el nuncio— pues partiré hoy mismo hacia Roma… con el monje y la reliquia o sin ellos. Pero os advierto: si regreso con las manos vacías caerán sobre vos los peores males —amenazó.

Mustaine se abstrajo en las chispas de la chimenea; por un instante se sintió como un niño a quien acababan de regañar, una sensación incómoda y denigrante frente a su séquito. Al cabo levantó los ojos y su expresión, más intensa que las brasas del fuego, evidenció que era incapaz de controlarse. Su ego y agresividad estaban a punto de manifestarse.

—¡Al diablo con vuestros jefes! ¡Habéis inventado la existencia de una reliquia con fines desconocidos! ¡DeGrasso se quedará aquí, yo soy Jacques David Mustaine, archiduque de Chamonix, y le protejo!

El mensajero sonrió.

—Sois un cofrade de la
Corpus Carus
, ahora se ve claro. Por ello llevaréis vuestro archiducado a la ruina.

—Ya os he contestado. Idos ahora y llevad mi desafío a Roma.

—Lo vuestro no es un desafío, es un suicidio.

El francés perdió el control.

Mustaine sacudió su melena rojiza mientas se abalanzaba sobre el nuncio en un acto imprevisto y veloz. Extrajo una daga de su cinturón y forcejeó con el enviado, tirado al suelo por sorpresa, con la fuerza de una fiera. Un grito aterrador sonó en la sala cuando el archiduque cortó el dedo índice del mensajero. Por la hoja de su daga corrió la esencia púrpura de los vivos mientras el francés se incorporaba y volvía desdeñoso la espalda al notario que, aún tendido, se agarraba la mano izquierda con el rostro contraído por una mueca de dolor.

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