La sexta vía (8 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

Mustaine se dirigió a sus asesores:

—Redactad una carta dirigida al cardenal Iuliano. Comunicadle que mi archiducado es soberano y que recomiendo que no señale con el dedo lo que por palabra no se atreve a denunciar. No olvidéis adjuntar el índice de su mensajero en la misiva. —Luego se refirió al nuncio, que lo observaba con terror—. Dad a este hombre una copa de licor… Después enviadlo de regreso por donde vino.

El archiduque se retiró con las ropas ensangrentadas.

En ese frío anochecer de invierno, el mismo en que el archiduque de Chamonix desafiara a la Inquisición, los temores de Roma cristalizaron. En el crepúsculo, los lobos del bosque de Francia volvieron a aullar como amos y señores de la oscuridad, como feroces conocedores de un lóbrego presagio.

V. Temor a lo oscuro
11

El castillo del archiduque de Chamonix era lo suficientemente cómodo y seguro para guarecer a un séquito entero, pero ahora protegía a un solo hombre: el monje Angelo DeGrasso. La fortaleza de piedra se alzaba en el valle nevado y elevaba al cielo una torre del homenaje sólida y dentada. Todo el perímetro estaba amurallado por barbacanas de guardia. Era una mole grisácea e imponente con pequeños ventanucos enrejados que marcaban la situación de las habitaciones.

Angelo descorrió la cortina de su cuarto y observó desde el altillo. Sobre la nieve podía distinguir el cambio de guardia en el portón de acceso principal. Como todas las noches, siempre puntual, era el signo de que el archiduque había terminado de cenar.

Dos golpes sonaron en su puerta.

—Disculpad, reverendo padre —se escuchó tras la madera—, debo anunciaros que Su Excelencia el archiduque os espera en el salón central para invitaros a una charla y degustación de licores.

Angelo entreabrió la puerta y asomó la cabeza por el resquicio. El pasillo estaba oscuro y solo destacaba el rostro del sirviente.

—Infórmale de que asistiré. Acudiré al salón en media hora.

—Reverendo padre… —El sirviente se quedó mirándolo—. Es que Su Excelencia os espera en este preciso momento. —Acababa de recitar las palabras mágicas que dibujaban a un anfitrión de casta noble y ególatra, acostumbrado a regirse por sus propias necesidades.

—Pues decidle que en media hora bajaré al salón —repitió el monje, y luego cerró la puerta a sus espaldas.

Aguardó a que los pasos se desvanecieran en el pasillo y luego se acercó presuroso a la ventana, donde se quedó contemplando el exterior. Se había fijado en algo extraño desde que llegara del molino, algo que le había llamado poderosamente la atención.

12

El Ángel Negro de Génova entró en el salón archiducal arrastrando su hábito a la hora prevista. Llevaba un pequeño candelabro que iluminaba vagamente su rostro en la oscuridad. Se detuvo ante su anfitrión e inclinó el mentón.

—Excelencia, es un placer acompañaros esta noche.

Mustaine sonrió y con la mano extendida le ofreció el asiento contiguo al suyo junto a la chimenea.

—El placer es mío, maestro DeGrasso. Sentaos junto a mí, esta noche necesito de alguien que me escuche y hable conmigo.

El archiduque vestía un traje negro aterciopelado, impoluto, en el que destacaba una fina seda azul que sostenía sobre su pecho la cruz de Malta distintiva de la nobleza francesa, y su melena caía sobre sus hombros y espalda. Levantó la mano y varios sirvientes acercaron las tres bandejas de degustación, una con salados, avellanas, castañas, nueces y trufas; otra con dulces, peras azucaradas y bastones de caramelo, y una última con licores. Las lámparas de hierro forjado colgaban de los techos abovedados con docenas de velas encendidas que ofrecían una penumbra ideal acorde con la calidez que proporcionaba la majestuosa chimenea y la belleza de los frescos y tapices que decoraban la estancia pertenecientes a la vasta colección familiar.

En cuanto los sirvientes se retiraron para dejarlos en la intimidad, el archiduque se volvió hacia el monje con la preocupación escrita en sus rasgos.

—Maestro DeGrasso, hoy en verdad ha sido un día difícil, un día de esos que asalta mi rutina casi sin razón.

El antiguo inquisidor se concentró en el fuego antes de responder.

—Todos los días de la vida esconden algo. Algunos monotonía, muchos otros seguridad, tantos otros afecto… —Angelo caviló un instante—. Quizá algunos traigan miseria, pero no hay ninguno como el más sombrío, el reservado a la mismísima Parca. —Se volvió y le miró profundamente—. A veces, Excelencia, deberíamos agradecer tener días difíciles, pero me pregunto qué os ha sucedido hoy que tenéis ese rostro.

Mustaine sonrió.

—Siempre hacéis parecer ridículos los problemas de un hombre como yo. Desde que os he acogido aquí, en mi castillo, me beneficio de vuestra paz de espíritu y las sabias reflexiones que me concedéis. Me enorgullezco de haber respondido a la llamada de la
Corpus Carus
, como siempre ha hecho mi familia, y yo estoy dispuesto a seguir cumpliendo como cofrade, pues que hayáis podido curar vuestras heridas aquí y que os encontréis protegido de la persecución de la curia de Roma y la Inquisición entre mis muros me permite disfrutar de vuestra inteligencia, y es por eso que esta noche necesito vuestro consejo, aunque creo que necesitaremos más que frases, pues en este día no se ha presentado mi Parca pero sí creo que he visto el filo de su mortaja.

DeGrasso se llevó a los labios su copa, dio un trago generoso y dejó que resbalara por su garganta el dulce vino de Borgoña.

—Sé a qué os referís —murmuró.

—¿Lo sabéis? —Mustaine levantó una ceja y le escrutó fijamente—. No lo creo… Vos no estabais aquí ni nadie os ha hablado del asunto. Sé que permanecíais en vuestro estudio en el piso más alto del viejo molino que he habilitado para que podáis trabajar en paz.

Angelo guardó brevemente silencio antes de afirmar:

—Hoy ha venido la Inquisición.

El archiduque quedó perplejo.

—¿Quién os ha informado? ¿Acaso algún mayordomo del palacio?

—Nadie me lo ha contado, pero sí vi el caballo de un nuncio de la Iglesia desde mi ventana, y más tarde lo vi partir. Conozco mejor que nadie los caballos de la Inquisición por el color y corte de sus crines, sus monturas, sus estribos y los mantos ordinarios de identificación. No olvidéis que yo mismo los enviaba, recordad que he sido perseguido por quienes estaban a mis órdenes en cuanto decidí desviarme del camino de la Inquisición para seguir el de la
Corpus Carus
. Ahora contadme, qué ha sucedido en este difícil día.

Jacques David Mustaine mostró una sonrisa afilada.

—La Inquisición ha venido a por vos sin dejar siquiera un margen de negociación. Me equivoqué al pensar que actuarían de forma diplomática por tratarse de mi archiducado.

—Concretamente, ¿qué os demandaron? —indagó el dominico.

—A vos, naturalmente, y una reliquia que según el mensajero escondéis y que pertenece a la Inquisición. Una
bullée
imperial cristiana, de oro.

Angelo admiró la hermosura del fuego mientras pensaba en las palabras del francés y reflexionaba sobre la rapidez con que había llegado la noticia de lo que tenía desde aquella misma tarde en su estudio del molino.

—¿Y qué habéis respondido?

El archiduque alzó la copa y agitó el coñac.

—Simplemente obré como habría hecho cualquier caballero. Dije al nuncio que no entregaría a Roma nada de lo que solicitaba y menos aceptaría que se inventaran robos de reliquias para justificar vuestra detención. Vos sabéis mejor que yo que la Inquisición no se dedica a buscar reliquias pero sí herejes. —Mustaine sonrió a su huésped—. Todo terminó cuando corté el dedo del mensajero y lo expulsé de mis posesiones. El índice del pobre hombre, el mismo con el que se atrevió a señalarme, fue incluido en el sobre de respuesta.

Angelo se levantó, con la vista extraviada en los leños y la mano bajo el mentón. Mustaine lo observó mientras se arrimaba a la luz de la chimenea.

—Respondí a la exhortación con un desafío —siguió el francés—. Os prometí protección, maestro. No sé de ninguna reliquia en mi archiducado, lo que ha sido la excusa perfecta para ofenderme y contraatacar. Vos seguiréis aquí, por lo menos mientras la Iglesia francesa siga apoyándome.

—Habéis perpetrado un acto lamentable —respondió el monje sin apartar su atención del fuego—. La reliquia que buscan existe. Está aquí, en vuestro castillo. Sobre la mesa de mi escritorio.

El noble, que procedía a llevarse la copa de coñac a los labios, se detuvo al oír aquello, petrificado como la gárgola de una catedral.

—Ha sido una osadía desafiar a la Inquisición. El peor error que podíais cometer. ¿Acaso supusisteis que la Iglesia iba a amenazaros solo por un monje como yo? ¿Me veis como un Lutero? ¿Pensáis que de mi silencio se producirá algún cisma? —Angelo sonrió—. No, Excelencia, no habéis hecho lo que debíais: cavilar sobre el porqué de la presencia de la Inquisición en el palacio.

Mustaine, inexpresivo, digería sin hablar las palabras del clérigo. Angelo continuó:

—La reliquia por la cual amputasteis el dedo del nuncio está en mi poder, como denunció la Inquisición, no es un pretexto.

—Un dedo cercenado no me quita el sueño —replicó al fin el archiduque—, ni tampoco las amenazas. Con o sin reliquia, son ellos quienes deben temerme a mí.

—Creo que vuestra irreflexiva actitud han logrado agitar el avispero. La Iglesia no demorará en castigaros como acostumbra, incluso podría despojaros de vuestra vida impulsiva y arrogante. —Angelo le clavó una dura mirada—. Y lo digo con el conocimiento propio de un inquisidor…

Mustaine se levantó abruptamente del sillón y en un acto de arrebato arrojó su copa contra la pared, enfurecido. El cristal se hizo añicos, las esquirlas volaron como semillas de odio y rebotaron en el suelo del salón mientras el coñac goteaba por el muro. Un comportamiento propio de los caballeros franceses, aquellos que fueron la espada y escudo de la Iglesia en tiempos de cruzadas.

—¡No importa! —gritó—. ¡Nadie entra en mi castillo con desprecio e intimidación!

—¡Basta ya! —sentenció Angelo—. Aceptad el error. Debéis abandonar vuestro orgullo y utilizar tiempo en buscar una solución.

—¿Solución? —Mustaine, encendido, se encaró con el monje y alzando su índice le acusó—. ¡Vos tenéis la culpa de todo esto! ¡Pensad qué hacer para solucionar el problema!

Angelo centró en él toda su atención.

—¿Es justo entonces cortar el dedo del que señala? —preguntó con frialdad.

El archiduque reparó en su propia mano alzada intimidadora y, abrumado, la bajó.

—Di mi palabra de que os protegería —respondió apretando las mandíbulas—, pero jamás pensé que me meteríais en estos enredos tan pronto.

—Podéis arrojarme al exilio si lo deseáis. Sobreviviré.

El archiduque, con rostro perturbado, escudriñó el del genovés. Vio en él algo que le confundió: aun frente a su ruina, permanecía tranquilo.

—¿Echaros? ¿Adónde iríais fuera de aquí? —El francés negó con la cabeza y expulsó todo el aire de sus pulmones. Luego apoyó el codo en la chimenea—. No iréis a ningún lado. Yo os protegeré, lo haré a pesar de todo.

Angelo DeGrasso alzó la cabeza sin decir palabra alguna.

—¿Qué aconsejáis que haga entonces, maestro? —El tono del francés era contenido, pero aún conmocionado.

El inquisidor se volvió hacia el resplandor de la chimenea antes de hablar.

—Enviad un mensajero urgentemente al condado de Armagnac, debemos reunir a la
Corpus Carus
aquí mismo. Presiento que la reliquia contiene algo tan profundo y oscuro que ni siquiera me atrevo a pronunciar.

Dicho esto, se retiró hacia las sombras del gran salón archiducal dejando al noble francés en soledad, junto a sus retratos y el charco de licor derramado.

Esa misma noche, un jinete salió al galope del castillo bajo la nevisca de Chamonix. Su destino era… Armagnac.

13

Tres días más tarde el mensajero del Santo Oficio irrumpió al galope por el empedrado de las calles de Roma; su marcha era fantasmagórica, se abría paso entre la niebla matutina que cubría el río con la expresión propia de un muerto.

El jinete recorrió el Lungotevere hasta el puente de Sant ‘Angelo y azuzó al semental, de crines color negro profundo, que resopló con furia y aceleró el paso. Era el final de una carrera desesperada emprendida por el nuncio mutilado y despavorido que culminó cuando finalmente el corcel entró en la plaza de San Pedro, donde fue recibido por un retén de soldados de la Guardia Suiza.

Amanecía lentamente en la ciudad mientras el Tíber lamía sus orillas.

Roma era origen y génesis de la historia de Occidente. La ciudad eterna había educado, protegido y exprimido a Europa entera, desde la isla de Britania hasta los valles egipcios, desde Hispania hasta los desiertos sirios. Todo el Mediterráneo le pertenecía en su magnífico esplendor. Roma había sido el imperio más poderoso del mundo conocido, fue opresora y liberadora, cruel y aliada y quien se lavó las manos tras la muerte del Nazareno y destruyó ladrillo a ladrillo la ciudad santa de Jerusalén. Fue la Roma de Nerón y la de Adriano, la de Trajano y la de Vespasiano, también la de Constantino y la de Pedro, un judío obcecado en introducir la Iglesia de Cristo en el mundo de los antiguos.

Y así había sucedido.

La cúpula de San Pedro se alzaba en la ciudad donde debía, justo en el lugar donde Roma la pecadora crucificara boca abajo a Pedro; una Roma que se redimió de su propia inmundicia y se convirtió en fervorosa creyente, como María Magdalena, la mujer que en su vida viera el pecado y la gracia, la suciedad y la cara de Cristo. ¿Quien arrojaría la primera piedra contra María Magdalena?, preguntó y nadie contestó. ¿Quién arrojaría entonces la primera piedra contra Roma?

Esa mañana la ciudad seguía silenciosa tras sus murallas e inmutable vislumbraba un nuevo sol recordando cómo los hombres la demonizaban y santificaban, oyendo un continuo clamor estéril, como si los vivos fuesen solo polvo de su tiempo. Solo un murmullo en los arcanos de sus muros.

Dentro de la estancia vaticana la oscuridad apenas era atravesada por los rayos que procedían del vitral. Aquella ventana iluminaba con un resplandor azulado la figura de un monje arrodillado, silencioso y siniestro.

El benedictino escondía la cabeza en la capucha, pero dejaba ver algunos rasgos de la mitad de su rostro desfigurado. Ni la barba crecida ni el parche negro que cubría uno de sus ojos lograban disimular su grotesca y ladina expresión.

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