La sexta vía (34 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

—Dios mío… —exclamó absorto y desconcertado—. Está escrito en el siglo XIII por el primer maestre de la
Corpus
.

Un silencio sepulcral invadió la catedral.

—Por lo visto aquí no está lo que buscamos —concluyó ella, tan sorprendida como él.

—No entiendo… —Angelo se llevó la mano a la frente, miró hacia los capiteles y después, de nuevo, al pergamino—. «Nuevamente hallaréis el portal de la luz en su recorrido, fuera de estas tierras» —repitió, abstraído por el nuevo mensaje—. Pero ¿de qué nuevo portal nos está hablando?

Ségolène suspiró y trató de mostrar una paciencia que no tenía. La contemplación y la reflexión, decididamente, no eran sus mejores virtudes.

—«Nuevamente hallaréis el portal…» —siguió recitando el inquisidor—. «Nuevamente…» «Nuevamente…» —Se llevó la mano a la frente por segunda vez y meditó, luego se dio la vuelta hasta dejar el altar a sus espaldas. Sus labios no dejaban de repetir la misma frase.

—¿Qué piensas? ¡Por el amor de Dios! —pidió ella desorientada.

—Se supone que si nuevamente hallaremos un portal… —decía más para sí mismo que para ella—, es porque ya hemos hallado uno, ¿no crees?

—Sí, es lógico —solo pudo responder Ségolène.

—Pues entonces el portal de la luz en su recorrido es esa puerta. —Señaló en dirección a la entrada de la catedral.

—El opúsculo de la esfera nos trajo aquí.

Angelo quedó en suspenso ante esa afirmación.

—Entonces hemos pasado el portal por alto —concluyó.

DeGrasso no dio más explicaciones, agarró la mano de Ségolène y la llevó en una carrera desbocada por la nave central, como si se tratase de su enamorada tras el vértigo de unas nupcias, para llegar al pórtico de la entrada, aquel que era custodiado en su reverso por demonios de piedra.

Angelo y Ségolène salieron de la basílica y hallaron la clave del misterio.

102

Estaban a los pies del pórtico principal, bajo el imponente tímpano de piedra tallada. Ya habían estado allí, lo atravesaron al entrar pero no habían deparado en su significado. Quizá fue la angustia o la prisa por entrar en la catedral, pero lo cierto era que ahora descubrían un dintel cargado de signos que parecían pedir a gritos que los leyeran.

Angelo escudriñó cada detalle con una paciencia inquebrantable y una fe plena en la capacidad de sus sentidos.

—El Juicio Final —confirmó.

Estaba allí delante, sostenido por tres columnas que soportaban aquella obra maestra, un relieve con un sinfín de figuras apocalípticas. En el centro mismo del tímpano estaba representado el Cristo Pantocrátor, un Cristo glorificado, protagonista y dominante, que era eje del juicio de Dios mientras los hombres se debatían entre la salvación y el infierno.

DeGrasso respiró con lentitud y continuó admirando su diseño. Sus pupilas mantenían el mismo brillo de cuando contempló la esfera por primera vez, el brillo de la sospecha, de la conspiración y de la intriga.

—Mira esos signos… —resopló, y su índice pareció dibujar en el aire.

Ségolène atravesó con los ojos el tímpano de punta a punta, inspeccionando cada recodo y cada figura. El Cristo Pantocrátor estaba sostenido por cuatro ángeles, a su derecha se hallaba Pedro y un grupo de apóstoles y María sobre ellos, como intercesora de una larga fila de hombres que desfilaban debajo, en un desfile que conducía directamente a las garras de Satanás. A la izquierda se distinguía un profeta, tal vez Elías, que junto a san Juan y un arcángel pesaban las almas y las repartían entre la Jerusalén celestial y el demonio Leviatán.

—El Juicio… —argumentó la francesa—. El Juicio Final.

—Arriba —apuntó Angelo y su dedo trazó un círculo sobre toda la escena del Gran Juicio y la Majestad de Cristo. Allí descubrió unos signos que jamás habría pensado encontrar en una iglesia católica, y menos en una catedral—. El zodíaco. Los doce signos del zodíaco envuelven al Redentor, rodean el Juicio y la entrada a esta catedral.

—Increíble —tartamudeó ella sumida en la más profunda confusión—. Pero ¿acaso no son herejías la adivinación y el sortilegio?

—Es un pecado para el cual no hay indulgencia ni piedad… —Tras un silencio la voz de Angelo parecía brotar de su lado más funesto—. Un pecado que yo mismo he hecho pagar a brujas en salas de tortura y después… en la hoguera.

El dominico miró a su compañera. En un momento el destello de sus ojos cambió de la curiosidad a la vehemencia y terminó por inyectar una punzante sensación de terror en Ségoléne. Esos signos habían despertado lo más íntimo de su alma de inquisidor.

—¿Es entonces un mensaje pagano para brujos? ¿Un mensaje diabólico en una iglesia? —Sus palabras brotaron con cuidado, tratando de evitar una mirada de reproche.

Angelo se quedó atrapado en el rostro de la francesa, volvió a contemplar su frente y la comisura de sus labios, la expresión de sus ojos azules y la geometría de sus hombros. Continuó estudiándola en silencio, como si estuviese examinándola antes de ponerla en un potro de tortura.

—No, no son signos paganos. Pagano es el pensamiento del hombre que cree en ellos. Estos signos representan simplemente las constelaciones. Este es el portal de la luz en su recorrido, como indica la esfera, pues el sol en su recorrido dibuja la eclíptica, y en esa eclíptica es donde se encuentran las constelaciones. —Angelo reflexionó y la paz volvió a su rostro—. Este pórtico nos está señalando que Cristo es el centro del cosmos, el equilibrio del universo, y que todo gira en torno a él.

Ségolène reparó en la expresión del inquisidor. En ese preciso instante sintió el extraño magnetismo que ejercía sobre ella, un poder que conseguía zarandear sus prejuicios y que destruía todo intento de alcanzarlo intelectualmente.

—¿Cómo sabes todo eso? —acertó a preguntarle.

—Porque soy maestro en teología. Ahora deberemos encontrar un pórtico igual a este pero en otras tierras —continuó—. La esfera nos trajo hasta aquí y aquí pareciera terminar el rastro, es un mapa bien concebido para despistar a quien no sepa de ciencias sagradas.

—Pero… ¿cómo? Debe de haber un sinfín y no solo en Francia. Es una locura…

—«Nuevamente hallaréis el portal de la luz en su recorrido, fuera de estas tierras…» Ségolène, sé adonde hay que ir. Confía en mí —replicó el inquisidor mientras se guardaba el pergamino y animaba a la francesa a seguir viaje.

A algo más de treinta leguas de Autun, hacia el norte, se alzaba la antigua y tranquila ciudad de Vézelay. Pocos sabían que allí, en la cima del valle, existía una iglesia tan antigua como la de Autun con un pórtico idéntico y, en él, un mismo tímpano tallado en piedra que representaba a Cristo en Majestad rodeado de los doce signos del zodíaco.

Las coincidencias no existían. Una extraña visión del cosmos unía a esas dos iglesias, una extraña visión que rayaba en la herejía y de la que solo algunos eruditos podían interpretar su verdadero significado. Las coincidencias no existían. Los de Autun y Vézelay eran pórticos gemelos, cómplices de un misterio absoluto.

103

Esa misma noche, el carromato abandonó las callejuelas oscuras de Autun con rumbo norte. Pero durante toda la visita a la catedral alguien había espiado los movimientos de Angelo y Ségolène. Aquel hombre de capucha y hábito contempló también su marcha.

Luego se volvió y miró hacia el pórtico. Sabía que estaban descifrando el misterio, aquel al que los brujos jamás habían podido acceder. Solo debía seguir su rastro. Apartó la vista de la catedral y contempló el valle en la noche. En la penumbra silenciosa rió, como una hiena.

XXVI. Ósculo infame
104

Durante las primeras horas de la noche el carruaje recorrió casi treinta leguas. Aquel día había comenzado muy temprano para ellos, con una marcha que los había hecho avanzar sin descanso hasta Autun. Por ello decidieron detenerse durante la noche para dar tregua a los caballos y a ellos mismos, tanto del frío y la nieve como de la sensación taladrante de sus estómagos vacíos.

Detuvieron su marcha en la ciudad de Avallon, muy cerca de Vézelay, el lugar de destino, y el guante de cuero negro de Angelo golpeó dos veces la madera de aquella recia puerta. Aguardó hasta que terminó por propinar dos fuertes golpes más. Cerca de él se oía el crujir del madero que pendía de una ménsula como indicativo del hostal. A un lado, a través de una cuadrícula de vidrios emplomados, se divisaba el resplandor del interior y a pesar de las altas horas de la noche podía adivinarse algún tipo de actividad en él. La pequeña aspillera enrejada de la puerta se abrió por fin y el rostro inflado de un bodeguero los miró intrigado.

—Buenas noches —dijo Angelo en francés—, busco habitación, algo con cierta comodidad.

Los pómulos del hombre estaban sonrojados por el alcohol y la calidez del interior.

—¿Cómo os llamáis? —bufó.

—Arnold… Arnold de Lyon.

El mesonero se quedó un instante en silencio inspeccionando el aspecto del forastero.

—¿De dónde venís?

—De Montpellier —mintió—, la ciudad más hermosa del golfo de Lyon.

DeGrasso era un experto en adoptar distintas identidades, en infiltrarse en cualquier sitio e inventar historias sobre la marcha, pero sus inventos siempre estaban bien fundamentados. En este caso, recordaba claramente aquella ciudad. Años atrás, en tiempos aún de la Francia protestante, hubo de infiltrarse en Montpellier disfrazado de campesino a petición de un abad de Aviñón para perseguir, apresar y quemar a una de las brujas más notorias del sur francés. En esa ocasión su astucia y su labia le libraron de aquellos hugonotes que bien lo habrían desollado vivo en venganza por la cruel y sangrienta matanza de San Bartolomé. Ser católico e inquisidor en tierras protestantes requería de una personalidad locuaz y astuta, aprendida en el rigor de un suelo hostil.

—¿De qué parte de Montpellier sois y adonde os dirigís? —desconfió el encargado.

—Somos de Méze, un pueblo en las afueras, en dirección a Carcassonne, y vamos hacia París. Me acompaña mi esposa —se apresuró a decir el dominico. Alzó la mano enguantada, Ségolène descendió del carruaje y se quedó esperando una aprobación que parecía pender de un hilo.

El encargado de la hostería comprobó el exterior de izquierda a derecha a través de la pequeña aspillera. Era tarde, estaba oscuro y hacía frío. Finalmente, les abrió la puerta y se disculpó por tanta palabrería, aludiendo al temor de ser asaltado por ladrones nocturnos. Los condujo a su habitación más opulenta y cara de la hostería, como habían solicitado. Al ver la alcoba, Angelo supo que descansarían como en un palacio, pues aquello distaba mucho del granero en el que habían pernoctado la noche anterior. A fin de cuentas, el refugio y el anonimato eran lo más importante, ya fuera en un lecho de heno o en un tálamo de bronce.

—Por la mañana prepararán vuestra colación —informó el francés regordete alzando su farol de mano en el pasillo—. Que tengáis buenas noches, señor Arnold, y espero que disfrutéis de la habitación. —Luego sonrió y señaló en voz baja—: Os felicito por vuestra esposa, es muy bella.

Angelo, sonriendo, le entregó unas monedas y le cerró literalmente la puerta en las narices. Se quedó en silencio hasta que dejó de oír los pasos del obeso mesonero en el pasillo. Cuando por fin se volvió, encontró un camastro enorme y la mirada de Ségolène.

—¿Señor Arnold? Advierto que tus trucos no tienen fin. Eres capaz de ser maestro en teología, erudito filósofo y a la vez un hábil mentiroso.

—Es parte de mi oficio. Lo aprendí de los herejes —se excusó—, entre galgos se aprende a correr y entre mentirosos… a mentir.

—¿Estás molesto por el comentario final de ese barrigón? —preguntó ella con curiosidad.

—Los hombres a veces parecen toros cebados —confesó mientras se quitaba los guantes y se masajeaba las sienes—. Juro al Cielo que no hay cosa que me sulfure más que las groserías lascivas de un hombre ignorante.

—¿Dormiremos juntos? —Ségolène dio unos pasos deteniéndose ante al genovés.

—Dios quiera que no. —Y miró la alfombra que había a sus pies.

Ségolène lo agarró por la barbilla, con decisión, forzándole para que la mirara.

—Dormiremos juntos —afirmó sin titubear—. No quiero dormir sola.

Angelo sintió un cosquilleo en el estómago y quedó preso del encanto de aquella mujer. En aquel momento le pareció que una estampida de toros pisoteaba sus principios religiosos. Su mente se iluminó con el recuerdo de la máxima de san Agustín: «Oh, Dios, hazme casto, pero no todavía».

Caminó hasta el camastro sentándose a un costado, se desprendió del calzado y se metió bajo las sábanas. Angelo quedó en silencio con sus convicciones a punto de zozobrar. Ella se situó al otro lado del lecho, quedándose a sus espaldas.

—Dormiré desnuda —anunció.

Angelo cerró los ojos y apretó las mandíbulas, como si esas palabras se le clavasen profundamente en la conciencia. Terminó por resoplar como un animal acorralado.

—Que descanses —musitó, y se volvió para mirarla.

Ségolène acercó el torso hacia la mesa donde brillaba el candelabro; sus senos libres se balancearon carnosos en el aire. Sopló las velas y la alcoba quedó a oscuras. Se introdujo bajo las mantas y le demostró que a sus diecinueve años podía no saber de ciencias sagradas, pero sí calentar un lecho. Su encanto era un descubrimiento exquisito para Angelo que, sin resistirse, se entregó por completo a los caprichos de su aguerrida Juana de Arco.

Ségolène lo tomó de la nuca y acercando su boca le mordió suavemente su labio superior. El inquisidor sintió sus besos tibios y luego su lengua, que tocaba la suya. En ese instante fue consciente del filo lacerante del encanto de una hembra. Sintió sus dedos recorriendo su rostro, después el roce de su piel joven y la turgencia de sus pechos. Los corazones de ambos latían con frenesí en aquella penumbra que los envolvía.

—¡No! —exclamó Angelo reteniéndola por los hombros.

—Perdóname —se lamentó avergonzada. Retrocedió sus movimientos en silencio y descansó su cabeza en el pecho del genovés.

—Perdóname tú —balbuceó Angelo—. Soy monje, el hombre equivocado. Yo te abandonaré. —Ella no contestó, pero se aferró a él bajo las sábanas dejándole percibir su angustia.

Angelo sintió el cuerpo desnudo de Ségolène unido al suyo en un abrazo que, lánguidamente, los condujo al sueño.

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