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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

La sexta vía (15 page)

—¿Por qué a ti? —preguntó—. ¿Por qué una mano anónima te entregaría esta reliquia?

En la torre más elevada del castillo se oían los aullidos del viento. Sus silbidos penetraban por momento en la aspillera. Angelo caminó hasta el ventanuco y acechó el valle nevado. El bosque se iluminaba en los claros de luna.

—Alguien está interesado en que yo la posea y nadie más que esa persona sabe el porqué. Es un enigma para mí, un misterio que conseguiré desvelar. —Se volvió desde la ventana y observó la esfera y luego a sus cofrades. Finalmente sentenció con severidad—: Esta reliquia no puede caer en manos equivocadas. Es peligrosa y tentadora. Yo mismo deberé manipular este anzuelo y evitar tragármelo.

—Quizá por eso te la entregaron —argumentó Tami—, para que cayeras en la trampa.

Y las miradas de todos confluyeron presintiendo que habían topado con un huracán encerrado en ella, con un aguijón que se les clavaría en la curiosidad.

No se equivocaron.

29

En el castillo de Saint-Pierre, Èvola aguardaba impávido una respuesta del noble. El duque Bocanegra, sin embargo, permanecía enfrascado en los escarpes rocosos a los que se abría su vano mientras meditaba en profundo silencio. Finalmente, habló.

—Acepto vuestras palabras, monje, prefiero pensar en Mustaine listo para la guerra antes que cazando con su halcón por las montañas. Ahora bien… ¿Habéis venido solo para advertirme de mi desgracia o pretendéis algo más?

—Os ofrezco negociar —afirmó con un esbozo de sonrisa. Acarició el parche negro que le cubría el ojo antes de explicar su plan—. Os propongo atacar primero, Excelencia. Si lo hacéis, no solo sorprenderéis a vuestro enemigo sino que le venceréis. Así os apropiaréis de sus viñedos, de sus fértiles tierras y de sus fortalezas militares.

—Eso no es un negocio. Es una locura.

—No olvidéis que vos mismo seréis atacado en breve. De este modo os adelantaréis a una guerra que igualmente sucederá, pero eligiendo el momento y el lugar.

El duque de Aosta meditó aquellas palabras. Al poco, negó con su cabeza.

—Es imposible, no podría hacerlo. No tengo suficiente ejército.

—Saquearéis todo cuanto encontréis a vuestro paso y os haréis con los tesoros de la estirpe de Mustaine —vaticinó el monje benedictino—. ¿Rechazáis poseer sus uvas, beber su vino?

—¡Sugerís un imposible militar! ¡El archiduque de Chamonix aniquilaría mi ejército!

—Eso es lo que he venido a negociar, que todo lo que os he dicho no sea un imposible. Comenzaré por garantizaros la defensa y el ataque. Os ofrezco una guerra que no solo protegerá vuestras tierras amenazadas sino que os conducirá hasta Chamonix y os hará vencer al archiduque francés.

—El rey de Francia no vacilará en intervenir —respondió Bocanegra—. Proponéis que me embarque en una locura, que dé un mal paso que me llevará a la ruina.

—Desconocéis los alcances de mi propuesta y subestimáis el poder de la Iglesia.

—No sé por qué os escucho. Habéis salido de la nada con tramas oscuras, guerras y maquinaciones. Creo que debo dar por terminado en este punto la audiencia.

—Me retiro de inmediato si lo deseáis —ofreció Èvola, aunque no hizo ningún gesto destinado a marcharse.

Las miradas se cruzaron. El noble, tras un espeso silencio, invocó:

—No, no podéis marcharos así. Hablad claro.

Giuglio Battista Èvola se tomó el tiempo necesario para escudriñar cada facción del duque italiano. Contempló la tensión de su silencio, la ansiedad de sus movimientos y la vena que latía en su cuello. Luego alzó la vista y le miró a los ojos.

—Os garantizo que el rey Enrique IV de Borbón no se moverá de su trono. El monarca no querrá un enfrentamiento con Roma, mucho menos después de haber renegado del calvinismo. Seguirá el consejo del Sumo Pontífice, pues fuera del amparo de la Iglesia Enrique IV solo hallaría hugonotes deseosos de venganza y a la Corona española.

El duque de Aosta se pasó la mano por la quijada. El discurso del monje sonaba tan dulce y tentador como el licor de su copa.

—He traído conmigo tres arcones de monedas —siguió Èvola—, oro más que suficiente para comprar el servicio de mercenarios. Me he adelantado y he hablado con ellos. En este preciso instante un ejército de combatientes a sueldo espera mi señal al otro lado de las montañas, en la Confederación Helvética, a solo un día de camino. Si aceptáis serán vuestros, ellos combatirán contra Mustaine por vos y vuestro ejército quedará intacto.

Bocanegra mostró por primera vez un intenso brillo en su mirada que quiso ocultar volviéndose de nuevo hacia la ventana. Tras el vidrio emplomado observó cómo los copos blancos danzaban en el aire.

—Es demasiado perfecto —replicó—, todo parece tan fácil que raya en la fábula.

—Cierto, no todos los días se tiene el visto bueno de la Iglesia, no todos los nobles gozan de la posibilidad que pongo a vuestro alcance, la de tomar lo que deseáis y sin riesgos.

—Y vos ¿qué deseáis a cambio? —indagó entonces el duque.

—Mi parte —masculló Èvola—: una reliquia… y un monje.

Bocanegra se quedó pensativo. Luego se echó a reír.

—¿Una reliquia y un monje? Invertiréis tres arcones de monedas y una guerra por eso… ¿Y me regalaréis un archiducado entero a cambio de tan poca cosa?

—Reconozco que es un trato ventajoso para vos —respondió el benedictino.

—¿Y quién demonios es ese monje? ¿Acaso un nuevo Lutero?

—Eso no os interesa. Lo único que necesitáis saber es que ambos, monje y reliquia, se encuentran cobijados tras los muros de vuestro enemigo, el archiduque de Chamonix.

El noble se entretuvo en repasar los trofeos del muro y masculló:

—Es una locura…

—Veo que estoy perdiendo el tiempo —zanjó el monje—. Conformaos entonces con los negocios que puedan ofreceros los banqueros genoveses y recordad este día como aquel en que regalasteis vuestro ducado a Mustaine. Que tengáis buenas tardes, Excelencia. Con vuestro permiso… —Èvola se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida, pero una voz le detuvo.

—Si traéis aquí a los mercenarios y compráis la complacencia del rey de Francia… tendréis en vuestras manos la reliquia que deseáis, con monje incluido. Os doy mi palabra —se comprometió su anfitrión, que recorrió el salón hasta llegar junto al religioso para exigirle con firmeza—: Pero quiero garantías.

El benedictino sonrió.

—Lo suponía. He traído algo que os tranquilizará.

Caminó hasta la puerta principal del salón y la abrió para dejar paso a una mujer que entró en la sala con paso majestuoso. Los ojos de Bocanegra se clavaron en ella. Era la primera vez que veía a una de las jóvenes más codiciadas del reino de Francia, aunque había oído hablar de su belleza.

—Os presento a la heredera del condado de Armagnac, Ségolène Lacroix, hija del conde Jean-Claude el Temerario —anunció el monje—. Se quedará con nosotros mientras lleguen a vuestro ducado los mercenarios que os prometí.

La dama cruzó la sala hasta llegar frente al duque. Vestía con enorme elegancia, su pálida piel, su cabello dorado y sus ojos azules combinaban a la perfección con el tono celeste de su vestido. Bocanegra se inclinó en una reverencia y besó su mano aspirando con deleite el perfume de su piel al tiempo que reparaba en los delicados brazaletes de oro que cubrían sus muñecas, un trabajo digno de los mejores orfebres y que delataba su rango y el poder de su padre. En la cercanía pudo detenerse a admirarla: era una joven delgada y de facciones bien definidas. Sus pómulos, nariz y mentón dotaban al óvalo de su rostro de una proporción divina. Su expresión era compasiva; labios carmesí y de sonrisa sensual. El noble contempló el cabello que le caía lacio hasta los hombros y, más abajo, el valle de su escote, que mostraba el principio de unos senos prominentes y blancos como el mármol.

—Sin duda estoy encantado de acogeros en mi castillo, bella señora, y espero que gocéis de las mayores comodidades en mis posesiones —manifestó Bocanegra a la dama con enorme satisfacción. Y acercándose a Èvola le preguntó al oído—: Pero ¿cómo habéis conseguido que su padre haya permitido…? —preguntó sin poder reprimir su curiosidad.

—Esa es una cuestión que no os interesa, Excelencia —zanjó Èvola sin dejarle terminar la frase con una sonrisa misteriosa—. Aunque espero que os baste con la presencia de esta bella joven aquí, sin más preguntas por vuestra parte, para comprobar hasta dónde puede llegar la Iglesia cuando decide mover sus hilos y ponerse en contacto con los poderosos. Todo lo que necesitáis saber es que Mustaine de Chamonix jamás se atreverá a atacar mientras la heredera del temible conde de Armagnac permanezca en este castillo. Es el aval que necesitáis para que todo intento de invasión quede suspendido y, por tanto, tenemos el tiempo a nuestro favor.

A Bocanegra cada vez le seducía más la propuesta de aquel extraño monje deforme. Repentinamente se soñó arriesgado como Marco Antonio, con poder y con el inesperado perfume de una Cleopatra con quien compartir la hazaña. El duque de Aosta observó las facciones delicadas y las formas rotundas de la francesa. Y sonrió.

Èvola, algo distanciado, advertía cómo la vanidad del noble crecía. Una vez más, constataba que el poder verdadero no residía en las armas sino en las palabras. Más afiladas que sables y más destructivas que cañones.

Mientras, Bocanegra reverdecía en su delirio romántico, presintiendo laureles impensados y gozos lúbricos sin fin. El monje había engendrado en una sola tarde una guerra gestada a base de codicia. Había cebado un mastín de pelea del tamaño de un ducado dispuesto a luchar por su causa, tenía en la mano las llaves de la guerra y pronto conseguiría también la reliquia.

Y la cabeza de Angelo DeGrasso.

30

En Chamonix, dentro de una de las torres del castillo, los candelabros sembraban el techo de sombras y claros. Las velas, casi consumidas, daban fe del tiempo transcurrido en aquella reunión alrededor de la reliquia dorada.

—Todos sabemos del
Codex Terrenus
—reconoció el jesuita Tami—. Nuestra cofradía se fundamenta en él, lo protegemos desde hace siglos. Pero… ¿no os llama la atención que nunca nos hayan dicho a qué se asemeja?

Era cierto. Los cofrades de la
Corpus Carus
eran como la guardia que custodiaba los tesoros vaticanos sin haberlos visto nunca.

—Eso demuestra su importancia —argumentó Angelo—, es un asunto tan delicado que los mismos protectores deben desconocer el misterio. Quizá sea una sabia medida destinada a que ninguno de nosotros, si tropieza con él, lo identifique.

—¿Y cómo saber entonces si lo que protegemos no es falso? —preguntó Killimet.

—¿Es deber del cartero proteger la carta o leerla? —Angelo DeGrasso sonrió al responder, pero su mirada era intensa y penetrante—. ¿Qué sucedería si el cartero leyera la carta del rey y descubriera que ordena cortar la cabeza a todos los carteros del reino? ¿Entregaría el mensaje o escaparía? Es natural que no sepamos qué es el
Codex Terrenus
que protegemos. Eso solo lo saben nuestros superiores.

—¿Sabes si el Maestre de la
Carus
ha validado esta reliquia? —se interesó Tami.

—No es falsa. Os lo aseguro.

Al jesuita dublinés se le iluminaron los ojos y posó delicadamente un dedo sobre la cruz que coronaba la esfera.

—¿Tú estás informado sobre lo que es el
Codex Terrenus
? —preguntó.

Angelo enmudeció. Aquella pregunta les quemaba la lengua a todos y sabía que la respuesta era ineludible. Lentamente asintió en silencio y todos quedaron expectantes.

—¿Quién te lo ha revelado? —reprobó el ballestero Xanthopoulos.

Angelo negó con la cabeza antes de contestar.

—Lo he interpretado. He llegado a la verdad solo, investigando por mi cuenta.

—¿Qué es entonces el
Codex Terrenus
? —preguntó Tami apoyándose en la mesa con ansiedad—. ¿Cuál es el misterio que guarda la esfera?

El aliento del inquisidor Angelo DeGrasso formó las palabras como a la fuerza:

—Esta esfera contiene a Dios.

Los rostros se contrajeron ante tamaña afirmación. Un espeso manto de silencio se adueñó de la torre.

XI. La oscuridad cercana
31

Los cofrades llevaron el silencio hasta el límite de lo tolerable. Angelo sabía que sería difícil de explicar, pero debía hacerlo, debía abordar una realidad abstracta que revolucionaría la historia misma del pensamiento.

—Hermanos, esta esfera contiene el
Codex Terrenus
, un silogismo lógico destinado a demostrarlo por el método científico y racional del hombre ateo.

Fuera los vientos helados silbaban y dentro el hálito de los cofrades se cristalizaba en profundos silencios. Killimet apartó la vista de la reliquia y contempló a Angelo DeGrasso, el Ángel Negro.

—¿Comprendes el alcance de lo que dices? —le preguntó.

—Sí —contestó DeGrasso—, lo sé, y aún estoy aterrorizado por ello.

Nikos Xanthopoulos dio un paso al frente, apoyó los puños sobre la mesa y habló.

—No, es imposible. No se puede demostrar a Dios porque es intangible —afirmó.

—¿Crees en la matemática? —indagó DeGrasso atónito.

—Pues sí —respondió Xanthopoulos.

—¿Y te parece tangible?

—No —reconoció tras un silencio.

—Pues entonces, Nikos, ya crees en algo intangible y lo aceptas —dijo el genovés, con el rostro contraído por una violenta emoción, y miró a todos con vehemencia—. ¡Las matemáticas son ficción! ¡No existen! Solo existen si alguien las piensa, necesitan al hombre para hacerlo. ¡Y a pesar de esto todos creemos en ellas! ¿Y sabes por qué? Porque las creemos en abstracto y las comprobamos en concreto, como la física. De la misma manera que a un ateo podríamos hablarle de Dios y luego mostrarle la Creación como efecto. —DeGrasso se mostró colérico en su razonamiento—. ¡Dices que Dios no se puede demostrar porque es intangible y luego aceptas a las matemáticas por los efectos de la física! ¡¿Y la Creación?! —le increpó—. ¿Acaso es intangible a tus ojos? Debes saber que el cosmos es una evidencia inconmensurable de la existencia de Dios, y por eso en la teología comenzamos al revés: creyendo para luego avanzar en la inteligencia y forjar la comprensión. —A DeGrasso le brillaron los ojos—.
Credo ut intellegam!
—tronó—. «Creemos para entender.» Dios no ha podido ser demostrado no por ser intangible, sino porque no puede ser relacionado científicamente con lo que tocamos. Las matemáticas y la física se relacionan, pero la realidad de las cosas y la teología aún no conectan. Y a ello se debe que Dios sea ficción para muchos. No es ciencia, sin embargo; cuando llegue a serlo, Nikos, te juro que nadie podrá dejar de creer en Él de la misma forma que hoy todos creemos en las matemáticas y no las vemos. —Posó ambos puños en la mesa, frente a la esfera, y se quedó mirándola al tiempo que susurraba—: San Anselmo dijo: «La fe reclama sabiduría», y ese es el motivo de que la búsqueda de Dios siempre reclame pruebas. Pero hallarlas es peligroso. —Su entonación se habría vuelto siniestra.

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