La sexta vía (13 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

—¿Vos qué creéis?

—Creo que intentáis desvelar un enigma peligroso. Un enigma que no os incumbe.

—¿Habéis venido de Roma por esa corazonada? —Las cejas de Angelo se levantaron en un gesto de ironía suicida.

—No —sentenció, y su voz se cargó de convicción—. Ya os he dicho por qué estoy aquí: he venido a por una
bullée
imperial dorada, un relicario que está en vuestro poder.

Aquellas palabras resonaron en los cristales del techo y las paredes de piedra. Y las miradas de ambos clérigos se tornaron de hielo.

21

Anastasia Iuliano parecía estar dormida en el carruaje, pero no era así. Sus ojos permanecían semicerrados mientras observaba a través de la pequeña rendija de sus pestañas. A la hija del máximo responsable de la Inquisición le gustaba espiar desde la penumbra a los dos soldados que la acompañaban en el interior del carruaje. Esa misma madrugada había abandonado Roma con la promesa de alejarse del entorno de la Inquisición y del recuerdo de su hermano. La joven ansiaba volver a su Volterra natal, lejos de los asuntos eclesiásticos y cerca de sus afectos, pero también ansiaba complacer sus propios deseos y el dictamen tirano de su corazón. Educada en el orgullo, gestada por la sangre de una familia poderosa, Anastasia sufría. No le era fácil acatar reglas ni mucho menos obedecer a sus propias promesas.

A pesar del largo viaje invernal que le esperaba, exhibía un escote apretado y sugestivo. El andar del carruaje hacía oscilar la carnosidad de sus pechos blanquecinos atrapando y subyugando la mirada de los guardias mientras ella, desde su aparente sueño fingido, espiaba los gestos y las voluntades subyugadas por el hipnótico vaivén. Le gustaba jugar con la libido de los hombres pero pronto se aburría. Los varones lascivos le interesaban menos que los soñadores y estudiosos. Sabía que si lo deseaba podía tener entre sus piernas a la dotación entera de ese carruaje, montar una orgía dentro de esa carroza, pero no obtendría de ellos nada de lo que buscaba.

Abrió los ojos con rapidez y los sorprendió. Ellos desviaron la vista.

—¿Dónde estamos? —murmuró.

—Camino de Florencia —respondió uno de los oficiales.

—¿Nos detendremos?

—Sí, señorita. Podréis descansar el tiempo que os plazca hasta seguir hacia Volterra.

Anastasia se giró hacia la ventana para contemplar el paisaje toscano; la vivacidad de su rostro se apagaba en momentos como ese, en los que tenía que tomar una decisión cuyas consecuencias eran impredecibles.

—No iremos a Volterra —cambió de idea. El oficial la escuchaba sin decir palabra—. Ni tampoco a Florencia. Seguiremos hacia el norte, hacia el valle de Aosta.

—Señorita, sabéis bien que no estoy autorizado a cambiar el rumbo —aseguró el jefe de guardia—. Lo lamento, pero el cardenal me ordenó que os llevara a Volterra…

—Pues yo digo lo contrario. —Anastasia le deslumbró con el brillo de sus ojos—. Digo que seguiremos hasta el ducado de Aosta. Allí seremos recibidos por el duque y nos quedaremos hasta nuevo aviso. Es mi decisión.

—Con los respetos que merecéis, señorita Anastasia, esto es una locura. Os recuerdo que el ducado de Aosta está más lejos de la distancia que pensábamos recorrer y en medio de un crudísimo invierno. Aquella región está cubierta de nieve. Será peligroso para vos.

—Se hará como yo ordeno. Y no es una locura. Es una orden, oficial.

El responsable de su seguridad desvió su atención brevemente hacia la ventanilla y suspiró. Estaba en un aprieto. Luego se volvió hacia ella:

—El cardenal me mandará a la mazmorra si desobedezco el plan de viaje —protestó.

—Si me lleváis al valle de Aosta —dijo ella con voz cariñosa, atrapándolo con su sensualidad—, hablaré a mi tío de mi capricho y de vuestra complacencia forzosa y nada os sucederá. Creedme, él jamás contradecirá mis deseos. En cambio, si decidís no obedecerme, os prometo que le contaré lo mucho que os deleitáis con la visión de mis pechos mientras descanso. Le explicaré cómo vuestro rostro se enturbia al espiar mi escote. Anastasia volvió a sonreír, suave, y sus mejillas se alzaron mostrando la perfección de su inocencia. Su padre no la había hecho partícipe de sus planes para recuperar la reliquia, pero la presencia de Èvola junto a él había generado un mal presentimiento que la llevó a intentar averiguarlo por otras vías. Y habían resultado aún peores de lo que cualquier mente en su sano juicio habría esperado: soplarían vientos de guerra y ella tenía que hacer todo lo posible por impedirlo.

Poco después, los seis caballos negros cambiaron de rumbo y galoparon furiosos hacia el norte. La nieve era el nuevo horizonte a perseguir. Un horizonte forzado e impredecible.

22

Giuglio Battista Èvola disfrutaba del silencio y la penumbra y concentraba todos sus sentidos en el perplejo inquisidor genovés.

La atmósfera olía a incienso. Las miradas, a desconfianza.

—¿De qué me estáis hablando, hermano Èvola? ¿Una
bullée
…? —exclamó Angelo DeGrasso.

—No tratéis de engañarme. —El monje benedictino sonrió—. Si no tuvieseis la reliquia no vendríais aquí a aclarar vuestras dudas. No investigaríais en metafísica ni escolástica ni llevaríais libros de quienes intentaron probar la existencia de Dios.

—¿Me acusáis simplemente por llevar estos libros?

—No, por los libros no, por el arrepentimiento de una mujer que os incriminó.

—Mentís.

—Vuestra hermana Anastasia os envió la reliquia. Fue el acto de una mujer cegada por amor. Sabed que ha traicionado a Roma, a la Inquisición y la confianza de su padre.

Angelo mostró un gesto involuntario de sorpresa. Había sido ella… Sus ojos trataron de fingir, pero muy pronto se doblegaron a la fuerza del recuerdo.

—Ella es la responsable de todo esto. Lo hizo por vos. ¿Acaso nunca lo sospechasteis?

Angelo no contestó, durante un instante sus pensamientos se perdieron en las sombras del monasterio.

—Hermano DeGrasso —siguió Èvola—, no solo os habéis convertido en cómplice y ladrón sino también en practicante de una ciencia prohibida que estáis comenzando a conocer, que os seduce y que pronto os conducirá al borde del abismo y del desconcierto.

Angelo dejó escapar lentamente el aire de sus pulmones. Èvola sabía la verdad, incluso detalles que él mismo desconocía. Sería inútil negarlo, y mucho menos pretender huir sin oír lo que Èvola tenía que decirle. En el pasado, el monje de rostro deforme ya le había concedido una oportunidad para llegar a un acuerdo con la Iglesia sin tener que llegar al enfrentamiento, a la lucha, a la violencia, y le había dado su palabra de cumplir con su parte. Angelo accedió, y entregó a Èvola lo que este buscaba por orden de Iuliano, traicionó a sus cofrades de la
Corpus Carus
y le hizo llegar el
Necronomicón
a cambio de la vida de Raffaella, su dulce niña, su amor. Pero esta murió en la hoguera por orden del cardenal por más que Èvola hiciera todo lo posible por evitarlo.

—¿Qué queréis? —murmuró ya vencido.

—Os propongo un trato. —Èvola cruzó sus manos dentro de las mangas del hábito—. Detened vuestra investigación en torno a la esfera y entregádmela. A cambio, prometo arreglar vuestra vida.

—¿Mi vida? —Su gesto fue reticente, pero cauto—. ¿Y cómo pensáis arreglarla?

—Sobreseeré el proceso que tenéis con la Inquisición y hablaré con el cardenal Iuliano para que os restituya en el puesto de Gran Inquisidor de Liguria.

Angelo meditó.

—Hay brujos merodeando. No es buena idea arriesgar la reliquia en un traslado. Podría caer en manos equivocadas.

—Lo sé. Por eso debéis entregármela a mí. Soy siervo de la Iglesia.

—Vos mismo podríais ser engañado, incluso, un peón de quienes pretendéis combatir.

—Os entiendo —concedió Èvola—, estáis aturdido y desconfiáis. Sospecháis de vuestra propia sombra.

—Ya no sé quién es quién en este asunto. Y no quiero volver a fallar como hice con el
Necronomicón
. Veo en esto una nueva oportunidad que me ha llegado de la mano de Anastasia y no confiaré en nadie más que en mi propio corazón. —Angelo caviló en silencio. Luego alzó su rostro decidido hacia el benedictino—. Entregaré la esfera… pero solo personalmente y al Santo Padre.

—Yo os llevaré a Roma y vos mismo se la daréis en mano.

—No. No saldré de Francia, no confío en viajar con vos ni en vuestros tratos, ya he perdido mucho por escucharos. Entregaré la esfera si Clemente VIII viene por ella. Solo a él.

—Reconozco vuestra buena voluntad, pero estáis pidiendo un imposible. Su Santidad jamás vendrá a este páramo congelado, está viejo y enfermo.

—Entonces quedad tranquilo, pues la esfera está en manos del Gran Inquisidor de Liguria. —La mirada de Angelo se encendió.

—Vos no sois un puerto seguro, ya habéis sido engañado por los brujos: Darko os hizo creer que él era el Gran Maestre de la
Corpus Carus
, os tendió una trampa perfecta en la que caísteis sin dudar.

—Esta vez no fallaré.

Èvola reflexionó. Movió con lentitud los labios ateridos por el frío:

—Hermano Angelo, os he hecho una propuesta que incluye la devolución de lo que más deseáis: vuestra antigua investidura y el regreso a Liguria. Ya no me importan vuestras sospechas y desconfianzas, la realidad es así, en ocasiones los buenos se confunden con los malos y uno siempre está en el medio, tratando de distinguir. Escuchad a vuestro corazón y tomad una decisión.

—¿Y si no acepto?

—Entonces actuaré de otra forma. Asediaré vuestro castillo en Chamonix y tomaré la reliquia por la fuerza de las armas. Os mataré, y con vos a los cofrades de la
Carus
que halle a mi paso y a cualquier noble protector que os cobije.

—¿Y cómo pensáis perpetrar semejante acción? Se necesita más que el fanatismo de un hombre para asaltar una fortaleza. —Angelo sonrió.

—Hay nobles con suficiente codicia para llevar a cabo una locura. No me será difícil tentar a los enemigos de vuestro protector para que le ataquen. —El rostro abominable de Évola reflejó serenidad y seguridad.

—Ningún soldado se moverá convencido por vuestra palabra, y menos por un enigma teológico —murmuró Angelo DeGrasso irónico.

Èvola quedó en silencio. Su rostro se mostraba triunfal.

—El duque de Aosta lo hará —respondió.

—¿Bocanegra? —El inquisidor lo observó con repentina desconfianza.

Una leve sonrisa apareció en el benedictino deforme.

—El codicia los territorios de vuestro protector, no costará demasiado esfuerzo seducirlo para que los tome con la complacencia de la Santa Sede, el silencio del rey francés y, por supuesto, el pago de un buen trato a cambio de la esfera.

—¿Llevaréis a millares de hombres a una guerra y a la muerte por la posesión de la reliquia? —preguntó Angelo incrédulo y asqueado.

—No, yo no seré el responsable de esas muertes. ¿No lo comprendéis? Ese baño de sangre recaerá en vuestra conciencia. Seréis vos quien decida el apocalipsis que habrá de venir pues vuestra es la opción de aceptar mi trato o rechazarlo.

—Me estáis extorsionando, queréis hacer caer sobre mí el peso de vuestras conjuras.

—La guerra entre los duques pende ahora de vuestra decisión.

Angelo DeGrasso miró penetrante a Èvola desde la penumbra y este sonrió con una horrible mueca.

Angelo alzó el índice en el que portaba el anillo de Cristo para advertirle:

—Pagaréis por esto…

Giuglio Battista Èvola se envolvió en su larga capa, como un murciélago ante el amanecer, y retrocedió nuevamente hacia la oscuridad desapareciendo en las tinieblas del pasillo al tiempo que aseveraba:

—El mensajero no es importante. Pensad una respuesta.

Angelo alzó la vista hacia la cúpula y contempló los vitrales encendidos. Todos ellos alumbraban en mosaicos perfectos las vidas de santos y guerreros, de padres de la Iglesia y monjes templarios. Al parecer, en Borgoña y tras largos siglos de espera, las espadas nuevamente iban a clamar por otra guerra santa.

Una guerra impulsada por el contenido misterioso de una reliquia.

IX. Soldados de Dios
23

El archiduque de Chamonix sostenía un halcón en su antebrazo. El ave tenía la cabeza cubierta y las garras clavadas en el guante de cuero del noble. Jacques David Mustaine observaba el pequeño conejo que corría por el campo buscando el cobijo de las rocas nevadas y al alcance de cualquier ballestero.

La melena del noble francés se movía con la brisa y dejaba ver su semblante pálido y abstraído. Sus asuntos le merecían una total atención; no podía vacilar, el éxito era su única posibilidad y el fracaso un imposible. Sabía lo que hacía, medía las distancias y gozaba con la expectativa de una carnicería pronta y certera dentro del antiguo rito silencioso del cazador y su presa.

Tres sirvientes lo acompañaban, uno cuidaba de los caballos, el otro de las jaulas de los roedores y el tercero de las copas de licor para el noble y su invitado.

Angelo Demetrio DeGrasso observaba el espectáculo desde cierta distancia. Era partícipe mudo del cetrero y su concentración, pero repentinamente el archiduque abandonó la atención de su presa y la dirigió a su protegido.

—Os noto extraño. ¿Qué ha sucedido en vuestro viaje a Cluny? ¿Tuvisteis problemas? —preguntó Mustaine, que observaba, con el ave sobre su antebrazo, al silencioso dominico.

—He sido interceptado por un mensajero de la Inquisición.

—¿Han enviado otro mensajero más?

Angelo refugió las manos entre las mangas del sayo y pensó su respuesta antes de contestar.

—Os aseguro que no habrá más mensajeros de la Iglesia después de este. Ya han dicho todo lo que tenían que decir y no quedan más palabras por decir.

—¿Están molestos por el dedo cercenado del nuncio?

—No. Me han dado un ultimátum —dijo, clavando en el archiduque sus iris color miel.

El cetrero volvió a centrar la atención en el conejo. Luego sonrió.

—No os preocupéis, dentro de los límites de mi archiducado estaréis a salvo.

—Excelencia, no comprendéis la magnitud de su amenaza, puede que arrase vuestros muros. No debéis subestimar el poder de Roma.

—¿En verdad pensáis que toda la armonía que reina hoy en la región desaparecerá por no entregaros a la Inquisición? Maestro Angelo, sois un ingenuo.

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