La sexta vía (29 page)

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Authors: Patricio Sturlese

Tags: #Aventuras, Histórico

—La fortaleza ha caído —le informó Martínez en un precario francés.

—¿Qué deseáis de mí? —El doctor decano suspiró reteniendo el aliento.

—Me han dicho que atendisteis a unos cofrades heridos, huéspedes del archiduque, y que conocéis al hombre que buscamos… Angelo DeGrasso, un monje inquisidor de la orden de Santo Domingo. Llevadme con él.

El doctor alzó la mano y se mesó su barba blanca.

—Ya no sé si será posible. Unos carruajes salieron de aquí en la noche y…

El español apoyó el trabuco en su frente y tiró del martillo labrado, listo para disparar.

—He cruzado una montaña helada y participado en una sangría para llegar hasta aquí. Solo dadme una buena razón para no volaros el cráneo y seguir preguntando a vuestro subalterno lo que vos no sabéis…

—¡Por Dios, no disparéis! Os llevaré con DeGrasso —prometió al instante el anciano, convencido por el frío cañón del arma contra su cabeza y la mirada desquiciada del que la manipulaba.

El capitán Martínez volvió a sonreír y retiró el trabuco.

—Pues en marcha.

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El escondite de Angelo era conocido por muy pocos; allí había pasado largas horas encogido y a oscuras. Sentía la presión de la esfera que oprimía contra su vientre, en un intento desesperado de protegerla hasta las últimas consecuencias. Ya había oído las voces de los soldados enemigos, razón para mantener una respiración pausada y olvidar, de paso, los músculos entumecidos y los calambres que le producían su difícil posición. Eran horas cruciales en su vida, pues sabía que podía convertirse en botín de los invasores y cabeza que pagaría por todo lo que había sucedido. En la oscuridad de su escondite contemplaba la muerte como su próximo destino.

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El capitán Martínez irrumpió en una de las bodegas del castillo acompañado del cirujano y una guarnición de arcabuceros. El doctor recordaba la última orden de su archiduque: «Esconder y velar por el monje DeGrasso hasta las últimas consecuencias». Pero ahora el mundo giraba en sentido contrario, era rehén de los vencedores y su cabeza estaba a no más de una cuarta de un gatillo manejado por un dedo extremadamente sensible.

—Ahí. —El médico señaló con un dedo tembloroso.

Martínez contempló la puerta. Era robusta, de roble y reforzada con lonjas de hierro.

—Abridla —murmuró. Tras él, cinco infantes alzaron sus arcabuces.

Dos vueltas de llave y el cerrojo cedió. Con cuidado, el médico abrió la puerta.

Dentro de la habitación, junto a una pesada alfombra que aparecía apartada, descubrieron una abertura oculta en el piso.

Sin esperar, un infante agarró la argolla y tiró de ella.

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Angelo sintió que la madera protectora cedía. Un torrente de aire fresco penetró en su escondite. Había llegado su momento. Cerró los ojos y se encomendó a la Madre Santa.

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El capitán Martínez acercó un candelabro e iluminó el interior de la cripta oculta. Allí debajo encontró a tres personas. Una de ellas herida.

—¿Dónde diantre está DeGrasso? —inquirió el español, pues conocía a aquellos dos monjes y ninguno de ellos era el que buscaba.

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Angelo recibió la tenue luz del amanecer en el rostro. Su expresión era la de un muerto en vida, pero estaba ileso. Sobre él se alzaba el cochero archiducal, vestido con un capote gastado y con expresión esquiva.

—Pensé que no pasaríamos el retén.

Con lentitud, el monje se incorporó dentro del féretro. Aún conservaba clavada en su tapa el sable del soldado que había intentado abrirlo.

—¿Dónde estamos? —preguntó DeGrasso con la respiración entrecortada.

—En Le Fayet. Ya tenéis el camino libre. —El cochero ofreció su mano y ayudó al inquisidor a incorporarse.

A su lado, Ségolène emergió dolorida del otro ataúd.

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—¡Juro que no lo sé! —gritó el doctor asustado.

Martínez parecía deseoso de fusilarlo por mentiroso. El capitán estaba harto de aquellos monjes y de sus intrigas y conspiraciones. En el pasado compartió una larga travesía desde el Nuevo Mundo en la que, para su desdicha, además de a los jesuitas y a Angelo DeGrasso, había conocido también a Èvola, ese escarabajo deforme y siniestro que parecía mover todos los hilos de esa guerra sin sentido. No entendía nada, pero recibía órdenes y, a pesar de la corriente de simpatía que durante ese viaje se estableció entre él y el inquisidor, si su misión era ahora apresarlo no dudaría en llevarla a cabo. Y la cosa se complicaba aún más porque aquella hermosa mujer decía ser la hija del cardenal Iuliano… Pero ¿qué hacía allí y en aquella compañía?

—¿Cómo que no sabéis dónde está el inquisidor?

—¡Os doy mi palabra de que yo mismo lo escondí aquí! —continuó con sus explicaciones y súplicas—. ¡Yo era el único que conocía el escondite de los cofrades! ¡Pero ha desaparecido, no está donde lo deje!

—¡Mentís! —espetó Martínez, y le propinó un culatazo con su macizo trabuco.

—¡Deteneos! ¡El galeno está diciendo la verdad! —confesó uno de los cofrades.

Giorgio Cario Tami se acercó al capitán español.

—Es verdad que Angelo DeGrasso estuvo aquí escondido, pero decidió correr el riesgo y se marchó. Vos lo conocéis y sabéis que es imposible frenarlo cuando toma una decisión.

—Pero ¿cómo pudo hacerlo? —se admiró Martínez—. Tengo todo el maldito castillo cercado por mis infantes… ¿Acaso está en otro escondite de la fortaleza?

—Ignoro qué ha sido de su suerte ni tampoco el decano lo sabe, pero me atrevería a decir que por aquí ya no está; creo que DeGrasso os ha ganado unas horas.

El español guardó silencio y observó al jesuita con mesura. Giró sobre sus botas y habló a su cabo.

—Revisad todo el castillo, puerta por puerta, muro por muro. Avisad al duque de Aosta de que existe la posibilidad de que su monje haya escapado; que cierren y revisen los puestos fronterizos. —El militar volvió a mirar a Tami—. Y encerrad a estos religiosos en una mazmorra. Tratadlos bien, pero impedid a toda costa que escapen. Y la señorita Iuliano… tenga la merced de acompañarme. No sé qué querrá hacer el duque con vos.

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—¿Que existe una posibilidad de que haya escapado? —Bocanegra recibió con fastidio e incredulidad las noticias del emisario—. ¿Y que la señorita Iuliano, que abandonó mi castillo sin dejar una sola nota, se encuentra con ellos…?

—Así es, Excelencia, y la reliquia tampoco la hemos hallado. Seguramente se la llevó el monje.

El duque tragó una saliva espesa. Por un instante sintió la presión de su corazón desbocándose en el pecho. Apretó la mandíbula y asintió.

—Bien. Regresad al castillo y decid a Martínez que inspeccione toda la fortaleza y las zonas aledañas. Pronto iré para allá. En cuanto a la señorita Iuliano, que la traigan inmediatamente a mi castillo. —Una vez se hubo retirado el mensajero el duque se volvió a su acompañante—. Estad tranquilo, lo encontraremos. No irá lejos, no sin dejar huella —prometió, tratando de proteger el negocio de sus inversores.

Giuglio Battista Èvola contemplaba, sin revelar sus emociones, el comportamiento de quien se debatía entre el éxito y el fracaso.

—Espero que así sea —dijo.

Una brisa sopló entre la mirada de ambos sembrando un manto congelado de promesas.

—Yo mismo partiré hacia los puestos fronterizos —decidió Èvola repentinamente—. Ya no confío en vuestra pericia, ni mucho menos en los resultados.

—¡Pero cómo os atrevéis! —bufó el noble italiano.

El benedictino se le enfrentó y habló con tono desabrido:

—Compré una traición y salvé vuestro ejército de una masacre segura. Si queréis, vos podéis seguir jugando a conquistador. Tomad la fortaleza que ya no se defiende y entreteneos con las mujeres que allí halléis. Yo me ocuparé del monje. Eso sí, os aconsejo que recéis para que Angelo DeGrasso y la reliquia aparezcan, pues de lo contrario os juro que volveré para arreglar cuentas.

El noble no respondió. No le gustaban las crudas verdades, esas que lo describían mejor que las fábulas que él mismo inventaba.

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Angelo se calzó los guantes negros y tomó el látigo, dio las gracias con extrema amabilidad al sirviente de Mustaine y chasqueó las riendas. La carroza comenzó así su viaje hacia el norte. Ségolène Lacroix viajaba a su lado, deleitándose en los primeros paisajes que podía contemplar tras la dificultosa y peligrosa huida.

El inquisidor sabía que miles de hombres le buscaban y que, de no ser cauto, caerían sobre él como enjambres de moscas ansiosas por la miel. No debía dejar rastro, y de ello dependía su éxito.

Era preciso que alcanzara su destino sin alertar a sus perseguidores. Debía llegar como fuera a la catedral de los misterios: el templo de San Lázaro de Autun.

XXII. El secreto de los Papas
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Como respetando la hora canónica de vísperas, los cielos de Roma se oscurecieron dejando en el horizonte solo un tenue resplandor carmesí. En el Vaticano podía vislumbrarse una ventana iluminada en el tercer piso del palacio apostólico. Indicaba el comienzo de una reunión de última hora que involucraba al propio Pontífice.

El papa Clemente VIII mostraba una expresión serena. Su vida pontificia había comenzado repleta de problemas que debió asumir, atender y solucionar con prontitud. Pero Ippolito Aldobrandini era un doctor en leyes tenaz e inteligente que había mostrado sorprendentes virtudes diplomáticas ya en su sacerdocio y más tarde como nuncio. Una vez elegido Pontífice, tomó las riendas de la Iglesia y tiró con fuerza de ellas, poniendo fin a las guerras de religión. Antes de ello, vio coronar a Enrique de Navarra como rey francés, un aspirante al trono calvinista que luego de abjurar de su fe protestante aceptó la corona y devolvió al reino de Francia al catolicismo. Sin embargo, no contento con ello, fue más allá y forzó la paz definitiva entre España y Francia, así como entre Francia y Saboya mediante el Tratado de Vervins. Y mientras esto sucedía en los reinos seculares, también debió mediar en la feroz disputa entre dominicos y jesuitas y en el borrascoso divorcio entre el nuevo rey francés y Margarita de Valois.

Ahora, ya en el ocaso de su vida, el anciano Clemente que había conseguido liberar al Vaticano de las fuertes influencias hegemónicas españolas se mostraba como un viejo león lleno de cicatrices que había empleado toda su sabiduría en la lucha.

—¿Cómo andan nuestros asuntos? —preguntó el Papa a su asesor y amigo, una de sus personas más cercanas, el jesuita Roberto Bellarmino, experto en teología, que estaba sentado cómodamente en un sillón de terciopelo.

—Hemos costeado una guerra en Francia entre el archiduque de Chamonix y su vecino italiano, el duque de Aosta… Y parece ser que la causa es una reliquia —informó—. Nos ha costado unos cuantos baúles de oro de nuestras arcas.

—Controlar las demencias de príncipes y herejes de Europa, Asia, América y los confines del mundo es demasiado para un hombre —aseguró Clemente VIII mesándose su barba canosa—. Demasiado para no perder la santidad en el camino…

—Por ello, Santo Padre, vuestro trabajo es importante, pues demuestra que la servidumbre en la Viña del Señor es difícil y ardua de entender. Pero alguien ha de hacerlo.

—Los enemigos de la Iglesia no entienden de dignidad y menos de espiritualidad. Ellos no me ayudarán a ponerme en pie cuando caiga, más bien me hundirán la cabeza en el barro. Por desgracia, con mis solas oraciones no iluminaré el mundo, ni con un rosario sostendré la Iglesia, ni poniendo mi otra mejilla a los bárbaros lograré proteger la vida y la salvación de las almas cristianas. Por eso, querido Roberto, debes empezar a asumir que no seré santo, pero sí moriré viejo y fatigado y difamado en boca de muchos que ni siquiera imaginan el precio a pagar por entrometerse en la inmoralidad de los gobernantes…

—Siempre habrá manos que arrojarán piedras y espaldas que las recibirán —aseveró el jesuita—; el mundo no ha cambiado ni cambiará al igual que vuestro oficio, que ha sido tortuoso desde las épocas en que nos arrojaban a nuestra suerte a los leones. Pero a pesar de ello nuestra Iglesia tiene muchos santos, santos que ni siquiera imaginaron serlo.

—Estoy manteniendo una guerra en Hungría contra los turcos —añadió el anciano Pontífice sabedor de que Bellarmino siempre le apoyaba, máxime en momentos de soledad y tribulación—, y financio con hombres y monedas una cruel resistencia al islam en los Cárpatos… Y ahora esta guerra en el corazón de Europa que podía haberse evitado…

—Sin embargo, todo fue tramado por la Inquisición y avalado por un poder que vos mismo concedisteis. La Inquisición se dirigió al ducado de Aosta con vuestro permiso y desde allí ha conjurado una guerra y desbancado a un archiduque…

—Estás en lo cierto —admitió el Vicario de Cristo—. Yo di ese poder y también escribí al rey de Francia para que no interviniera a petición del cardenal Iuliano, pero te prometo que confiaba en que la amenaza surtiera efecto y la guerra no se llevara a término.

—¿Confiáis en Iuliano? —se atrevió a preguntar Bellarmino.

—Es mi mano derecha. Por ello está a cargo de la Inquisición.

—¿Qué hay detrás de todo esto, Santidad?

—Te preguntarás por qué di a la Inquisición esos poderes, fomentando así esos chismes entre cardenales y obispos que inundan los pasillos y por qué tú, siendo consultor del Santo Oficio, no sepas nada de la finalidad de esta maniobra… —Clemente VIII se levantó y se dirigió a la ventana. Allí descorrió la cortina y admiró el brillo nocturno de la cúpula de San Pedro, el enorme y excelso trabajo de Miguel Ángel—. Y seguro que también estarás intrigado por saber qué alberga esa reliquia que resulta fundamental para nuestra Iglesia, y es por eso que te he llamado. No me será fácil explicártelo, es un secreto que se ha mantenido pontífice tras pontífice durante siete siglos. ¿Podré confiar en ti?

Bellarmino miró fijamente al Pontífice y asintió. Sabía que había de tener una razón poderosa para permitir que la paz que tanto le había costado alcanzar en Francia se viera perturbada por una simple reliquia.

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Angelo y Ségolène condujeron el carromato gran parte del día, ralentizando su marcha solo ante los senderos intransitables. Así, al caer la noche estaban ya en las cercanías de Cluny tras dejar atrás Bonneville y sus peligros como bastión del condestable que había traicionado a Mustaine.

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